No encontré rastro de Tasurinchi, el hierbero, ni de sus parientes ni de ningún hombre que anda en los alrededores. «Hiciste un viaje inútil», pensé. Inquieto estaba con tantos viracochas cerca. ¿Y si me topaba con alguno de ellos, qué pasaría? Así que me escondí, hasta que fuera de noche, para alejarme del Tikompinía. Me trepé a un árbol y, oculto entre las ramas, estuve espiándolos. En las dos orillas del río sacaban tierra y piedras, con manos, palos y lampas. Y las colaban en unos cernidores grandes, como se cuela la yuca para el masato. También molían las piedrecitas en una batea. Algunos entraban al monte a cazar y se oían sus escopetazos.
El ruido estremecía los árboles y los pájaros chillando se espantaban. Con tanto ruido, pronto no quedará un animal en esa región. Se irán, como Tasurinchi, el hierbero. Una vez que oscureció, bajé del árbol y me alejé rápido. Cuando estuve bastante lejos, hice un refugio de hojas de ungurabi, y me dormí.
Al despertar, vi acuclillado a uno de los hijos del hierbero. «¿Qué haces acá?», le pregunté. «Esperando que te despiertes», me dijo. Me había seguido desde que, la víspera, me divisó en la trocha, acercándome al río donde están los viracochas. Su familia se ha trasladado a tres lunas de camino, aguas arriba de un caño del Tikompinía. Hicimos el viaje despacio, para no toparnos con los forasteros. El monte, allá, es difícil de atravesar. No hay trocha. Los árboles están juntitos y se enredan unos en otros, peleándose. A uno se le cansan los brazos de tanto machetear las ramas y los matorrales que se cierran como diciendo «No has de pasar». Estaba todo enfangado. En las pendientes, resbalosas con la lluvia, nos hundíamos y nos rodábamos. Riéndonos de vernos tan manchados y arañados. Por fin, llegamos. Ahí estaba, pues, Tasurinchi. «¿Estás ahí?» «Ehé, aquí estoy.» Su mujer sacó esteras para sentarnos. Comimos yuca y bebimos masato.
«Te has metido tan adentro que aquí sí que no llegarán nunca los viracochas», le dije. «Llegarán», me respondió. «Puede que tarden, pero aparecerán también por aquí. Tienes que aprender eso, Tasurinchi. Ellos llegan siempre donde estamos. Ha sido así desde el principio. ¿Cuántas veces tuve que irme porque llegaban? Desde antes de nacer, parece. Y así será cuando me vaya y vuelva, si es que mi alma no se queda en los mundos de allá. Siempre nos hemos estado yendo porque alguien venía. ¿En cuántos lugares viví? Quién sabe, pero han sido muchos. "Vamos a buscar un lugar tan difícil, tan enmarañado, al que nunca llegarán", diciendo. "O, si llegan, en el que nunca querrán quedarse." Y ellos siempre llegaban y siempre querían quedarse. Es cosa sabida. No hay engaño. Vendrán y me iré. ¿Es malo eso? Bueno, más bien. Será nuestro destino, Tasurinchi. ¿No somos los que andan? Habrá que agradecer a los mashcos y a los punarunas, entonces. También a los viracochas. ¿Invaden los sitios donde vivimos? Nos obligan a cumplir nuestra obligación. Sin ellos nos corromperíamos. El sol se caería, tal vez. El mundo sería oscuridad; la tierra, de Kashiri. No habría hombres y sí tanto frío.»
Tasurinchi, el hierbero, habla como un hablador.
El tiempo peor fue la sangría de árboles, según él. No lo vivió, pero sí su padre y sus madres. Y oyó tantas historias que es como si lo hubiera vivido. «Tantas que a veces me parece que yo también lastimé los troncos para sacarles su leche y que también me cazaron como a sajino para llevarme al campamento.» Cuando suceden cosas así, no desaparecen. Quedan, en alguno de los cuatro mundos, y el seripigari puede ir a verlas en la mareada. Los que las ven, regresarán descompuestos, sus dientes chocándoles de asco. El miedo era tan grande y tanta la confusión que se perdió la confianza. Nadie creía en nadie, los hijos maliciando que los padres iban a cazarlos y los padres que los hijos, al menor descuido, se los llevarían atados a los campamentos. «No necesitaron magia para robarse a la gente que les hacía falta. Con maña nomás consiguieron toda la que querían. Los viracochas serán sabios», dice Tasurinchi, admirado.
