Mascarita no se enojaba conmigo, porque él no se enojaba nunca por nada y con nadie, y tampoco adoptaba un aire superior de te-perdono-porque-no-sabes-loque-dices. Pero yo sentía, cuando le lanzaba estas provocaciones, que le dolían como si hubiera hablado mal de Don Salomón Zuratas. Lo disimulaba perfectamente, eso sí. Había conseguido ya, quizás, el ideal machiguenga de no sentir jamás rabia para que las líneas paralelas que sostienen al mundo no cedan. No aceptaba, por lo demás, discutir éste ni cualquier otro asunto de manera general, en términos ideológicos. Tenía una resistencia congénita a todo tipo de pronunciamiento abstracto. Los problemas siempre se planteaban para él de manera concreta: lo que había visto con sus ojos y las consecuencias que cualquiera con algo de seso en la mollera podía colegir que aquello tendría en un futuro.
– La pesca con explosivos, por ejemplo. Se supone que está prohibida. Pero, anda y mira, compadre. No hay río o quebrada en toda la selva donde los serranos y los viracochas -así nos llaman a los blancos- no ahorren tiempo pescando al por mayor, con dinamita. ¡Ahorren tiempo! ¿Te imaginas lo que eso significa? Cartuchos de dinamita pulverizando día y noche los bancos de peces. Las especies están desapareciendo, viejito.
Discutíamos en una mesa del Bar Palermo, en La Colmena, tomando cerveza. Afuera había sol, gente apurada, destartalados automóviles de agresivas bocinas y nos rodeaba esa atmósfera humosa, con olor a grasa frita y a orines, de los cafetines del centro de Lima.
– ¿Y la pesca con venenos, Mascarita? ¿No la inventaron acaso los indios de las tribus? También ellos son unos depredadores de la Amazonía, pues.
Se lo dije para que descargara su artillería pesada contra mí. Y la disparó, por supuesto. Era falso, falsísimo. Pescaban con barbasco y cumo, pero en los caños o brazos de río y en las pozas que quedan en las islas cuando las aguas merman. Y sólo en ciertas épocas del año. Jamás en los períodos de desove, que conocían al dedillo. En esas fechas pescaban con redes, arpones y trampas, o con sus manos peladas, te quedarías bizco si los vieras, compadrito. En cambio, los criollos usaban el barbasco y el cumo todo el año, en cualquier parte. Aguas envenenadas miles y miles de veces, a lo largo de decenios. ¿Me daba cuenta? No sólo liquidaban a las crías en los tiempos de desove, también pudrían las raíces de los árboles y plantas de las orillas.
¿Los idealizaba? Estoy seguro que sí. Y, también, tal vez sin proponérselo, exageraba los desastres para fortalecer sus argumentos. Pero era evidente que a Mascarita esas crías de sábalos y bagres envenenados por los tallos del barbasco y el cumo, y los paiches destrozados por los explosivos de los pescadores de Loreto, Madre de Dios, San Martín o Amazonas, le apenaban ni más ni menos que si la víctima hubiera sido su lorito hablador. Y era lo mismo, por supuesto, cuando se refería a las talas masivas ordenadas por los madereros -«Mi tío Hipólito es uno de ellos, aunque me cueste decirlo»- que estaban acabando con los árboles más valiosos. Me habló largamente de las prácticas de los viracochas y serranos bajados de los Andes a conquistar la selva, de desbrozar el bosque mediante incendios que carbonizaban inmensas extensiones de tierras, que, luego de una o dos cosechas, por la falta de humus vegetal y la erosión causada por las aguas, se volvían estériles. Y nada se diga, compadre, del exterminio de animales, la codicia frenética de cueros que, por ejemplo, había hecho de jaguares, lagartos, pumas, serpientes y decenas de animales, rarezas biológicas en vías de extinción. Fue un largo discurso, que recuerdo muy bien por algo que surgió ya al final de la conversación, cuando habíamos despachado varias botellas de cerveza y unos panes con chicharrón (que a él le encantaban). De los árboles y los peces volvía siempre en su perorata al motivo central de sus alarmas: las tribus. También ellas, a este paso, se extinguirían.
