Mario Llosa - El Hablador

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Dos narraciones alternan, en El hablador, para relatarnos el anverso y reverso de una historia singular. Por una parte, un narrador principal (que, al igual que en La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta, parecería identificarse con el autor) evoca sus recuerdos de un compañero de juventud limeño, apodado Mascarita, que siente fascinación por una pequeña cultura primitiva, por otra parte, un anónimo contador ambulante de historias -un `hablador`-, viviente memoria colectiva de los indios machiguengas de la Amazonia peruana, nos narra, en un lenguaje de desusada poesía y de magia, su propia existencia y la historia y mitos de su pueblo. La confluencia final de los dos relatos, al revelar su secreta unidad, muestra las misteriosas relaciones de la ficción con las sociedades y con los individuos, su razón de ser, sus mecanismos y sus efectos en la vida. Por su dominio expresivo y la problemática abordada, El hablador es una de las más significativas y originales aportaciones de la narrativa de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

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Sus tres hijos se fueron de la misma manera. Despertándose aturdidos, temblando y sudando. Y tan débiles como si hubieran estado borrachos. No podían tenerse en pie. Trataban de andar, de bailar, y se caían. Ni siquiera podían hablar, parece. Tasurinchi, cuando le pasó eso al mayor, creyó que era un aviso para que se fuera. El sitio no sería bueno para vivir, tal vez. «No lo he podido saber», dice. «Era un daño distinto a los otros, no había hierba contra eso.» Maldades de kamagarini, quizás. Esos diablillos siempre salen a hacer daños cuando llueve. Kientibakori los espía desde la orilla del bosque, riéndose. Había habido truenos y caído mucha agua la víspera y es sabido que cuando eso ocurre hay algún kamagarini acercándose.

Cuando ese hijo se fue, la familia de Tasurinchi subió un poco más arriba, en el monte. Al poco tiempo comenzó el segundo hijo a marearse y a caerse. Igual que el primero, pues. Cuando éste se murió, nuevamente cambiaron de lugar. Y entonces le sucedió lo mismo al tercero. Decidió no moverse más. «Los que se fueron se encargarán de protegernos contra el kamagarini que quiere echarnos de aquí», diciendo. Así habrá sido, pues. Nadie más ha vuelto a marearse y a caerse, desde entonces.

«Eso tiene una explicación», dice el hierbero. «Todo lo tiene. Las cacerías de hombres cuando la sangría de árboles, también. Pero no es fácil averiguarla. Ni el seripigari la averigua siempre. A lo mejor, los tres se fueron para conversar, allá, con las madres de este sitio. Con tres muertos aquí, ellas no nos mirarán como intrusos. Somos de aquí, ahora. ¿No nos conocen estos árboles, estos pájaros? ¿No nos conocen el agua y el aire de aquí? Quizás ésa sea la explicación. Desde que se fueron, no hemos sentido enemistad. Como si nos hubieran aceptado, aquí.»

Estuve muchas lunas con él. Poco faltó para que me quedara a vivir allá, cerca del hierbero. Lo ayudaba a poner trampas para las pavitas e iba con 61 a la cocha, a pescar boquichicos. Trabajé con Tasurinchi rozando el monte, donde va a hacer la nueva chacra cuando la que tiene ahora necesite descansar. En las tardes, hablábamos. Mientras las mujeres se mataban las liendres, hilaban, tejían las esteras y las cushmas, y masticaban y escupían la yuca, preparando masato, conversábamos.

El hierbero me hacía contarle de los hombres que andan. De los que ha conocido y de los que nunca vio, también. De ustedes le conté, como a ustedes de él. Pasaban las lunas y no tenía ganas de irme. Me estaba sucediendo algo que no me había pasado antes. «¿Te estás cansando de andar?», me preguntó. «Eso les pasa a muchos. No debes preocuparte, hablador. Si es así, cambia de costumbres. Quédate en un lugar y ten familia. Levanta tu casa, roza el monte, cuida tu chacra. Hijos tendrás. Deja de andar y, también, de hablar. Aquí no puedes quedarte, en mi familia somos muchos. Pero puedes ir más arriba, de surcada, a dos o tres lunas de viaje. Hay una quebrada que está esperándote, creo. Puedo acompañarte hasta allá. ¿Quieres una familia? También puedo ayudarte, si es lo que quieres. Llévate a esta mujer. Es vieja y tranquila y te ayudará porque sabe cocinar e hilar como pocas. O,, si prefieres, ahí tienes a la menor de mis hijas. No podrás tocarla todavía porque no ha sangrado. Si la montaras ahora, alguna desgracia ocurriría, quizá. Pero, espera un poco y, mientras, ella irá aprendiendo a ser tu mujer. Sus madres le enseñarán. Después que sangre, me traerás un sajino, unos pescados, unos frutos de la tierra, mostrándome reconocimiento y respeto. ¿Eso quieres, Tasurinchi?»

