Mario Llosa - El Hablador

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Dos narraciones alternan, en El hablador, para relatarnos el anverso y reverso de una historia singular. Por una parte, un narrador principal (que, al igual que en La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta, parecería identificarse con el autor) evoca sus recuerdos de un compañero de juventud limeño, apodado Mascarita, que siente fascinación por una pequeña cultura primitiva, por otra parte, un anónimo contador ambulante de historias -un `hablador`-, viviente memoria colectiva de los indios machiguengas de la Amazonia peruana, nos narra, en un lenguaje de desusada poesía y de magia, su propia existencia y la historia y mitos de su pueblo. La confluencia final de los dos relatos, al revelar su secreta unidad, muestra las misteriosas relaciones de la ficción con las sociedades y con los individuos, su razón de ser, sus mecanismos y sus efectos en la vida. Por su dominio expresivo y la problemática abordada, El hablador es una de las más significativas y originales aportaciones de la narrativa de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

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Esta esperanza me ayudaba. No te resignes Tasurinchi-gregorio, no todavía, un rayito de sol en medio de la tormenta era. Y, mientras, seguía tratando de voltearme. Me dolían las patas de tanto moverlas a un lado y a otro y las alas crujían con mis esfuerzos como rajándose. Cuánto tiempo pasaría, quién sabe. Pero, de pronto, lo conseguí. ¡Fuerza, Tasurinchi-gregorio! Habría un movimiento más enérgico, estiraría tanto una de las patas. No sé. Pero mi cuerpo se contrajo, se ladeó, giró y ahí lo sentí, debajo de mí, duro. Firme, sólido. Eso era el suelo. Cerré los ojos, borracho. Pero la alegría de haberme enderezado ahí mismo desapareció. ¿Y ese dolor fuertísimo en la espalda? Como si me hubieran quemado, pues. Al brincar tan brusco, o antes, mientras forcejeaba, me había desgarrado el ala derecha en una astilla. Ahí estaba, colgando, partida en dos, arrastrándose. Eso era mi ala, tal vez. Empecé a sentir hambre también. Tenía miedo. El mundo se había vuelto desconocido. Peligroso, quizás. En cualquier momento podían aplastarme. Apachurrarme. Podían comerme. ¡Ay, Tasurinchi-gregorio! ¡Las largatijas! Temblando, temblando. ¿No había visto, acaso, cómo se comían a las cucarachas, a los escarabajos, a todo insecto que cazaban? El ala rota me dolía más y más y apenas me permitía moverme. Y siempre del hambre su espina, rasgándome el vientre. Traté de tragar la paja seca acuñada en el tabique, pero me rasguñó la boca, sin deshacerse, así que la escupí. Comencé a escarbar, aquí y allá, en la tierra húmeda, hasta que, después de mucho, di con un nido de larvas. Pequeñitas, se movían, queriendo escapar. Eran larvas de poco, el gusano de las maderas. Las tragué despacio, cerrando los ojos, feliz. Sintiendo que regresaban a mi cuerpo los pedazos de alma que se estaban yendo. Sí, feliz.

No había terminado de tragar a las larvas cuando un hedor distinto me hizo dar un gran salto, tratando de volar. Sentía un jadeo ajeno, cerca. El calor de su aliento se metía en mi nariz. Olía y era peligro, tal vez. ¡La lagartija! Había asomado, pues. Ahí estaba su cabeza triangular, entre dos tabiques carcomidos. Ahí sus ojos legañosos, mirándome. De hambre, brillando. Pese al dolor yo aleteaba, sin poder elevarme, tratando, tratando. Unos saltitos torpes di, parece. Perdiendo el equilibrio, cojeando. Había aumentado el dolor de mi herida. Ahí venía, ahí. Encogiéndose como culebra, ladeándose, pasó su cuerpo por entre los tabiques y entró. Ahí estaba la largatija, pues. Se me fue acercando despacito y sin quitarme la vista. ¡Qué grande parecía! Rápida, rápida en sus dos patas, corría hacia mí. La vi abrir su bocaza. Vi las dos hileras de sus dientes, curvos, blancos, y su vaho me cegó. Sentí su mordisco, sentí que me arrancaba el ala lastimada. Tenía tanto miedo que el dolor se fue. Me iba mareando más, como durmiendo me iba. Y veía su piel verde, ajada, el buche que le latía, digiriendo, y cómo entrecerraba sus ojotes al tragarse ese bocado de mí. Me resignaría a mi suerte, entonces. Más bien. Con tristeza, quizás. Esperando que acabara de comerme. Luego, ya comida, pude ver, desde su adentro, desde su alma, a través de sus ojos saltones, todo era verde, que regresaba mi familia.

Entraban a la cabaña con la aprensión de antes. ¡Ya 199

no estaba! ¿Dónde se habría ido, pues?, diciendo. Se acercaban al rincón de la chicharra-machacuy, mirando, buscando. ¡Vacío! Respiraban aliviados, como salvados de un peligro. Sonreirían, contentos. Ya nos habremos librado de tanta vergüenza, pensando. No tendrían nada que ocultar a las visitas ya. Ya podrían reanudar la vida de todos los días, tal vez.

