Tendrías que nacer de nuevo, más bien. Pasar todas las pruebas. Purificarte. Tener muchas mareadas, malas y buenas, y, sobre todo, sufrir. Llegar a la sabiduría es difícil. Ya eres viejo, no creo que la alcanzarías. Además, quién sabe si será ése tu destino. Márchate, ponte a andar. Habla, habla. No tuerzas el orden del mundo, hablador.»
Es verdad, yo siempre estaba haciéndole preguntas. Todo sabía y eso aumentaba mi curiosidad. «¿Por qué los hombres que andan se pintan el cuerpo con el achiote?», le pregunté un vez. «A causa del moritoni», me contestó. «¿De ese pajarito, quieres decir?» «Sí, de ese mismo.» Y, entonces, me hizo reflexionar. ¿Por qué crees que los machiguengas evitan matar al moritoni, pues? ¿Por qué, cuando lo encuentran en los pastizales, procuran no pisarlo? ¿Por qué, cuando aparece en el árbol y divisas sus patitas blancas, su pechera negra, sientes agradecimiento? Gracias a la planta del achiote y al pajarito moritoni andamos, Tasurinchi. Sin ella, sin él, los hombres que andan habrían desaparecido. Hervido habrían, ardiendo de ampollas, reventándoles sus burbujas, pues.
Eso fue antes.
El moritoni era, entonces, niño que anda. Una de sus madres sería Inaenka. Sí, el daño que deshace la carne era entonces mujer. El daño que quema la cara dejándola llena de huecos. Inaenka. Ella era ese daño y ella era la madre del moritoni también. Parecía una mujer igual a las otras, pero cojeaba. ¿Todos los diablos cojean? Parece que sí. Dicen que Kientibakori también. Su cojera la hacía rabiar a Inaenka; llevaba una cushma larga, larguísima, y nunca se le veían los pies. No era fácil reconocerla, saber que no era mujer sino lo que era.
Tasurinchi estaba pescando a la orilla del río. De pronto, un súngaro enorme se metió en su red. Él se puso contentísimo. Podría sacar una batea de aceite, tal vez.
En eso vio, al frente, surcando las aguas, una canoa. Distinguió a una mujer remando, a varios niños. Un seripigari, que aspiraba tabaco sentado en la cabaña de Tasurinchi, ahí mismo adivinó el peligro. «No la llames», le advirtió. «¿No ves que es Inaenka?» Pero ya Tasurinchi, impaciente, había lanzado su silbido, ya había hecho su saludo. Las tanganas que impulsaban la canoa se alzaron. Tasurinchi vio acercarse la embarcación a la orilla. La mujer saltó a la playa, contenta.
«Qué lindo súngaro has pescado, Tasurinchi», se le acercó diciendo. Caminaba despacito y él no notaba su cojera. «Anda, llévalo a tu casa, yo te lo voy a cocinar. Para ti, pues.»
Tasurinchi obedeció, vanidoso. Se echó el pescado al hombro y enrumbó hacia su cabaña, ignorante de que había encontrado su destino. Sabiendo lo que le pasaría, el seripigari lo miraba triste. Faltando unos pasos para llegar, el súngaro se resbaló del hombro, atraído por un kamagarini invisible. Tasurinchi vio que, tocando el suelo, el animal comenzaba a perder la piel, como si le hubieran rociado agua hirviendo. Estaba tan sorprendido que no atinaba a llamar al seripigari ni a moverse. Eso era el miedo. Le chocaban sus dientes, tal vez. Lo aturdía, le impedía darse cuenta que a él también le empezaba a pasar lo que al súngaro. Sólo cuando sintió un hervor y olió a carne chamuscada, miró su cuerpo: se estaba pelando él también. En algunos sitios, ya podía ver sus adentros sanguinolentos. Cayó al suelo aterrado, gritando. Pataleando y llorando estaba Tasurinch. Entonces, Inaenka se le acercó y lo miró con su verdadera cara, una ampolla de agua hirviendo. Lo roció bien, de arriba abajo, gozándose de ver cómo Tasurinchi, igual que el súngaro, se pelaba, hervía y moría con el daño.
Inaenka comenzó a bailar, contenta. «Soy la dueña de la enfermedad que mata rápido», gritaba, desafiando 191
a los hombres. Alzaba mucho la voz, para que todo el bosque lo supiera. «Los he matado y, ahora, cocidos y aderezados con achiote, me los he de comer», diciendo. Kientibakori y sus diablillos bailaban también, alegres, empujándose y mordiéndose en el bosque. «Ehé, ehé, ella es Inaenka», cantando.
