– Me dicen Mascarita, compadre. A que no adivinas por qué.
Con este apodo lo llamábamos también nosotros, en San Marcos.
Había nacido en Talara y compadreaba a todo el mundo. Palabras y dichos de la jerga callejera brotaban en cada frase que decía, dando incluso a sus conversaciones íntimas un aire de chacota. Su problema, decía, era que su padre había ganado demasiado con el almacén allá en el pueblo, tanto que un buen día decidió trasladarse a Lima. Y desde que se habían venido a la capital al viejo le había dado por el judaísmo. No era muy religioso allá en el puerto piurano, que Saúl recordara. Alguna vez lo había visto leyendo la Biblia, sí, pero nunca se preocupó de inculcarle a Mascarita que pertenecía a otra raza y a otra religión que las de los muchachos del pueblo. Aquí en Lima, en cambio, sí. ¡Qué vaina! A la vejez viruelas. O, mejor dicho, la religión de Abraham y Moisés. ¡Pucha! Nosotros éramos unos suertudos siendo católicos. La religión católica era un pan con mantequilla de simple, una misita de media hora cada domingo y unas comuniones cada primer viernes de mes que se pasaban al vuelo. Él, en cambio, tenía que zambullirse los sábados en la sinagoga, horas y horas, aguantando los bostezos y fingiendo interesarse por los sermones del rabino -que no entendía ni jota- para no decepcionar a su padre, quien, después de todo, era viejón y buenísima gente. Si Mascarita le hubiera dicho que hacía tiempo había dejado de creer en Dios y que, en resumidas cuentas, eso de pertenecer al pueblo elegido a él le importaba un comino, al pobre Don Salomón le hubiera dado un patatús.
Conocí a Don Salomón no mucho después que a Saúl, un domingo. Éste me había invitado a almorzar. La casa estaba en Breña, a la espalda del Colegio La Salle, en una transversal alicaída de la avenida Arica. Era una vivienda profunda, repleta de muebles viejos, y con un lorito hablador de nombre y apellidos kafkianos que repetía todo el tiempo el apodo de Saúl: «¡Mascarita! -¡Mascar¡ta!» Padre e hijo vivían solos, con una sirvienta que se había venido con ellos de Talara y que, además de hacerles la cocina, ayudaba a Don Salomón en la tienda de abarrotes que había abierto en Lima. «Ésa, la de la tela metálica con una estrella de seis puntas, compadre. Se llama La Estrella por la estrella de David, ¿te das cuenta?»
Me impresionaron el afecto y las atenciones que Mascarita prodigaba a su padre, un anciano curvo, sin afeitar, que arrastraba unos pies deformados por los juanetes en unos zapatones que parecían coturnos romanos. Hablaba español con fuerte acento ruso o polaco, y eso que, me dijo, llevaba ya más de veinte años en el Perú. Tenía un aire socarrón y simpático: «Yo, de chico, quería ser trapecista de circo, pero la vida acabó metiéndome de mercachifle, vea usted qué decepción.» ¿Era Saúl su único hijo? Sí, lo era.
¿Y la madre de Mascarita? Había muerto a los dos años de trasladarse la familia a Lima. Hombre, qué pena, a juzgar por esa foto tu mamá debía ser muy joven ¿no, Saúl? Sí, lo era. Bueno, por una parte claro que a Mascarita lo apenaba su muerte. Pero, por otra, tal vez hubiera sido mejor para ella cambiar de vida. Porque su pobre vieja sufría muchísimo en Lima. Me hizo señas de que me acercara y bajó la voz (precaución inútil porque habíamos dejado a Don Salomón profundamente dormido en una mecedora del comedor y nosotros conversábamos en su cuarto) para decirme:
– Mi mamá era una criollita de Talara que el viejo se levantó al poco tiempo de llegar como refugiado. Parece que la tuvo arrejuntada nomás, hasta que nací yo. Sólo entonces se casaron. ¿Te imaginas lo que es para un judío casarse con una cristiana, con lo que llamamos una goie ? No, no te lo imaginas.