Estuve pensando en su propuesta. Sentí ganas de aceptarla. Hasta soñé que la había aceptado y que cambiaba de vida. Esta que llevo es una buena vida, ya lo sé. Los hombres que andan me reciben con alegría, me dan de comer y, me hacen halagos. Pero vivo viajando ¿y cuánto tiempo más podré hacerlo? Las distancias entre las familias son cada vez más grandes. últimamente pienso mucho, mientras ando, que un día las fuerzas me faltarán. ¿No, lorito? Me quedaré ahí, agotado, en una trocha. Ningún machiguenga pasará, tal vez. Mi alma se irá y mi cuerpo vacío comenzará a pudrirse mientras lo picotean los pájaros y lo caminan las hormigas. Crecerá la hierba entre mis huesos, quizás. El ronsoco se comerá el vestido de mi alma, también. Cuando a un hombre le viene ese temor, ¿debe cambiar de costumbres? Así le pareció a Tasurinchi, el hierbero.

«Acepto tu propuesta, pues», le dije. Él me acompañó hasta el lugar que me estaba esperando. Nos demoramos dos lunas en llegar. Había que subir y bajar por unos bosques donde se perdía la trocha, y, al trepar una pendiente, desde lo alto de unas ramas, unos monos shimbillos que hacían un griterío terrible, nos atacaron con cáscaras. En la quebrada, encontramos un tigrillo cachorro enredado en una mata llena de espinas. «Ese tigrillo quiere decir algo», se preocupó el hierbero. Pero no supo averiguar qué. Por eso, en lugar de matarlo y arrancarle la piel, lo soltó en el bosque. «¿No es éste un buen lugar para vivir?», me preguntó, mostrándomelo. «Puedes hacer el yucal en ese monte alto. Allá no habrá nunca inundación. Hay muchos árboles y poca hierba, así que la tierra será buena y la yuca crecerá bien.» Sí, era un sitio donde se podía vivir. Aunque, en las noches, hacía más frío que el que he sentido jamás en otro lugar. «Antes de que te decidas, vamos a ver si hay animales para cazar», dijo Tasurinchi. Pusimos trampas. Cayeron un ronsoco y un majaz. Luego, desde un refugio en la copa de un árbol, flechamos a una pavita kanari. Decidí quedarme allí y hacer mi casa.

Pero antes de empezar a tumbar los árboles, se apareció el hijo del hierbero, el mismo que me había guiado hasta su nueva casa. «Ha ocurrido algo», diciendo. Regresamos. La vieja que Tasurinchi me iba a dar como mujer estaba muerta. Había machacado barbasco y preparado cocimiento, murmurando: «No quiero que rabien contra mí, diciendo "Por ella nos quedamos sin hablador". Dirán que le hice mañoserías, que le di bebedizo para que me tomara de mujer. Prefiero irme.»

Ayudé al hierbero a quemar la casa, la cushma, las ollas, los collares y las demás cosas que pertenecían a la mujer. La envolvimos en varias esteras y la pusimos en una balsita de rajas de chonta. La empujamos hasta que la corriente del río se la llevó, aguas abajo.

«Es un aviso que debes aceptar o rechazar», me dijo Tasurinchi. «Si yo fuera tú, no lo rechazaría. Cada hombre tiene su obligación, pues. ¿Para qué andamos? Para que haya luz y calor, para que todo esté tranquilo. Ése es el orden del mundo. El que conversó con las luciérnagas hace lo que debe hacer. Yo cambio de lugar cuando aparecen los viracochas. Será mi destino, tal vez. ¿Y el tuyo? Visitar a la gente, hablándole. Es peligroso desobedecer el destino. Fíjate, ya se ha ido la que iba a ser tu mujer. Si yo fuera tú, me echaría a andar cuanto antes. ¿Qué decides?»

Decidí lo que me aconsejó Tasurinchi, el hierbero. Y a la mañana siguiente, cuando el ojo del sol comenzó a mirar este mundo desde el Inkite, ya estaba yo andando. Ahora pienso en esa machiguenga que se fue para no ser mi mujer. Ahora les hablo a ustedes. Mañana cómo será.

Eso es, al menos, lo que yo he sabido.

VI

EN 1981 tuve, seis meses, en la televisión peruana, un programa titulado La Torre de Babel. El dueño del Canal, Genaro Delgado, un viejo amigo, me embarcó en esa aventura haciendo espejear ante mis ojos tres abalorios: la necesidad de elevar el nivel de los programas, que, en los doce años precedentes, mientras la televisión permanecía estatizada por la dictadura militar, habían tocado fondo en lo que concierne a estupidez y vulgaridad; lo excitante de experimentar con un medio de comunicación que, en un país como el Perú, era el único capaz de llegar simultáneamente a los públicos más diversos; y un buen salario.

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