Diciendo, diciendo, Tasurinchi pasó a hacer lo que decía. Empezó a cazar venados. Les seguía la huella hasta la collpa donde iban a lamer la tierra salobre. Los 185
seguía hasta el remanso donde se reunían a beber. Buscaba las cuevas donde las hembras iban a parirlos. Se apostaba en un escondite y, viendo al venado, lo flechaba. Ellos agonizaban mirándolo con sus ojazos. Apenados, como preguntando: «¿qué me has hecho?» Él se los ponía en el hombro. Contento, tal vez. Sin importarle mancharse con la sangre de lo que había cazado. Nada le importaría ya, pues. Nada temería. Lo llevaba a su casa y le ordenaba a su mujer: «Cocínalo. Como a sachavaca, igual)), diciéndole. Ella le obedecía temblando de miedo. A veces, trataba de prevenirlo. «Esta comida nos va a traer daños», lloriqueando. «A ti y a mí y a todos, tal vez. Es como si te comieras a tus hijos o a tus madres, pues, Tasurinchi. ¿Somos chonchoites, acaso? ¿Cuándo ha comido el machiguenga carne humana?» Él se burlaba de ella. Atragantándose con los bocados de carne, masticando, decía: «Si los venados son gente convertida, los chonchoites tienen razón. Es alimento, es sabroso. Mira el banquete que me doy, mira cómo gozo con esta comida.» Y se tiraba muchos pedos. En el bosque, Kientibakori bebía masato, bailando en la fiesta. Sus pedos parecían truenos; su eructo, el rugido del jaguar.
Y, efectivamente, pese a los venados que flechaba y comía, nada le sucedía a Tasurinchi. Algunas familias se alarmaban; otras, enseñadas por su ejemplo, empezaron a comer carne prohibida. El mundo se volvió confuso, entonces.
Un día, Tasurinchi encontró una huella en el bosque. Se puso contentísimo. Era ancha, se seguía sin dificultad y su experiencia le dijo que era una manada de venados. La recorrió durante muchas lunas, ilusionado, su corazón rebotando. «¿A cuántos cazaré?», soñaba. «A lo mejor a tantos como flechas llevo. Los arrastraré uno por uno hasta mi casa, los cortaré, los salaré y tendremos comida para mucho tiempo.»
La huella terminaba en una pequeña cocha de aguas oscuras; en un rincón, caía una cascada medio oculta por las ramas y hojas de los árboles. La vegetación apagaba el ruido del agua y el sitio no parecía este mundo sino el Inkite. Tan apacible, tal vez. Aquí venía la manada a beber. Aquí se reunirían los venados a comerse los despojos del día. Aquí dormirían, calentándose unos contra otros. Excitado con su hallazgo, Tasurinchi examinó el contorno. Ahí estaba, ése era el mejor árbol. Allí tendría una buena visión, desde allí les soltaría sus flechas. Se trepó, hizo su escondite con ramas y hojas. Quietito, quietito, como si sus almas se hubieran escurrido y su cuerpo fuera un pellejo vacío, esperó.
No mucho tiempo. Al poco rato, su fino oído troc troc de gran cazador percibió, a lo lejos, el tambor de las patas del venado en el bosque: troc troc troc. Pronto lo vio aparecer: un venado alto, arrogante, y su mirada triste de hombre que fue. A Tasurinchi le brillaron sus ojos, pues. Se le humedecerían los labios, quizás, «qué tierno, qué sabroso», pensando. Apuntó y disparó. Pero la flecha pasó silbando junto al venado, como torciéndose para no tocarlo, y fue a perderse en el fondo del monte. ¿Cuántas veces puede morir un hombre? Muchas, parece. Ese venado no murió. Ni se espantó. ¿Qué pasaba? En vez de huir, se dispuso a beber. Alargando el pescuezo desde la orilla de la cocha, metiendo y sacando su hocico del agua, chasqueando su lengua, bebía shh shh. Shh, shh, contento. Como si no hubiera sentido el peligro. Tranquilo. ¿Sería sordo, tal vez? ¿Sería un venado sin olfato? Ya Tasurinchi tenía lista la segunda flecha. Troc, troc. Ahí descubrió que otro venado llegaba, abriendo las ramas, moviendo las hojas. Fue a colocarse junto al primero y se puso a beber. Contentos parecían los dos, tomando agua. Shh shh shh. Tasurinchi largó la flecha. Tampoco esta vez acertó. ¿Qué pasaba? Los dos venados seguían bebiendo, sin asustarse, sin huir. ¿Qué te pasa, pues, Tasurinchi? ¿Te estará temblando la mano? ¿Habrás perdido la vista? ¿Ya no sabrás calcular la distancia? Qué iba a hacer. Dudaba, incrédulo. El mundo se habría vuelto tiniebla para él. Y así estuvo, disparando. Todas sus flechas disparó. Troc, troc. Troc, troc. Los venados seguían llegando. Más y más, tantos, tantísimos. En los oídos de Tasurinchi, los tambores de sus pezuñas resonaban siempre. Troc troc. No parecían venir de este mundo sino del de abajo o del de arriba. Troc troc. Entonces, comprendería. Quizás. ¿Eran ellos o tú quien había caído en la trampa, Tasurinchi?
