El primer hablador sería Pachakamue, entonces. Tasurinchi había soplado a Pareni. Era la primera mujer. Se bañó en el Gran Pongo y se puso una cushma blanca. Ahí estaba: Pareni. Existiendo. Luego, Tasurinchi sopló a su hermano de Pareni: Pachakamue. Se bañó en el Gran Pongo y se puso una cushma color greda. Ahí estaba él: Pachakamue. El que, hablando, nacería a tantos animales. Sin darse cuenta, parece. Les daba su nombre, pronunciaba la palabra y los hombres y las mujeres se volvían lo que Pachakamue decía. No quiso hacerlo. Pero tenía ese poder.
Ésta es la historia de Pachakamue, cuyas palabras nacían animales, árboles y rocas. Eso era antes.
Una vez fue a visitar a su hermana, Pareni. Cuando empezaban a tomar masato, sentados en las esteras, él le preguntó por sus hijos. «Están jugando allá, trepados en el árbol», dijo ella. «Cuidado se vuelvan montos», se rió Pachakamue. Y, apenas lo dijo, los que habían sido niños, ya con pelos, ya con cola, atronaron el día de tanto chillido. Prendidos de las ramas con sus colas, se balanceaban, contentos.
En otra visita a su hermana, Pachakamue preguntó a Pareni: «¿Y tu hija?» La muchacha había tenido la primera sangre y estaba purificándose, en un refugio de hojas y cañas, a la espalda de su casa. «La tienes encerrada como a una sachavaca», comentó Pachakamue.
«¿Qué quiere decir sachavaca?», exclamó Paren¡. Al instante escucharon un mugido y un escarbar de patas en la tierra. Y ahí salió, despavorida, husmeando el aire, rumbo al monte, la sachavaca. «Eso querrá decir, pues», murmuró Pachakamue, señalándola.
Entonces Pareni y su marido Yagontoro se alarmaron. Con las palabras que decía ¿Pachakamue no desarreglaba el mundo? Era prudente matarlo. ¡Qué daños ocurrirían si seguía hablando! Lo invitaron a tomar masato. Cuando estuvo borracho, con mañas lo llevaron a orillas de un barranco. «Mira, mira», le dijeron. Él miró y entonces lo empujaron. Pachakamue rodó y rodó. Al llegar al fondo, ni siquiera se había despertado. Seguía durmiendo y eructando, su cushma vomitada de masato.
Al abrir sus ojos se sorprendió mucho. Pareni lo espiaba desde el borde. «¡Ayúdame a salir de aquí, pues!», le pidió. «Transfórmate en un animal y escala el precipicio», se burló ella. «¿No haces eso con los machiguengas?» Siguiendo su consejo, Pachakamue pronunció la palabra «Sankori». Y ahí mismo se transformó en hormiga sankori, la que construye galerías colgantes en los troncos y en las rocas. Pero, esta vez, las construcciones de la hormiguita tenían misterio; se deshacían cada vez que se acercaban al filo del barranco. «¿Qué hago ahora?», gimió el hablador, desesperado. Pareni le aconsejó: «Hablando, haz que crezca algo entre las piedras. Y trépate por él.» Pachakamue dijo «Carrizo» y un carrizo brotó y creció. Pero cada vez que él se izaba, la caña se partía en dos y el hablador rodaba al fondo de la quebrada.
Entonces, Pachakamue se marchó en la otra dirección, siguiendo la curva del precipicio. Rabioso estaba. «He de causar desgracias», diciendo. Yagontoro lo persiguió para matarlo. Fue una persecución difícil, larga. Pasaban las lunas y el rastro de Pachakamue se perdía. Una mañana, Yagontoro encontró una planta de maíz.
En la mareada supo que la planta había crecido de unos granos de maíz tostado que Pachakamue llevaba en su chuspa; habrían caído al suelo sin que lo notara. Lo estaba alcanzando, por fin. En efecto, no mucho después lo divisó. Pachakamue represaba un río, taponeándolo con árboles y piedras que hacía rodar. Quería desviarlo para inundar un caserío y ahogar a los machiguengas. Se tiraba pedos, rabioso. Allá en el bosque, Kientibakori y sus kamagarinis bailarían, borrachos de felicidad.
