El lago de Yarina seguía siendo de carta postal y sus crepúsculos todavía más bellos. A sus orillas, los bungalows del Instituto se habían multiplicado. Apenas bajamos del jeep, con Lucho y Alejandro nos pusimos a trabajar y quedamos en que, al anochecer, como anticipo del viaje a las selvas del Alto Urubamba, los Schneil nos adelantarían alguna información sobre los lugares y personas que veríamos allá.
Fuera de los Schneil, no quedaba en Yarinacocha ninguno de los lingüistas que yo había conocido en el viaje anterior. Algunos habían vuelto a Estados Unidos, otros estaban haciendo trabajo de campo en otras selvas del mundo, y, alguno, como el fundador del Instituto, el Doctor Townsend, había fallecido. Pero los lingüistas que conocimos y entrevistamos, y que nos sirvieron de cicerones mientras tomábamos distintas imágenes del lugar, parecían hermanos gemelos de los que yo recordaba. Ellos, con los cabellos muy cortos y un semblante atlético y saludable, de personas que hacen ejercicios a diario, comen de acuerdo a las instrucciones de un dietista, no fuman ni beben alcohol ni toman café, y, ellas, embutidas en unos vestidos tan sencillos como púdicos, sin pizca de maquillaje ni asomo de coquetería y un aire abrumador de eficiencia. Y unos y otras con esas miradas siempre risueñas y como inquebrantables, de personas que creen, que están haciendo lo que creen y que saben a la verdad de su parte, que, a mí siempre me han fascinado y asustado.
Todo el tiempo que lo permitieron la luz y los caprichos del equipo de Alejandro Pérez estuvimos reuniendo material para el programa sobre el Instituto. Un seminario de maestros bilingües de distintas aldeas que tenía lugar en esos días; los silabarios y gramáticas elaborados por los lingüistas; testimonios de éstos y un panorama de la pequeña ciudad que era la Base de Yarinacocha, con su escuela, su hospital, su campo de deportes, su biblioteca, sus iglesias, su centro de comunicaciones y su aeropuerto.
Al anochecer, luego de una cena también de trabajo, con la que pusimos punto final a la parte del programa dedicada al Instituto, comenzamos a preparar la otra, la que grabaríamos en los días siguientes: los machiguengas. En Lima, yo había desenterrado y consultado la documentación que tenía acumulada sobre ellos desde hacía años. Pero fue sobre todo la conversación con los Schneil -otra vez en su cabaña, otra vez mientras tomábamos una taza de té con galletitas preparadas por la señora Schneil- la que nos proporcionó un material de primera mano sobre el estado de esa comunidad que ellos conocían de memoria, pues había sido su hogar en los últimos veinticinco años.
Habían cambiado bastante las cosas para los machiguengas del Alto Urubamba y el Madre de Dios desde el día en que, desnudo, Edwin Schneil se acercó a aquella familia y ella no huyó. ¿Habían sido los cambios para mejor? Estaban firmemente convencidos de que sí. Por lo pronto, también para los machiguengas de allende el Pongo de Mainique había cesado en buena parte la dispersión en la que antes vivían, esa diáspora en grupitos errantes aventados aquí y allá, casi sin contacto entre ellos, luchando cada cual afanosamente por la supervivencia, que, de continuar, hubiera significado pura y simplemente la desintegración de la comunidad, la delicuescencia de su idioma, la asimilación de sus miembros a otros grupos y culturas. Después de muchos esfuerzos, por parte de las autoridades, misioneros católicos, antropólogos y etnólogos, y del propio Instituto, los machiguengas habían ido aceptando la idea de formar aldeas, de congregarse en lugares aparentes para trabajar la tierra, criar animales y desarrollar el comercio con el resto del Perú. Las cosas estaban evolucionando rápidamente. Había ya seis poblados, algunos de recientísimo nacimiento. Nosotros visitaríamos dos: Nuevo Mundo y Nueva Luz.
De los cinco mil machiguengas -cálculo aproximado- cerca de la mitad vivía ya en aquellas aldeas. Una de éstas, por lo demás, era mitad machiguenga y mitad campa (ashaninka) y, hasta ahora, la convivencia de naturales de esas dos tribus no suscitaba el menor problema. Los Schneil eran optimistas y creían que los restantes macliguengas, incluso los más ariscos entre ellos -los llamados kogapakori-, a medida que vieran cómo el haber formado comunidades traía a sus hermanos una serie de beneficios -una vida menos incierta, la posibilidad de recibir ayuda en caso de emergencia irían también abandonando sus refugios en el interior de los bosques para formar nuevos asentamientos. Con verdadero entusiasmo, los Schneil nos refirieron los pasos concretos que se habían dado ya en los poblados para integrarlos al país. Las escuelas y las cooperativas agrícolas, por ejemplo. Tanto en Nuevo Mundo como en Nueva Luz funcionaban escuelas bilingües, con maestros nativos. Ya los veríamos.
