¿De qué hablaba? Bueno, imposible recordarlo. ¡Qué caos! De todo un poco, de las cosas que se le venían a la cabeza. De lo que había hecho la víspera y de los cuatro mundos del cosmos machiguenga, de sus viajes, de hierbas mágicas, de las gentes que había conocido y de los dioses, diosecillos y seres fabulosos del panteón de la tribu. De los animales que había visto y de la geografía celeste, un laberinto de ríos cuyos nombres no hay quien recuerde. A Edwin Schneil le costaba trabajo seguir, concentrado, ese torrente de palabras en que se saltaba dé una cosecha de yucas a los ejércitos de demonios de Kientibakori, el espíritu del mal, y de allí a los partos, matrimonios y muertes en las familias o las iniquidades del tiempo de la sangría de árboles, como llamaban ellos a la época del caucho. Muy pronto, Edwin Schneil estuvo más interesado que en el hablador, en la atención fascinada, estática, con que los machiguengas lo escuchaban, celebrando sus chistes a grandes carcajadas o entristeciéndose con él. Las pupilas ávidas, boquiabiertos, las cabezas enhiestas, no se perdían una pausa, una inflexión, de lo que el hombre decía.
Yo escuchaba al lingüista como ellos a aquél. Sí, existían, y se parecían a los de mi sueños.
– La verdad, me acuerdo poco de lo que contaba -dijo Edwin Schneil-. Le doy sólo unos ejemplos. ¡Qué mescolanza! Me acuerdo, sí, que contó la ceremonia de iniciación de un joven chamán, con el ayahuasca, bajo la dirección de un seripigari. Relató las visiones que tuvo. Extrañas, incoherentes, como ciertos poemas modernos. Habló, también, de las propiedades de un pajarito, el chobíburiti; si se entierran los huesecillos del ala, machacados, en el suelo de la casa, está garantizada la concordia familiar.
– Aplicamos la receta y, la verdad, no nos dio tan buenos resultados -bromeó la señora Schneil-. ¿Qué dices tú, Edwin?
Él se rió.
– Los entretienen, son sus películas, su televisión -añadió, ya serio, después de una pausa-. Sus libros, sus circos, esas diversiones que tenemos los civilizados. Para ellos, la diversión es una sola en el mundo. Los habladores no son nada más que eso.
– Nada menos que eso -lo corregí yo, suavemente.
– ¿Sí? -dijo él, desconcertado-. Bueno, sí. Pero, perdóneme que insista, no creo que haya nada religioso detrás. Por eso llama la atención todo ese misterio, el secreto de que los rodean.
– Se rodea de misterio lo que para uno es importante -se me ocurrió decir.
– Sobre eso no hay la menor duda -afirmó la señora Schneil-. Para ellos, los habladores son muy importantes. Pero no hemos descubierto por qué.
Pasó otra sombra furtiva, crepitó y los Schneil crepitaron. Le pregunté a Edwin si había conversado, aquella vez, con el viejo hablador.
– Apenas tuve tiempo. La verdad, cuando terminó de hablar, ya estaba rendido, me dolían todos los huesos. Así que en seguida me dormí. Dése cuenta, cuatro o cinco horas sentado, sin cambiar de postura, después de remar contra la corriente casi todo el día. Y oyendo ese chisporroteo de anécdotas. No tenía ánimos para nada. Me eché a dormir y, cuando desperté, el hablador ya se había marchado. Como a los machiguengas no les gusta hablar del asunto, no he vuelto a saber de él.
Ahí estaba. En la rumorosa oscuridad de Nueva Luz que me envolvía, lo vi: la piel entre cobriza y verdosa, recogida por los años en pliegues innumerables; los pómulos, la nariz, la frente engalanada con rayas y círculos cuya función era protegerlo de la zarpa y los colmillos de la fiera, las inclemencias de los elementos y la magia y los dardos del enemigo; bajito, de piernas cortas y nudosas, un pequeño lienzo en la cintura, y, sin duda, un arco y un bolsón lleno de flechas en la mano. Ahí estaba: andando entre los matorrales y los troncos, semiinvisible en la tupida maraña, andando, andando, después de haber hablado diez horas, hacia su próximo auditorio, para seguir hablando. ¿Cuántos años llevaba haciéndolo? ¿Cómo había comenzado? ¿Era un quehacer que se heredaba? ¿Uno lo elegía? ¿Se lo imponían los demás?
