Aunque hicimos buen número de programas sobre el extranjero, la mayoría fueron sobre temas peruanos. Bailes y fiestas populares, problemas universitarios, centros arqueológicos prehispánicos, un viejo heladero cuyo triciclo, después de medio siglo, seguía recorriendo las calles de Miraflores, la leyenda de un prostíbulo piurano, el submundo carcelario. Descubrimos que La Torre de Babel había llegado a tener una buena audiencia por las recomendaciones y presiones que empezábamos a recibir de personalidades e instituciones diversas para que nos ocupáramos de ellas. La más inesperada fue, quizá, la de la Policía de Investigaciones (PIP). Un coronel compareció un día en mi oficina a proponerme que consagrara una Torre de Babel a la PIP, con motivo de algún aniversario: para que el programa resultara movido la institución simularía un operativo de captura de traficantes de cocaína con tiros y todo…
Una de las llamadas que recibí, ya cuando el plazo de seis meses a que me había comprometido con el Canal estaba por cumplirse, fue la de una amiga a la que no veía hacía un siglo: Rosita Corpancho. Ahí estaba su voz calurosa, con resabios remolonamente loretanos, ni más ni menos que como en mis años universitarios. Y ahí estaba, intacto y acaso acrecentado, el celo entusiástico de Rosita Corpancho por el Instituto Lingüístico de Verano. ¿Me acordaba del Instituto, no es cierto? Pero, Rosita… Bueno, pues. El Instituto estaba por cumplir no sé cuántos años en el Perú, y, además, pronto haría sus maletas, dando por terminada su misión en la Amazonía. ¿No sería posible, tal vez, que La Torre de Babel…? La interrumpí para decirle que sí. Con mucho gusto haría un documental sobre el trabajo de los lingüistas-misioneros. Y aprovecharía el viaje a la selva, además, para hacer un reportaje sobre alguna de las tribus menos conocidas, algo que figuraba en nuestros planes desde el principio. Feliz, Rosita me dijo que ella coordinaría todo con el Instituto a fin de que pudiéramos movilizarnos por el interior de la selva. ¿Tenía idea de alguna tribu en especial? Sin pensarlo dos veces, le respondí: «Los machiguengas.»
Desde mis frustrados intentos a comienzos de los años sesenta de escribir una historia sobre los habladores machiguengas, el tema había seguido siempre rondándome. Volvía, cada cierto tiempo, como un viejo amor nunca apagado del todo, cuyas brasas se encienden de pronto en una llamarada. Había seguido tomando notas y garabateando borradores que invariablemente rompía. Y leyendo, cada vez que lograba ponerles la mano encima, los estudios y artículos que iban apareciendo, aquí y allá, en revistas científicas, sobre los machiguengas. El desconocimiento de que habían sido víctimas cedía el paso a una curiosidad diversa. Una antropóloga francesa, France-Marie Casevitz-Renard y otro norteamericano, Johnson Allen, habían pasado largos períodos entre ellos y descrito su organización, sus métodos de trabajo, su sistema de parentesco, sus símbolos, su sentido del tiempo. Un etnólogo suizo, Gerhard Baer, que también vivió entre ellos, había estudiado a fondo su religión y el Padre Joaquín Barriales empezaba a publicar, traducida al castellano, su copiosa recopilación de mitos y canciones machiguengas. También algunos antropólogos peruanos, compañeros de Mascarita, como Camino Díez Canseco y Víctor J. Guevara, habían investigado los usos y las creencias de la tribu.