Allá en Talara la cosa no había tenido la menor importancia porque las dos familias judías del lugar estaban medio disueltas en la sociedad local. Pero, al instalarse en Lima, la madre de Saúl tuvo múltiples problemas. Extrañaba mucho su tierra, desde el calorcito y el cielo sin nubes, de sol radiante todo el año, hasta sus parientes y amistades. Por otra parte, la comunidad judía de Lima nunca la aceptó, por más que ella, para darle gusto a Don Salomón, se había dado el baño lustral y se había hecho instruir por el rabino a fin de cumplir con todos los ritos de la conversión. En realidad -y Saúl me guiñó un ojo travieso- la comunidad no la aceptaba no tanto por ser una goie como por ser una criollita de Talara, una mujer sencilla, sin educación, que apenas sabía leer. Porque los judíos de Lima se habían vuelto unos burgueses, compadre.
Me decía todo esto sin asomo de rencor ni dramatismo, con una aceptación tranquila de algo que, por lo visto, no hubiera podido ocurrir de otra manera. «Yo y mi vieja nos llevábamos como uña y carne. Ella también se aburría como ostra en la sinagoga y, sin que Don Salomón se diera cuenta, para que esos sábados religiosos se pasaran más rápido, jugábamos disimuladamente al Yan-Ken-Po. A la distancia. Ella se sentaba en la primera fila de la galería y yo abajo, con los hombres. Movíamos las manos al mismo tiempo y a veces nos venían ataques de risa que espantaban a los piadosos.» Se la había llevado un cáncer fulminante, en pocas semanas. Y, desde su muerte, a Don Salomón se le vino el mundo abajo.
– Ese viejito que has visto ahí, durmiendo la siesta, era hace un par de años un hombre entero, lleno de energía y amor a la vida. La muerte de mi vieja lo demolió.
Saúl había entrado a San Marcos, a seguir abogacía, para dar gusto a Don Salomón. Por él, se hubiera puesto más bien a ayudarlo en La Estrella, que le daba muchos dolores de cabeza a su padre y le exigía más esfuerzo de los que se merecía, a sus años. Pero Don Salomón fue terminante. Saúl no pondría los pies detrás de ese mostrador. Saúl jamás atendería a un cliente. Saúl no sería un comerciante como él.
– Pero ¿por qué, viejito? ¿Tienes miedo de que con esta cara te ahuyente a la clientela? -Me decía esto entre carcajadas-. La verdad es que, ahora que ha podido ahorrar unos solcitos, Don Salomón quiere que la familia se vuelva importante. Ya me ve llevando el apellido Zuratas a la diplomacia o a la Cámara de Diputados. ¡Pa su diablo!
Volver ilustre el apellido familiar ejerciendo una profesión liberal, era algo que a Saúl tampoco le ilusionaba mucho. ¿Qué le interesaba en la vida? No lo sabía aún, sin duda. Lo fue descubriendo en esos meses y años que fueron los de nuestra amistad, en la década de los cincuenta, en ese Perú que iba pasando -mientras Mascarita, yo, nuestra generación, nos volvíamos adultos de la mentirosa tranquilidad de la dictadura del general Odría a las incertidumbres y novedades del régimen democrático, que renació en 1956, cuando Saúl y yo estábamos en el tercer año.
Para entonces, sin la menor duda, ya había descubierto lo que le interesaba en la vida. No de manera relampagueante, ni con la seguridad que después, pero, en todo caso, el extraordinario mecanismo estaba ya en marcha y, pasito a paso, empujándolo un día acá, otro allá, iba trazando ese laberinto en el que Mascarita entraría para no salir jamás. En 1956 estudiaba Etnología al mismo tiempo que Derecho y había estado varias veces en la selva. ¿Sentía ya esa fascinación de embrujado por los hombres del bosque y la Naturaleza sin hollar, por las culturas primitivas, minúsculas, desperdigadas en las colinas montuosas de la ceja de montaña y la llanura de la Amazonía? ¿Ardía ya en él ese fuego solidario brotado oscuramente de lo más hondo de su personalidad por esos compatriotas nuestros que desde tiempos inmemoriales vivían allá, acosados y lastimados, entre los anchos y lentos ríos, con taparrabos y tatuajes, adorando los espíritus del árbol, la serpiente, la nube y el relámpago? Sí, ya había comenzado todo eso. Y yo me di cuenta de ello a raíz de aquel incidente en el billar, ocurrido a los dos o tres años de conocernos.
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