¿Significaba esto que los machiguengas comenzaban a dejar de ser el pueblo primitivo, cerrado sobre sí mismo, pesimista, derrotado, que me habían descrito en 1958? En cierta forma, sí. Había en ellos, por lo menos en los machiguengas que ahora vivían en comunidad, menos reticencias a experimentar lo nuevo, a progresar, acaso más amor a la vida. Pero, en cuanto al aislamiento, no se podía hablar aún de cambios radicales. Porque, aunque nosotros llegaríamos a sus poblados en dos o tres horas en los aviones del Instituto, un viaje por río hasta esas aldeas, desde cualquier localidad importante de la Amazonía, era asunto de días y a veces de semanas. Así que, eso de haberse incorporado al Perú, era, ahora, algo menos remoto que en el pasado, pero todavía no una realidad.
¿Podría entrevistar en español a algunos machiguengas? Sí, algunos, aunque pocos. Por ejemplo, el cacique o gobernador de Nueva Luz lo hablaba con fluidez. ¿Cómo? ¿Ahora había caciques entre los machiguengas? ¿No había sido, acaso, distintivo mayor de la tribu no haber tenido nunca una organización política jerárquica, con jefes y subordinados? Sí, cierto. Antes. Pero ese sistema anárquico que era el suyo se explicaba por su dispersión; ahora, reunidos en aldeas, necesitaban autoridades. El administrador o jefe de Nueva Luz era un hombre joven y un magnífico líder comunitario, graduado en la Escuela Bíblica de Mazamari. ¿Pastor protestante, entonces? Bueno, en cierta forma. ¿Existía ya una traducción de la Biblia al machiguenga? Por supuesto, y era obra de ellos. En Nuevo Mundo y Nueva Luz podríamos filmar los ejemplares del Nuevo Testamento en machiguenga.
Me acordé de Mascarita, de nuestra última conversación en aquel cafetín de la avenida España. Volví a oír sus vituperios y profecías. Según lo que nos contaban los Schneil, los temores de Saúl Zuratas, aquella tarde, se habían venido confirmando. Al igual que otras tribus, los machiguengas se hallaban en pleno proceso de aculturación: la Biblia, escuelas bilingües, un líder evangelista, la propiedad privada, el valor del dinero, el comercio, sin duda ropas occidentales… ¿Había sido todo eso para bien? ¿Les había traído beneficios concretos como individuos y como pueblo, según aseguraban enfáticamente los Schneil? ¿O, más bien, de «salvajes» libres y soberanos habían empezado a convertirse en «zombies», caricaturas de occidentales, según la expresión de Mascarita? ¿Me bastaría una visita de apenas un par de días para darme cuenta? No, naturalmente que no me bastaría.
Aquella noche, en el bungalow de Yarinacocha, permanecí mucho rato desvelado, reflexionando. Por la tela metálica de la ventana, veía un pedazo de lago, con una estela dorada, pero a la luna -que imaginaba redonda y luciente- me la cubría un macizo de árboles. ¿Era buen o mal signo que Kashiri, ese astro macho, maligno a veces y otras benéfico, de la mitología machiguenga, me ocultara su cara con manchas? Habían pasado veintitrés años desde que dormí en uno de esos bungalows la primera vez, y, en todo ese tiempo, no sólo yo había cambiado, vivido mil experiencias, envejecido. También esos machiguengas que conocía, apenas, por dos breves testimonios de esta pareja de norteamericanos, mi conversación madrileña con un dominico y unos cuantos trabajos etnológicos, habían experimentado grandes cambios. Por lo visto, ya no encajaban en esas imágenes que yo había fraguado de ellos. Ya no eran ese puñado de seres indómitos y trágicos, esa sociedad fracturada en minúsculas familias, huyendo, huyendo siempre, del blanco, del mestizo, del serrano, de otras tribus, esperando y aceptando estoicamente la fatídica extinción individual y comunitaria, pero sin renunciar a su idioma, a sus dioses, a sus costumbres. Una irreprimible melancolía me embargó al pensar que esa sociedad pulverizada en el seno de los húmedos e inmensos bosques, a la que unos contadores de cuentos trashumantes servían de savia circulante, estaría desapareciendo.
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