Al principio, ellos recorrían la tierra cazando a la gente. Entraban a los caseríos, disparaban sus escopetas. Sus perros ladraban y mordían: eran cazadores, -también. Asustados con el ruido los hombres que andan se espantaban, como los pájaros que vi en el río. Pero ellos no podían echarse a volar. Los laceaban, en las casas; los laceaban en las trochas y en las canoas si se estaban huyendo por el río. ¡Fuerza, carajo! ¡Fuerza, machiguenga! A los que tenían manos para sacar su sangre del árbol, se los llevaban. Pero a los recién nacidos y a los viejos, no. «Éstos no sirven», diciendo. A las mujeres también se las llevaban para cuidar las chacras y hacer la comida. ¡Fuerza! ¡Fuerza! Amarrados de sus pescuezos entraban en los campamentos. Ahí estaban todos los que habían caído. ¡Fuerza, machiguenga! ¡Fuerza, piro! ¡Fuerza, yaminahua! ¡Fuerza, ashaninka! Ahí se quedaban, revueltos. Les servían bien, parece. Estaban contentos los viracochas. De los campamentos pocos salían. Rápido se irían, tan rabiosos o tan tristes que sus almas no volverían; tal vez.
Lo peor, cuenta Tasurinchi, el hierbero, fue cuando en los campamentos empezó a faltar gente por tantos que se iban. ¡Fuerza, carajo! Ya no había, pues. Se les había acabado. Sin poder levantar sus brazos, se morían. Los viracochas rabiaban. «¿Qué haremos sin brazos?», diciendo. «¿Qué hemos de hacer?» Mandaban a los amarrados, entonces, a cazar gente. «Cómprate tu libertad, diciéndoles. Y, además, regalos. Ahí está comida. Ahí está ropas. Ahí está escopeta, también. ¿Te conviene?» A todos le convenía, parece. Al piro, aconsejándole: «Cazas a tres machiguengas y te puedes ir para siempre. Ten tu escopeta.» Y al mashco: «Cázate a unos cuantos piros y puedes volver a tu casa, llevándote a tu mujer y estos regalos. Ten al perro, para que te ayude.» Estaban felices, tal vez. Con tal de salir del campamento, se volvían cazadores de hombres. Igual que los árboles, las familias comenzaron a sangrar. Todos cazaban a todos. Con escopeta, con flecha, con trampas, con lazo, con cuchillo. ¡Fuerza, carajo! Y se aparecían en los campamentos: «Ahí está, te los cacé. Dame a mi mujer», diciendo. «Dame mi escopeta. Dame regalo. Ahora me voy.»
Se perdió la confianza, pues. Todos eran enemigos de todos, entonces. ¿Kientibakori estaba bailando, feliz? ¿Temblaría la tierra? ¿Los ríos se llevarían las casas? Quién sabe. «Todos nos hemos de ir», decían ellos, asustados. Habían perdido el conocimiento también. «Haciendo qué nos habremos corrompido tanto, pues», lloraban. Había matanzas cada día. Los ríos andarían rojos y los árboles salpicados de sangre, también. Las mujeres parían niños muertos; se iban antes de nacer, no queriendo vivir donde todo era daño y confusión. Muchos eran los hombres que andan, antes; después, pocos. Eso era la sangría de árboles. «El mundo se ha vuelto desorden», rabiaban. «Se ha caído el sol.»
¿Las cosas que han sucedido pueden volver a suceder? El hierbero dice que sí. «Están ahí, en alguno de los mundos, y, como las almas, pueden regresar. Será nuestra culpa si sucede, tal vez.» Mejor ser prudentes y tener la memoria despierta.
Tres de los hijos de Tasurinchi, el hierbero, se han ido desde que vive allá arriba. Al ver que se le iban uno tras otro, pensó: «¿Estará volviendo el daño que se llevaba a familias enteras?» No ha podido averiguar si sus almas volvieron. «Cómo será, pues», me dijo. Todavía no conoce bien el lugar en el que vive y no sabe por qué ocurren ciertas cosas. Todo es aún misterioso allí, para él. Pero hay muchas hierbas, también. Algunas ya las conocía; otras, no. Está aprendiendo a conocerlas. Las recoge, se pasa mucho rato observándolas, comparándolas, oliéndolas, y, a veces, se las mete a la boca. Las mastica y las escupe, o se las traga. «Ésta sirve», diciendo.
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