Así terminó la historia de Tasurinchi-gregorio, allá por el Kimariato, río del tapir.

Le pregunté a Tasurinchi, el seripigari, el significado de lo que viví en esa mala mareada. Reflexionó un rato e hizo un gesto como para apartar a un invisible. «Sí, fue una mala mareada», reconoció por fin, pensativo. «¡Tasurinchi-gregorio! Cómo será eso. Malo debe ser. Cambiarse en chicharra-machacuy será obra de kamagarini. No sabría decírtelo con seguridad. Tendría que subir por el palo de la cabaña y preguntárselo al saankarite en el mundo de las nubes. Él lo sabría, tal vez. Lo mejor es que te olvides. No hables más de eso. Lo que se recuerda, vive, y puede volver a pasar.» Pero yo no he podido olvidarme y ando contándolo., No siempre fui como me están viendo. No me refiero a mi cara. Esta mancha color del maíz morado siempre la tuve. No se rían, les estoy diciendo la verdad. Nací con ella. De veras, no hay motivo para la risa. Ya sé que no me creen. Ya sé lo que estarán pensando. «Si hubieras nacido así, Tasurinchi, tus madres te hubieran echado al río, pues. Si estás aquí, andando, naciste puro. Sólo después, alguien o algo te volvería como eres.» ¿Es eso lo que piensan? Ya ven, adiviné sin ser adivino y sin necesidad de humo ni de mareada.

Al seripigari le he preguntado muchas veces: «¿Qué significa tener una cara como la mía?» Ningún saankarite ha sabido dar una explicación, parece. ¿Por qué me soplaría así Tasurinchi? Calma, calma, no se enojen. ¿De qué gritan? Bueno, no fue Tasurinchi. ¿Sería Kientiba kori, entonces? ¿No? Bueno, tampoco él. ¿No dice el seripigari que todo tiene su causa? No he encontrado la de mi cara todavía. Algunas cosas no tendrán, entonces. Ocurrirán, nomás. Ustedes no están de acuerdo, ya lo sé. Lo puedo adivinar sólo mirándoles los ojos. Sí, cierto, no conocer la causa no significa que ella no exista.

Antes, esta mancha me importaba mucho. No lo decía. A mí nomás, a mis almas. Lo guardaba y ese secreto me comía. A poquitos me iba comiendo aquí adentro. Triste vivía, parece. Ahora no me importa. Al menos, creo que no. Gracias a ustedes será. Así ha sido, tal vez. Pues me di cuenta que a los que iba a visitar, a hablarles, tampoco les importaba. Se lo pregunté la primera vez, hace muchas lunas, a una familia con la que estaba viviendo por el río Koshireni. «¿Les importa verme? ¿Que sea como soy les importa?» «Lo que las personas hacen y lo que no hacen, importa», me explicó Tasurinchi, el más viejo. Diciendo: «Si andan, cumpliendo con su destino, importa. Si el cazador no toca lo que ha cazado, ni el pescador lo que ha pescado. El respeto de las prohibiciones, pues. Importa si son capaces de andar, para que el sol no se caiga. Para que el mundo esté en orden, pues. Para que no vuelvan la oscuridad, los daños. Es lo que importa. Las manchas de la cara, no, tal vez.» Eso es la sabiduría, dicen.

Quería decirles más bien que yo, antes, no fui lo que soy ahora. Me volví hablador después de ser eso que son ustedes en este momento. Escuchadores. Eso era yo:

escuchador. Ocurrió sin quererlo. Poco a poco sucedió.

Sin siquiera darme cuenta fui descubriendo mi destino.

Lento, tranquilo. A pedacitos apareció. No con el jugo del tabaco ni el cocimiento de ayahuasca. Ni con la ayuda del seripigari. Solo yo lo descubrí.

Iba de un lado a otro, buscando a los hombres que andan. ¿Estás ahí? Ehé, aquí estoy. Me alojaba en sus casas y los ayudaba a limpiar el yucal de hierba mala y a 201

colocar trampas. Apenas me enteraba en qué río, en qué quebrada había una familia de hombres que andan, iba a visitarla, pues. Aunque tuviera que hacer un viaje larguísimo y cruzar el Gran Pongo, iba. Llegaba, al fin. Ahí estaban. ¿Has. venido? Ehé, he venido. Algunos me conocían, otros me fueron conociendo. Me hacían pasar, me daban de comer y de beber. Una estera para dormir me prestaban. Muchas lunas me quedaba con ellos. Me sentía uno de la familia. «¿A qué has venido hasta aquí?», me preguntaban. «A aprender cómo se prepara el tabaco antes de aspirarlo por los agujeros de la nariz, les respondía. A saber cómo se pegan con brea las canillas de la pavita kanari para poder aspirar el tabaco», diciéndoles. Me dejaban escuchar lo que hablaban, aprender lo que eran. Yo quería conocer su vida, pues. De sus bocas oírla. Cómo son, qué hacen, de dónde vienen, cómo nacen, cómo se van, cómo vuelven. Los hombres que andan. «Está bien», me decían ellos. «Andemos, pues.»

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