– ¿En serio te parece que la poligamia, el animismo, la reducción de cabezas y la hechicería con cocimientos de tabaco representan una forma superior de cultura, Mascarita?
Un serranito echaba baldazos de aserrín sobre los escupitajos y demás suciedades del suelo de losetas rojizas del Bar Palermo y un chino iba detrás, barriendo. Saúl me quedó mirando un buen rato, sin responder. Por fin, negó con la cabeza.
– Superior, no. Nunca lo he dicho ni creído, hermanito. -Se había puesto muy serio-. Inferior, tal vez, si eso se mide en términos de mortalidad infantil, de situación de la mujer, de monogamia o poligamia, de artesanía e industria. No creas que los idealizo. Para nada.
Se calló, como distraído por algo, tal vez aquella disputa en una mesa vecina que se enardecía o enfriaba simétricamente desde que estábamos allá. Pero no era eso. Lo habían distraído sus recuerdos. Y me pareció que, de pronto, se entristecía.
– Hay entre los hombres que andan y los de otras tribus, cosas que te chocarían mucho, mi viejo. No lo niego.
Por ejemplo, que los aguarunas y huambisas del Alto Marañón arrancaran el himen de sus hijas con sus manos y se lo comieran al tener ellas la primera sangre, que en muchas tribus existiera la esclavitud y que en algunas comunidades se dejara morir a los viejos al primer síntoma de debilidad, so pretexto de que sus almas habían sido llamadas y de que su destino estaba cumplido. Pero lo peor de todo, tal vez lo más difícil de aceptar desde nuestro punto de vista, era eso que con un poco de humor negro se podía llamar el perfeccionismo de las tribus de la familia arawak. ¿El perfeccionismo, Saúl? Sí, algo que de entrada me parecería, como le había parecido a él, tan cruel, compañerito. Que a los niños que nacían con defectos físicos, cojos, mancos, ciegos, con más o menos dedos de los debidos o el labio leporino, los mataran las mismas madres echándolos al río o enterrándolos vivos. A quién no le iban a chocar esas costumbres, por supuesto.
Me escrutó un buen rato, en silencio, pensativo, como si estuviera buscando las palabras justas de lo que quería decirme. De pronto, se tocó el inmenso lunar.
– Yo no hubiera pasado el examen, compadre. A mí me hubieran liquidado -susurró-. Dicen que los espartanos hacían lo mismo, ¿no? Que a los monstruitos, a los gregorios samsas, los despeñaban desde el monte Taigeto, ¿no?
Se rió, me reí, pero ambos sabíamos que no estaba bromeando y que no había razón alguna para reírse. Me explicó que, curiosamente, esos implacables con los recién nacidos defectuosos eran sin embargo muy tolerantes con los que, ya niños o adultos, resultaban víctimas de algún accidente o enfermedad que los averiaba físicamente. Saúl, al menos, no había notado hostilidad hacia los inválidos o hacia los locos en las tribus. Su mano seguía siempre sobre la escama morada de su media cara.
– Pero eso es lo que son y debemos respetarlos. Ser así los ha ayudado a vivir cientos de años, en armonía con sus bosques. Aunque no entendamos sus creencias y algunas de sus costumbres nos duelan, no tenemos derecho a acabar con ellos.
Creo que aquella mañana, en el Bar Palermo, fue la única vez en que aludió, no en broma sino en serio, incluso con dramatismo, a eso que, por más que lo disimulara con tanta elegancia, tenía que ser una tragedia en su vida, la excrecencia que hacía de él un motivo ambulante de burla y de asco, y que debía afectar todas sus relaciones, especialmente con las mujeres. (Era con ellas de una gran timidez; yo había advertido, en la Universidad, que las evitaba y que sólo trababa conversación con alguna de nuestras compañeras cuando ella le dirigía la palabra.) Retiró por fin la mano de su cara, con un gesto de fastidio, como arrepentido de haberse tocado el lunar, y se lanzó en un nuevo sermón:
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