Yagontoro, entonces, le habló. Lo hizo recapacitar y lo convenció, parece. Lo invitó a que regresaran juntos donde Pareni. Pero, a poco de iniciado el viaje, lo mató. Hubo una tormenta que enfureció los ríos y arrancó de cuajo muchos árboles. Llovió a cántaros, con truenos. Yagontoro, impasible, seguía cortándole la cabeza al cadáver de Pachakamue. Después, traspasó la cabeza con dos espinas de chonta, una vertical, otra horizontal, y la enterró en un sitio secreto. Pero se olvidó de cortarle la lengua y ese error lo pagamos todavía. Hasta que no se la cortemos, seguiremos en peligro, parece. Porque esa lengua a veces habla, desarreglando las cosas. Dónde estará enterrada esa cabeza, no se sabe. El sitio hiede a pescado podrido, dicen. Y los helechos del rededor humean siempre, como una fogata apagándose.
Yagontoro, después de decapitar a Pachakamue se dispuso a regresar donde Pareni. Estaba contento, creía haber salvado a este mundo del desorden. Ahora todos vivirán tranquilos, pensaría. Pero, a poco de estar andando, se sintió pesado. ¿Y por qué, además, tan torpe? Asustado, notó que sus pies eran patas; sus manos, antenas; sus brazos, alas. En vez de hombre que anda, era ya carachupa, como su nombre indica. Debajo del bosque, atragantándose de tierra, a través de los dos virotes, la lengua de Pachakamue habría dicho: «Yagontoro.» Y Yagontoro se había vuelto, pues, yagontoro.
Muerto y decapitado, Pachakamue seguía transformando las cosas para que se parecieran a sus palabras. ¿Qué sería de este mundo, pues? Para entonces, Pareni tenía otro marido y estaba andando, contenta. Una mañana, mientras ella tejía una cushma, cruzando y descruzando las fibras del algodón, su marido se acercó a lamerle el sudor que le corría por la espalda. «Pareces una abejita chupadora de flores», dijo una voz desde su adentro de la tierra. Él ya no la pudo escuchar porque revoloteaba y zumbaba, ligero en el aire, abeja feliz.
Pareni se casó poco después con Tzonkiri, que era todavía hombre. Él advirtió que su mujer le daba de comer, cada vez que volvía de deshierbar el yucal, unos pescados desconocidos: los boquichicos. ¿De qué río, de qué cocha salían? Pareni no probaba jamás bocado de ellos. Tzonkiri malició que algo grave ocurría. En vez de ir a la chacra, se escondió en la maleza y espió. Lo asustó mucho lo que vio: los boquichicos le salían a Pareni de entre las piernas. Los paría, como a hijos. Tzonkiri se llenó de rabia… Y se abalanzó sobre ella para matarla. Pero no pudo hacerlo, porque una voz remota, subida de la tierra, dijo antes su nombre. ¿Y acaso los picaflores pueden matar a una mujer? «Nunca más comerás ya boquichicos, se burló Pareni. Ahora andarás de flor en flor, sorbiendo polen.» Tzonkiri es, desde entonces, lo que es.
Pareni ya no quiso tener otro marido. Acompañada de su hija, se echó a andar. Subió a una canoa y remontó los ríos; trepó quebradas, cruzó montes enmarañados. Después de muchas lunas, llegaron al Cerro de la Sal. Allí, ambas escucharon, pronunciadas lejos, lejos, las palabras de la cabeza enterrada que las petrificaron. Ahora son dos rocas enormes, grises, cubiertas de musgo. Todavía estarán allá, quizás. A su sombra se sentaban a tomar masato y a conversar los machiguengas, parece. Cuando subían a recoger la sal.
Eso es, al menos, lo que yo he sabido.
Tasurinchi, el hierbero, el que vivía por el río Tikompinía, está andando. Las hierbas que llevo en mi chuspa me las dio él, para qué sirve cada hojita y cada manojo, explicándome. Ésta, la de los bordes quemados, le cierra al tigre su nariz y ya no puede olfatear al hombre que anda. Esta otra, la amarillenta, protege contra la víbora. Son tantas que se me confunden. Cada una sirve para algo distinto. Contra el daño y los forasteros. Para que los peces de la cocha entren a la red. Para que la flecha no se desvíe del blanco. Y, ésta, para no tropezar ni caerse al barranco.
Fui a visitar al hierbero sabiendo que esa región se llenó de viracochas. Es cierto; ahí están todavía. Y hay muchos. Cuando me acercaba por la trocha, vi botes en el río, roncando, de surcada y de bajada, repletos de viracochas. En los bancos de arena, donde salían en las noches las charapas a poner sus crías y adonde iban los hombres a voltearlas, viven ahora los viracochas. Y, también, donde estaba la casa del hierbero. Éstos no han ido allí por las tortugas ni a hacer chacras ni a cortar árboles, parece. Sino a llevarse las piedritas y la arena del río. Buscando oro, parece. No me acerqué, no me dejé ver. Pero, aunque lejos, me di cuenta que eran muchos. Han hecho sus casas. Están ahí para quedarse, quizás.
Читать дальше