Sólo entonces advirtió la mujer con cara de ampolla hirviendo que allí estaba también el seripigari. Miraba sereno lo que ocurría, sin rabia, sin miedo, aspirando su tabaco por la nariz. Estornudaba, tranquilo, como si ella no estuviera allí ni hubiera sucedido nada. Inaenka decidió matarlo. Se le acercó y ya le iba a rociar un poco de agua ardiente cuando el seripigari, imperturbable, le mostró dos piedras blancas que bailoteaban colgadas de su cuello.
«No puedes hacerme nada mientras tenga estas piedras», le recordó. «Ellas me protegen de ti y de todos los daños del mundo. ¿No lo sabes, acaso?»
«Es cierto», respondió Inaenka. «Esperaré aquí, a tu lado, a que te duermas. Entonces, te quitaré las piedras, las echaré al río y te rociaré a mi gusto. Nada te salvará. Te pelarás igual que el súngaro y te reventará la piel en ampollas como a Tasurinchi.»
Así sucedería, tal vez. Por más que luchaba contra el sueño, el seripigari no podría resistir. En la noche, atontado con la luz mentirosa de Kashiri, el manchado, se durmió. Inaenka se le acercó cojeando. Con mucha delicadeza le quitó las dos piedras y las largó a la corriente. Entonces, ya pudo salpicarle agua de la gran ampolla que era su cara y gozó viendo cómo el cuerpo del seripigari hervía, se hinchaba en incontables ampollas y empezaba a pelarse, a reventar.
«Qué buen banquete me daré ahora», se la oía gritar, saltando y bailando. Sus hijos, desde la canoa varada a la orilla, habían visto las desgracias de Inaenka. Preocupados estarían, quizás. Tristes, quizás.
Había por allí cerca una planta de achiote. Uno de los hijos de la mujer-daño advirtió que la plantita estiraba sus ramas y agitaba sus hojas en dirección a él. ¿Quería decirle algo, tal vez? El niño se aproximó a ella y se cobijó bajo el vaho ardiente de sus frutos. «Yo soy Potsotiki», la oyó decir con voz trémula. «Inaenka, tu madre, acabará con el pueblo que anda si no hacemos algo.» «¿Qué podemos hacer?», se entristeció el niño. «Ella tiene ese poder, ella es la enfermedad que mata rápido.» «Si quieres ayudarme a salvar a los hombres que andan, podemos. Si ellos desaparecen, el sol se caerá. Dejará de calentar este mundo. ¿O prefieres que todo sea tiniebla y que los demonios de Kientibakori se adueñen de todo?» «Te ayudaré, dijo el niño. ¿Qué debo hacer?»
«Cómeme», le enseñó la planta del achiote. «Cambiarás de cara y tu madre note reconocerá. Te acercarás a ella y le dirás: "Conozco un lugar donde los imperfectos se vuelven perfectos; los monstruos, hombres. Allí, tus pies serán como los de las otras mujeres." Y, entonces, la llevarás a este lugar.» Agitando con sabiduría sus hojas y ramas, haciendo bailar alegremente sus frutos, Potsotiki explicó al niño el rumbo que debía seguir.
Inaenka, ocupada despedazando los restos de los que había matado, viendo aparecer sus tripas, su corazón, no se daba cuenta de lo que tramaban. Una vez que hubo cortado los pedazos, los asó y los condimentó con achiote, que le gustaba tantísimo. Para entonces, el niño se había comido a Potsotiki. Se había vuelto un niño rojo, rojo greda, rojo color del achiote. Se acercó a su madre y ésta no lo reconoció. «¿Quién eres?», le preguntó. «¿Cómo te me acercas sin temblar? ¿No sabes quién soy, acaso?»
«Claro que lo sé», dijo el niño-achiote. «He venido a buscarte, porque conozco un sitio donde puedes ser feliz. Basta que alguien pise esa tierra y se bañe en sus ríos y lo torcido que tiene se endereza. Entonces, todos los miembros que perdió le vuelven a crecer. Te llevaré hasta allá. Se te quitará la cojera. Serás feliz, Inaenka. Ven, sígueme.»
Hablaba con tanta seguridad que Inaenka, maravillada con este niño de color extraño, que no le temía y que le prometía lo que más ansiaba -unos pies normales-, lo siguió.
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