Mario Llosa - El Hablador

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Dos narraciones alternan, en El hablador, para relatarnos el anverso y reverso de una historia singular. Por una parte, un narrador principal (que, al igual que en La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta, parecería identificarse con el autor) evoca sus recuerdos de un compañero de juventud limeño, apodado Mascarita, que siente fascinación por una pequeña cultura primitiva, por otra parte, un anónimo contador ambulante de historias -un `hablador`-, viviente memoria colectiva de los indios machiguengas de la Amazonia peruana, nos narra, en un lenguaje de desusada poesía y de magia, su propia existencia y la historia y mitos de su pueblo. La confluencia final de los dos relatos, al revelar su secreta unidad, muestra las misteriosas relaciones de la ficción con las sociedades y con los individuos, su razón de ser, sus mecanismos y sus efectos en la vida. Por su dominio expresivo y la problemática abordada, El hablador es una de las más significativas y originales aportaciones de la narrativa de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

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¿Cuántas veces, en estos veintitrés años, había pensado en los machiguengas? ¿Cuántas veces había tratado de adivinarlos, de escribirlos, cuántos proyectos había hecho para viajar a sus tierras? Por culpa de ellos, todos los personajes o instituciones que pudieran parecerse o de alguna manera asociarse en el mundo con el hablador machiguenga habían ejercido una instantánea fascinación sobre mí. Como los troveros ambulantes de los sertones bahianos, que, acompañados por el bordón de su guitarra, entreveraban, en las polvorientas aldeas del Nordeste brasileño, viejos romances medievales y chismografías de la región. Me bastó ver a uno de ellos, aquella tarde, en el mercado de Uauá, para divisar, superponiéndose a la silueta del caboclo con chaleco y sombrero de cuero que contaba, cantando, ante un corro burlón, la historia de La princesa Magalona y los doce pares de Francia, la piel amarillo verdosa, decorada con simétricas rayas rojizas y manchas oscuras, del hablador semidesnudo que, lejísimos de allí, en una playita oculta bajo el ramaje del Madre de Dios, refería a una familia atenta, en cuclillas, la disputa a soplidos de Tasurinchi y Kientibakori de la que resultaron todos los seres buenos y malos de este mundo.

Pero todavía más que el trovero del sertón, fue el seanchaí irlandés quien me había evocado, y con qué fuerza, a los habladores machiguengas. Seanchaí: «decidor de viejas historias», «aquel que sabe cosas», tradujo al inglés, distraídamente, alguien, en un bar de Dublín. ¿Cómo explicar, si no es por los machiguengas, aquella emoción, aquel aceleramiento brusco en el pecho, que me llevó a entrometerme, a preguntar y, más tarde, a atosigar y enloquecer a conocidos y amigos irlandeses hasta que me pusieron frente a un seanchaí? Reliquia viviente de los viejos aedas de Hiberna, que, como aquellos antepasados suyos cuyas siluetas se confunden, en la noche de los tiempos, con los mitos y las leyendas célticas que son los cimientos culturales de Irlanda, el seanchaí cuenta aún, en nuestros días, en el calor humoso de un pub, en una fiesta suspensa de pronto ante el hechizo de su palabra, o en una casa familiar, junto a la chimenea, mientras afuera gotea la lluvia o ruge la tormenta, antiquísimas fábulas, historias épicas, amoríos terribles, inquietantes milagros. Es un patrón de bar, un chofer de camión, un pastor, un mendigo, alguien misteriosamente tocado por la varita mágica de la sabiduría y el arte de contar, de recordar, de reinventar y enriquecer lo ya contado a lo largo de los siglos, un mensajero de los tiempos del mito y de la magia, anteriores a la historia, a quien los irlandeses contemporáneos escuchan todavía, horas y horas, encandilados. Siempre supe que aquella emoción intensa con que viví ese viaje a Irlanda gracias al seanchaí, fue metafórica, una manera de escuchar, a través de él, al hablador y de vivir la ilusión de formar parte, apretado entre sus oyentes, de un auditorio machiguenga.

Y, por fin, mañana, de esta manera impremeditada, y guiado nada menos que por los propios esposos Schneil, iba a conocer a los machiguengas. ¿La vida tenía cosas de novela, pues? Sí señor, las tenía. «Te he dicho que quiero terminar con un zoom, coño, Alejandro», desvarió Lucho Llosa, en la cama de al lado, revolviéndose bajo el mosquitero.