La voz de la señora Schneil borró la imagen:
– Cuéntale del otro hablador -dijo-. Ese que fue tan agresivo. El albino. Le interesará, sin duda.
– Bueno, no sé si era realmente un albino -se rió, en la oscuridad, Edwin Schneil-. Le decíamos también el gringo, entre nosotros.
Esta vez no había sido de casualidad. Edwin Schneil estaba en un asentamiento del río Timpía, con una familia de antiguos conocidos, cuando sorpresivamente llegaron allí otras familias de los contornos, en estado de gran excitación. Edwin advirtió conciliábulos; lo señalaban, se apartaban para discutir. Adivinó el motivo de su alarma. Les dijo que no se preocuparan, se iría de inmediato. Hubo un momentáneo consenso sin embargo, a insistencia de los dueños de casa, y le indicaron que podía quedarse. Pero cuando llegó el que esperaban, surgió una nueva discusión, áspera, larga, porque el hablador exigió de mal modo, gesticulando, que el forastero se fuera, en tanto que la familia del lugar estaba empeñada en que se quedara. Edwin Schneil optó por despedirse de sus huéspedes, diciéndoles que no quería ser la causa de una disputa. Hizo un lío con sus cosas y se marchó. Iba rumbo a otro asentamiento, por la trocha, cuando los machiguengas donde estuvo alojado vinieron a darle alcance. Podía regresar, podía quedarse. Habían convencido al hablador.
– La verdad, no estaban convencidos ni unos ni otros de que yo me quedara y menos todavía que ellos el hablador -añadió-. A éste no le hacía ninguna gracia mi presencia allí. Me hizo sentir su hostilidad no mirándome ni una sola vez. Ésa es la manera machiguenga: volverlo a uno invisible con su odio. Pero esa familia del Timpía y nosotros teníamos una relación muy estrecha, un parentesco espiritual, nos tratábamos de «padres» e «hijos»…
– ¿Es muy fuerte la ley de la hospitalidad entre los machiguengas?
– La ley del parentesco, más bien -dijo la señora Schneil-. Si unos «parientes» van a alojarse a casa de otros, son tratados como príncipes. No ocurre con frecuencia, por las grandes distancias a que viven. Por eso hicieron regresar a Edwin y se resignaron a que oyera al hablador. No querían ofender a un «pariente».
– Mejor hubieran sido menos hospitalarios y me hubieran dejado partir -suspiró Edwin Schneil-. Todavía me duelen los huesos, y, sobre todo, la boca, de tanto bostezar, recordando esa noche.
El hablador había comenzado sus relatos al atardecer, antes de que se ocultara el sol, y habló todo el resto de la noche, sin interrupción. Cuando calló, la luz encendía las copas de los árboles. Era cerca de media mañana. Edwin Schneil tenía las piernas tan acalambradas, tantas agujetas en el cuerpo, que habían tenido que ayudarlo a ponerse de pie, a dar unos pasos, a aprender de nuevo a andar.
– Nunca he sentido tanta desazón en mi vida -murmuró-. No podía más de la fatiga, de la incomodidad. Toda una noche resistiendo el sueño, el dolor de los músculos. Si me hubiera levantado, se hubieran resentido muchísimo. Sólo la primera hora, o tal vez las dos primeras, estuve siguiendo los cuentos. Después, no hice otra cosa que luchar conmigo mismo para no caer dormido. Y, a pesar de mis esfuerzos, todo el tiempo se me iba la cabeza a un lado y a otro, como el badajo de una campana.
Se rió, bajito, enfrascado en sus recuerdos.
– Edwin todavía tiene pesadillas, acordándose de esa noche en vela, aguantando los bostezos y sobándose las piernas -se rió la señora Schneil.
– ¿Y el hablador? -pregunté.
– Tenía un gran lunar -dijo Edwin Schneil. Hizo una pausa, buscando sus recuerdos o las palabras para describirlos-. Y unos pelos más colorados que los míos. Un tipo raro. Lo que los machiguengas llaman un serigórompi. Quiere decir un excéntrico, alguien distinto de lo normal. Por esos pelos color zanahoria le decimos el albino, el gringo, entre nosotros.
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