Pero nunca, en ninguno de estos trabajos contemporáneos, encontré la menor información sobre los habladores. Curiosamente, las referencias a ellos se interrumpían hacia los años cincuenta. ¿Había languidecido hasta desaparecer la institución del hablador justamente en la época en que los esposos Schneil la descubrieron? En los textos de misioneros dominicos que escribieron sobre ellos en los años treinta y cuarenta -los Padres Pío Aza, Vicente de Cenitagoya y Andrés Ferrero- había abundantes alusiones al hablador. Y, también, antes, en algunos viajeros del siglo XIX. Una de las primeras menciones figuraba en el libro del explorador Paul Marcoy, quien, en la orilla del Urubamba, se topó con un orateur, a quien el viajero francés vio literalmente hipnotizar a un auditorio de «antis» durante horas de horas. «¿Crees que esos antis eran los machiguengas?», me preguntó el antropólogo Luis Román, mostrándome la cita. Yo estaba seguro de que sí. ¿Por qué los etnólogos modernos jamás nombraban a los habladores? Era una pregunta que me hacía cada vez que llegaba a mis manos alguno de esos estudios o trabajos de campo y descubría que tampoco esta vez se mencionaba ni siquiera de paso a aquellos ambulantes contadores de cuentos que a mí me parecían el rasgo más delicado y precioso de aquel pequeño pueblo y el que, en todo caso, había forjado ese curioso vínculo sentimental entre los machiguengas y mi propia vocación (para no decir simplemente mi vida).
¿Por qué había sido incapaz, en el curso de todos aquellos años, de escribir mi relato sobre los habladores? La respuesta que me solía dar, vez que despachaba a la basura el manuscrito a medio hacer de aquella huidiza historia, era la dificultad que significaba inventar, en español y dentro de esquemas intelectuales lógicos, una forma literaria que verosímilmente sugiriese la manera de contar de un hombre primitivo, de mentalidad mágico-religiosa. Todos mis intentos culminaban siempre en un estilo que me parecía tan obviamente fraudulento, tan poco persuasivo como aquellos en los que, en el siglo XVIII, cuando se puso de moda en Europa el «buen salvaje», hacían hablar a sus personajes exóticos los filósofos y novelistas de la Ilustración. Pero, pese a los fracasos, quizás a causa de ellos, la tentación estaba siempre allí y cada cierto tiempo, reavivada por una circunstancia fortuita, cobraba bríos y la silueta rumorosa, transeúnte, selvática, del hablador invadía mi casa y mis sueños. ¿Cómo no iba a ser emocionante la perspectiva de ver, por fin, -las caras de los machiguengas?
Desde aquel viaje de mediados de 1958, que me hizo descubrir la selva peruana, había estado varias veces en la Amazonía: en Iquitos, en San Martín, en el Alto Marañón, en Madre de Dios, en Tingo María. Pero no había vuelto a Pucallpa. En los veintitrés años intermedios, aquella localidad pequeñita y polvorienta, que yo recordaba llena de casas funerarias e iglesias evangelistas, había experimentado un «boom» industrial y comercial, luego una crisis, y, en aquel mediodía de septiembre de 1981 en que Lucho Llosa, Alejandro Pérez y yo aterrizamos en ella para hacer el que sería el penúltimo programa de La Torre de Babel, comenzaba a vivir un nuevo «boom», pero esta vez por las malas razones: el tráfico de cocaína. La bocanada de calor y la luz ígnea, en cuyo abrazo las personas y las cosas se perfilan tan nítidas (a diferencia de Lima, donde hasta el sol radiante tiene algo de grisáceo), es algo que, apenas piso la Amazonía, me hace siempre el efecto de una emulsión de entusiasmo.
Pero más todavía que el paisaje amazónico y su temperatura me impresionó descubrir aquella mañana, en el aeropuerto de Pucallpa, a las personas que el Instituto había enviado a esperarnos: los esposos Schneil. Ellos mismos, en persona. Habían cumplido su cuarto de siglo en la Amazonía y, siempre, trabajando entre los machiguengas. Se sorprendieron de que yo me acordara de ellos -tengo el pálpito de que ellos a mí no me recordaban en absoluto- y de que conservara en la memoria tantos detalles de lo que me contaron, aquella vez, en esas dos charlas en la Base de Yarinacocha. Mientras zangoloteábamos en el jeep rumbo al Instituto, me mostraron fotos de sus hijos, un grupo de jóvenes, algunos ya graduados, que vivían en Estados Unidos. ¿Hablaban todos el machiguenga? Por supuesto, era el segundo idioma de la familia, antes todavía que el español. Me alegró saber que los Schneil nos servirían de guías y traductores en las aldeas que visitaríamos.
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