Mario Llosa - El Hablador

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Dos narraciones alternan, en El hablador, para relatarnos el anverso y reverso de una historia singular. Por una parte, un narrador principal (que, al igual que en La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta, parecería identificarse con el autor) evoca sus recuerdos de un compañero de juventud limeño, apodado Mascarita, que siente fascinación por una pequeña cultura primitiva, por otra parte, un anónimo contador ambulante de historias -un `hablador`-, viviente memoria colectiva de los indios machiguengas de la Amazonia peruana, nos narra, en un lenguaje de desusada poesía y de magia, su propia existencia y la historia y mitos de su pueblo. La confluencia final de los dos relatos, al revelar su secreta unidad, muestra las misteriosas relaciones de la ficción con las sociedades y con los individuos, su razón de ser, sus mecanismos y sus efectos en la vida. Por su dominio expresivo y la problemática abordada, El hablador es una de las más significativas y originales aportaciones de la narrativa de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

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Mario Vargas Llosa El Hablador A Luis Llosa Ureta en su silencio y a - фото 1

Mario Vargas Llosa

El Hablador

A Luis Llosa Ureta,

en su silencio,

y a los kenkitsatatsirira machiguengas.

I

VINE a Firenze para olvidarme por un tiempo del Perú y de los peruanos y he aquí que el malhadado país me salió al encuentro esta mañana de la manera más inesperada. Había visitado la reconstruida casa de Dante, la iglesita de San Martino del Vescovo y la callejuela donde la leyenda dice que aquél vio por primera vez a Beatrice, cuando, en el pasaje de Santa Margherita, una vitrina me paró en seco: arcos, flechas, un remo labrado, un cántaro con dibujos geométricos y un maniquí embutido en una cushma de algodón silvestre. Pero fueron tres o cuatro fotografías las que me devolvieron, de golpe, el sabor de la selva peruana. Los anchos ríos, los corpulentos árboles, las frágiles canoas, las endebles cabañas sobre pilotes y los almácigos de hombres y mujeres, semidesnudos y pintarrajeados, contemplándome fijamente desde sus cartulinas brillantes.

Naturalmente, entré. Con un extraño cosquilleo y el presentimiento de estar haciendo una estupidez, arriesgándome por una curiosidad trivial a frustrar de algún modo el proyecto tan bien planeado y ejecutado hasta ahora -leer a Dante y Machiavelli y ver pintura renacentista durante un par de meses, en irreductible soledad-, a provocar una de esas discretas hecatombes que, de tanto en tanto, ponen mi vida de cabeza. Pero, naturalmente, entré.

La galería era minúscula. Un solo cuarto de techo bajo en el que, para poder exhibir todas las fotografías, habían añadido dos paneles, atiborrados también de imágenes por ambos lados. Una muchacha flaca, de anteojos, sentada detrás de una mesita, me miró. ¿Se podía visitar la exposición «I nativi della foresta amazónica»?

– Ceno. Avanti, avanti.

No había objetos en el interior de la galería, sólo fotos, lo menos una cincuentena, la mayoría bastante grandes. Carecían de leyendas, pero alguien, acaso el mismo Gabriele Malfatti, había escrito un par de cuartillas indicando que las fotografías fueron tomadas en el curso de un viaje de dos semanas por la región amazónica de los departamentos del Cusco y de Madre de Dios, en el Oriente peruano. El artista se había propuesto describir, «sin demagogia ni esteticismo», la existencia cotidiana de una tribu que, hasta hacía pocos años, vivía casi sin contacto con la civilización, diseminada en unidades de una o dos familias. Sólo en nuestros días comenzaba a agruparse en esos lugares documentados por la muestra, pero muchos permanecían aún en los bosques. El nombre de la tribu estaba castellanizado sin errores: los machiguengas.

Las fotos materializaban bastante bien el propósito de Malfatti. Allí estaban los machiguengas lanzando el arpón desde la orilla del río, o, semiocultos en la maleza, preparando el arco en pos del ronsoco o la huangana; allí estaban, recolectando yucas en los diminutos sembríos desparramados en torno a sus flamantes aldeas -acaso las primeras de su larga historia-, rozando el monte a machetazos y entreverando las hojas de las palmeras para techar sus viviendas. Una ronda de mujeres tejía esteras y canastas: otra preparaba coronas, engarzando vistosas plumas de loros y guacamayos en aros de madera. Allí estaban, decorando minuciosamente sus caras y sus cuerpos con tintura de achiote, haciendo fogatas, secando unos cueros, fermentando la yuca para el masato en recipientes en forma de canoa. Las fotos mostraban con elocuencia cuán pocos eran en esa inmensidad de cielo, agua y vegetación que los rodeaba, su vida frágil y frugal, su aislamiento, su arcaísmo, su indefensión. Era verdad: sin demagogia ni esteticismo.