Partimos al amanecer, en dos monomotores Cessna del Instituto, con tres pasajeros en cada uno. El piloto del avioncito en que iba yo, pese a su cara de adolescente, llevaba ya varios años con los lingüistas misioneros y, antes de pilotar sus aviones en la Amazonía, lo había hecho en las selvas de Centroamérica y en las de Borneo. Era una mañana diáfana, en la que, desde el aire, se podía seguir con pulcritud todos los meandros del Ucayali, primero, y, luego, del Urubamba -sus islotes, sus lanchas tartamudas con motor fuera de borda o pequepeques, sus canoas, sus caños, sus pongos, sus afluentes- y las diminutas aldeas que, muy de tanto en tanto, abrían un claro de cabañas y de tierra rojiza en la interminable llanura verde. Pasamos sobre la Colonia Penal del Sepa y sobre la misión dominicana de Sepahua y luego abandonamos el curso del Alto Urubamba, para seguir la enrevesada trayectoria del río Mipaya, una serpiente lodosa a cuyas orillas, a eso de las diez de la mañana, avistamos nuestro primer destino: Nuevo Mundo.

El nombre del Mipaya tenía resonancias históricas.

Bajo esta maraña vegetal proliferaron, hacía un siglo, campamentos caucheros Después de la terrible mortandad que la tribu sufrió, pasivamente, en los años del caucho, los ex caucheros arruinados intentaron en la década del veinte abrir haciendas en esta zona, proveyéndose de brazos mediante el viejo sistema de las cacerías de indígenas. Fue entonces que, aquí, a orillas del Mipaya, se produjo el único caso conocido en la historia de resistencia machiguenga. Cuando un hacendado de la región vino a llevarse a los jóvenes y a las mujeres, los machiguengas los recibieron a flechazos y mataron e hirieron a varios viracochas, antes de ser exterminados. La selva había cubierto el escenario con su espesa maleza de troncos, ramas, hojarasca, y no quedaba ya rastro de aquellas ignominias. Antes de aterrizar, el piloto trazó varios círculos sobre la veintena de cabañas de techos cónicos, a fin de que los machiguengas de Nuevo Mundo retiraran a los niños de la única calle del poblado, que servía de pista de aterrizaje.

Los Schneil venían en el mismo avión que yo, y, apenas los vieron descender del aparato, un centenar de vecinos los rodeó, dando muestras de mucha excitación y alegría. Todos pugnaban por tocarlos, palmearlos, y unos y otros hablaban al mismo tiempo en un lenguaje cadencioso, áspero, lleno de modulaciones extremas. Salvo la maestra, quien vestía falda y blusa y calzaba sandalias, todos los machiguengas andaban descalzos, ellos con un breve taparrabo o con cushma y ellas también con esas túnicas de algodón, ocres o grises, comunes a muchas tribus. Sólo algunas ancianas llevaban la pampanilla, delgada manta recogida en la cintura que les dejaba los pechos al aire. Casi todos, hombres y mujeres, lucían tatuajes rojizos o negros.

Ahí estaban, pues. Ésos eran los machiguengas.

No tuve ni tiempo de conmoverme. Para aprovechar al máximo la luz nos pusimos a trabajar de inmediato y, afortunadamente, ninguna catástrofe nos impidió tomar imágenes de las cabañas -todas idénticas: una simple plataforma de troncos sostenida sobre pilotes, unos delgados tabiques de caña que sólo cubrían la mitad de los lados, el penacho de hojas de palmera que era el techo, y unos interiores austeros, pues sólo albergaban esteras enrolladas, bateas, redes de pescar, arcos y flechas y puñaditos de yuca, maíz y unos porongos- ni entrevistar a la maestra, la única que podía expresarse, aunque con dificultad, en español. Era también la administradora de la tienda del pueblo, adonde dos veces al mes llegaba un lancha trayendo provisiones. Mis intentos de obtener de ella alguna información sobre los habladores fueron inútiles. ¿Alcanzaba a entender a quiénes me refería? Parecía que no. Me miraba con una expresión sorprendida, ligeramente inquieta, como rogándome que me volviera inteligible.

Aunque no podíamos conversar directamente con ellos, sino a través de los Schneil, los otros machiguengas se mostraron bastante serviciales y pudimos grabar algunos cantos y bailes y la refinada operación mediante la cual una anciana se iba pintando, en la cara, dibujos geométricos, con tintura de achiote. Tomamos vistas de los nacientes sembríos, de los corralitos de aves, de la escuela, y la maestra se empeñó en que escucháramos a los alumnos cantar el Himno Nacional en machiguenga. Uno de los niños tenía la cara destruida por esa especie de lepra que es la uta -los machiguengas la atribuyen a la picadura de una luciérnaga de color rosado, con el abdomen hirviendo de puntitos brillantes- y, por la manera desinhibida y natural con que actuaba y correteaba entre los otros chiquillos, no parecía, a simple vista al menos, objeto de discriminación y burlas a causa de su deformidad.

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