Ahí estaban los venados, tranquilos y sin rabia. Bebiendo, comiendo, remoloneando, apareándose. Anudándose sus pescuezos, topeteándose. Como si nada hubiera ocurrido ni fuera a ocurrir. Pero Tasurinchi sabía que ellos sabían que él estaba ahí. ¿Así vengarían a sus muertos? ¿Haciéndolo sufrir con esta espera? No, éste era el comienzo nomás. Lo que tenía que pasar no pasaría con el sol en el Inkite, sino después, a la hora de Kashiri. El resentido, el manchado. Oscureció. El cielo se llenó de estrellas. Kashiri mandó su luz pálida. Tasurinchi veía destellar en los ojos de los venados esa nostalgia de no ser ya hombres, la tristeza de no andar. Los animales, de pronto, como oyendo una orden, empezaron a moverse. Al mismo tiempo, parece. Venían todos hacia el árbol de Tasurinchi. Ahí estaban a sus pies. Había muchísimos. Un bosque de venados, pues. Uno tras otro, de manera ordenada, sin impacientarse, sin estorbarse, topeteaban el árbol. Primero como jugando, después más fuerte. Más fuerte. É1 estaba triste. «Me he de caer», diciendo. Nunca hubiera creído que, antes de irse, estaría igual a un mono shimbillo prendido de una rama, tratando de no hundirse en esa oscuridad de venados. Resistió toda la noche, sin embargo. Sudando y gimiendo resistió, antes de que se cansaran sus brazos y sus piernas. Al amanecer, agotado, se dejó resbalar. «He de aceptar mi suerte», diciendo.
Ahora es un venado él también, como los otros. Ahí andará, pues, arriba y abajo del bosque, troc troc. Huyendo del tigre, miedoso de la serpiente. Troc troc. Cuidándose del puma y de la flecha del cazador que, por ignorancia o maldad, mata y se come a sus hermanos.
Cuando encuentro un venado, recuerdo la historia que le oí al seripigari del río Kompiroshiato. ¿Y si éste fuera Tasurinchi, el cazador? Quién pudiera saberlo. Yo, al menos, no sabría decir si un venado fue o no, antes, hombre que anda. Me aparto nomás, mirándolo. Tal vez me reconoce; tal vez, viéndome, pensará: «Yo fui como él.» Quién sabe.
En una mala mareada un machikanari del río del arcoiris, el Yoguieto, se cambió en tigre. ¿Cómo lo supo? Por la urgencia que sintió de pronto de matar venados y comérselos. «Ciego de rabia me puse», decía. Y, rugiendo de hambre, se echó a correr por el bosque, rastreándolos. Hasta que dio con uno y lo mató. Cuando volvió a ser machikanari, tenía hilachas de carne en los dientes y las uñas sangrando de tanto zarpazo que dio. «Kientibakori estaría contento, pues», decía él. Estaría, quizás.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Como el venado, cada animal del bosque tendrá su historia. El pequeño, el mediano y el grande. El que vuela, como el picaflor. El que nada, como el boquichico. El que corre siempre en manada, como la huangana. Todos fueron antes algo distinto de lo que ahora son. A todos les sucedería algo que puede contarse. ¿Les gustaría saber sus historias? A mí también. Muchas que sé, se las oí al seripigari del Kompiroshiato. Si fuera por mí, todavía estaría escuchándolo, allá, como ustedes aquí, ahora. Pero él, un día, me echó de su casa: «Hasta cuándo te vas a quedar aquí, Tasurinchi», riñéndome. «Tienes que irte. Tú eres hablador, yo seripigari, y ahora, tanto preguntar, tanto hacerme hablar, me estás cambiando en lo que eres. ¿Te gustaría volverte seripigari?
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