Esto que voy a decir no es una invención a posteriori ni un falso recuerdo. Estoy seguro de que pasaba de una foto a la siguiente con una emoción que, en un momento dado, se volvió angustia. ¿Qué te pasa? ¿Qué podrías encontrar en estas imágenes que justifique semejante ansiedad?

Desde las primeras fotos había reconocido los claros donde se alzan Nueva Luz y Nuevo Mundo -no hacía tres años que había estado en ellos- e, incluso, al ver una panorámica del último de estos lugares, la memoria me resucitó en el acto la sensación de catástrofe con que viví el aterrizaje acrobático que hicimos allí, aquella mañana, en el Cessna del Instituto Lingüístico, esquivando niños machiguengas. También me había parecido reconocer algunas caras de los hombres y mujeres con quienes, ayudado por Mr. Schneil, conversé. Y esto fue una certidumbre cuando, en otra de las fotografías, vi, con la misma barriguita hinchada y los mismos ojos vivos que conservaba en mi recuerdo, al niño de boca y nariz comidas por la uta. Mostraba a la cámara, con la misma inocencia y naturalidad con que nos lo había mostrado a nosotros, ese hueco con colmillos, paladar y amígdalas que le daba un aire de fiera misteriosa.

La fotografía que esperaba desde que entré a la galería, apareció entre las últimas. Al primer golpe de vista se advertía que aquella comunidad de hombres y mujeres sentados en círculo, a la manera amazónica -parecida a la oriental: las piernas en cruz, flexionadas horizontalmente, el tronco muy erguido-, y bañados por una luz que comenzaba a ceder, de crepúsculo tornándose noche, estaba hipnóticamente concentrada. Su inmovilidad era absoluta. Todas las caras se orientaban, como los radios de una circunferencia, hacia el punto central, una silueta masculina que, de pie en el corazón de la ronda de machiguengas imantados por ella, hablaba, moviendo los brazos. Sentí frió en la espalda. Pensé: «¿Cómo consiguió este Malfatti que le permitieran, cómo hizo para…?» Bajé, acerqué mucho la cara a la fotografía. Estuve viéndola, oliéndola, perforándola con los ojos y la imaginación hasta que noté que la muchacha de la galería se levantaba de su mesita y venía hacia mí, inquieta.

Haciendo un esfuerzo por serenarme le pregunté si las fotografías se vendían. No, creía que no. Eran de la Editorial Rizzoli. Iba a publicar un libro con ellas, parecía. Le pedí que me pusiera en contacto con el fotógrafo. No iba a ser posible, desgraciadamente:

– II signore Gabriele Malfatti é morto.

¿Muerto? Sí. De unas fiebres. Un virus contraído en aquellas selvas, forse. ¡El pobre! Era un fotógrafo de modas, había trabajado para Vogue, para Uomo, revistas así, fotografiando modelos, muebles, joyas, vestidos. Se había pasado la vida soñando con hacer algo distinto, más personal, como este viaje a la Amazonía. Y cuando al fin pudo hacerlo y le iban a publicar un libro con su trabajo ¡se moría! Y, ahora, le dispiaceva, pero era la hora del pranzo y tenía que cerrar.

Le agradecí. Antes de salir a enfrentarme una vez más con las maravillas y las hordas de turistas de Firenze, todavía alcancé a echar una última ojeada a la fotografía. Sí. Sin la menor duda. Un hablador.

II

SAÚL ZURATAS tenía un lunar morado oscuro, vino vinagre, que le cubría todo el lado derecho de la cara y unos pelos rojos y despeinados como las cerdas de un escobillón. El lunar no respetaba la oreja ni los labios ni la nariz a los que también erupcionaba de una tumefacción venosa. Era el muchacho más feo del mundo; también, simpático y buenísimo. No he conocido a nadie que diera de entrada, como él, esa impresión de persona tan abierta, sin repliegues, desprendida y de buenos instintos, nadie que mostrara una sencillez y un corazón semejantes en cualquier circunstancia. Lo conocí cuando dábamos los exámenes de ingreso a la Universidad y fuimos bastante amigos -en la medida en que se puede ser amigo de un arcángel- sobre todo los dos primeros años, que cursamos juntos en la Facultad de Letras. El día en que lo conocí me advirtió, muerto de risa, señalándose el lunar:

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