Mario Llosa - El Hablador

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Dos narraciones alternan, en El hablador, para relatarnos el anverso y reverso de una historia singular. Por una parte, un narrador principal (que, al igual que en La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta, parecería identificarse con el autor) evoca sus recuerdos de un compañero de juventud limeño, apodado Mascarita, que siente fascinación por una pequeña cultura primitiva, por otra parte, un anónimo contador ambulante de historias -un `hablador`-, viviente memoria colectiva de los indios machiguengas de la Amazonia peruana, nos narra, en un lenguaje de desusada poesía y de magia, su propia existencia y la historia y mitos de su pueblo. La confluencia final de los dos relatos, al revelar su secreta unidad, muestra las misteriosas relaciones de la ficción con las sociedades y con los individuos, su razón de ser, sus mecanismos y sus efectos en la vida. Por su dominio expresivo y la problemática abordada, El hablador es una de las más significativas y originales aportaciones de la narrativa de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

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No sé cuánto estuve así, trepando, rodando, volviendo a trepar, volviendo a caer. El caño se había vuelto un río anchísimo, después de tragarse las orillas. Hasta que, de tan cansado, me dejé hundir. «Voy a descansar», diciendo, «basta de lucha inútil». Pero los que se van así, ¿descansan? ¿No es ahogarse la peor manera de irse? Prontito estaría flotando en el río de los muertos, el Kamabiría, hacia el abismo sin sol y sin pescados que es el mundo de más abajo, la tierra oscura de Kientibakori. Y mientras, sin darme cuenta, mis manos se habían prendido de un tronco que la tormenta echaría al río, tal vez. No sé cómo pude encaramarme. Tampoco si en ese mismo momento me quedé dormido. El sol se había caído. La oscuridad estaba fría. Sobre mi espalda, las gotas parecían piedras.

En el sueño, descubrí la trampa. Lo que yo creía un tronco era un lagarto, pues. Esa costra tan dura, tan punzante, ¿qué corteza podía ser? Es el lomo del caimán, Tasurinchi. ¿Se había dado cuenta el lagarto que me tenía sobre él? Hubiera empezado a coletear, tal vez. O se hubiera hundido para obligarme a soltarlo y darme de mordiscos debajo del agua, como hacen siempre los caimanes. ¿Estaría muerto, quizá? Si hubiera estado, flotaría patas al cielo. ¿Qué vas a hacer, Tasurinchi? ¿Deslizarte al agua, despacito, y nadar hasta la orilla? Nunca hubiera llegado, en esa tempestad. Ni siquiera se veían los árboles. A lo mejor ya no quedaba tierra en este mundo. ¿Tratar de matar al lagarto? No tenía con qué. Allá en el caño, mientras luchaba contra la pendiente, había perdido mi bolsón, mi cuchillo y mis flechas. Mejor quedarme quieto, montadito en el lagarto. Mejor esperar que alguien o algo decidiera.

Estuvimos flotando, al capricho del agua. Sentía mucho frío, temblaba y me chocaban los dientes. «Dónde estará el lorito», pensando. El lagarto no movía sus patas ni su cola, se dejaba llevar donde el río quisiera. Poco a poco fue aclarando. Aguas fangosas, cadáveres de animales, palizadas de techos, de casas, de ramas y canoas. De cuando en cuando, hombres medio comidos por las pirañas y otras bestias del agua. Había nubarrones de mosquitos, había arañas del agua caminando por mi cuerpo. Las sentía picarme. Tenía mucha hambre y hubiera podido, tal vez, coger uno de esos peces muertos que el agua arrastraba, pero ¿y si llamaba la atención del lagarto? Bebía, nomás. Para aplacar la sed no necesitaba moverme, sólo abrir la boca. La lluvia me la llenaba de agua fresquita.

Entonces, se me paró en el hombro un pajarito. Por su cresta roja y amarilla, sus plumas, su pecho dorado y su pico tan puntiagudo, parecía un kirigueti. Pero era, tal vez, un kamagarini o, acaso, un saankarite. Porque ¿quién ha visto que los pajaritos hablen? «Estás en una situación muy difícil», dijo su vocecita chirriante. «Si te sueltas, el lagarto te descubrirá. Sus ojitos chuecos miran larguísimo. Te atontará de un coletazo, te cogerá por la barriga con su bocaza dientuda y te comerá. Con huesos y pelos te comerá, porque tiene tanta hambre como tú. ¿Pero, te puedes quedar prendido de ese caimán toda tu vida?»

«¿De qué me sirve que me digas lo que de sobra sé?», le respondí. «¿No podrías, más bien, darme un consejo? Dime cómo hago para salir del agua.»

«Volando», pió, revoloteando su cresta rojiamarilla. «No hay otra forma, Tasurinchi. Como hizo tu lorito en la pendiente o, así, como yo.» Y, dando un brinquito, haciendo círculos, desapareció.

¿Acaso es tan sencillo volar? Los seripigaris y los machikanaris vuelan, en la mareada. Pero ellos tienen la sabiduría; los cocimientos, diosecillos y diablillos los ayudan. Yo, ¿qué tengo? Las cosas que me cuentan y que cuento, nada más. Eso, tal vez, no ha hecho volar a nadie todavía. Estaba maldiciendo al kamagarini vestido de kirigueti cuando sentí que me rascaban la planta de los pies.

En la cola del lagarto había venido a posarse una garza. Le vi sus largas patas rosadas, le vi su pico torcido. Me escarbaba los pies, buscando gusanos o creyendo tal vez que eran comida. Hambrienta andaba ella también. Por más miedo que sentía, me vino la risa. No pude contenerme, pues. Empecé a reírme. Así como ustedes ahora me reía. Torciéndome y retorciéndome de las carcajadas. Igualito que tú, Tasurinchi. Y el lagarto se despertó, pues. Ahí mismo se dio cuenta que a su espalda pasaban cosas que no veía ni entendía. Abrió su bocaza, roncó, coleteó rabioso y yo, sin saber lo que hacía, ya estaba prendido de la garza. Como un monito de la mona, como un recién nacido de la madre que le está dando de mamar. Asustada con los coletazos, la garza trataba de irse, volando. Y, como no podía, pues yo estaba prendido de ella, chillaba. Sus chillidos lo asustaban más al lagarto y también a mí. Los tres chillábamos, parece. Chilla y chilla a cual más estábamos los tres.

Y, de pronto, vi, abajo, alejándose, al lagarto, al río, al fango, y un viento fuertísimo me dejaba apenas respirar. Ahí estaba yo. Sí, en el aire, allá arriba. Ahí se iba Tasurinchi, el hablador, volando. La garza volaba y yo, colgado de su pescuezo, mis piernas enroscadas en sus patas, también. Abajo, se veía la tierra, amaneciendo. Brillaba de agua por todas partes. Esas manchitas oscuras serían los árboles; esas serpientes, los ríos. Hacía más frío que nunca. ¿Habíamos salido de la tierra? Esto debía ser, pues, Menkoripatsa, el mundo de las nubes. No aparecía su río. ¿Dónde estaba el Manaironchaari, de aguas de algodón? ¿Era cierto que estaba volando? La garza habría crecido para poder sostenerme. O tal vez yo me habría vuelto del tamaño de un ratón. Quién sabe cómo sería. Ella volaba, tranquila, moviendo sus alas, dejándose llevar por el viento. Sin que mi peso la molestara, tal vez. Cerré los ojos para no ver lo lejos que había quedado la tierra. Qué hondo, qué abajo. Sintiendo tristeza por ella, quizá. Cuando los abrí, vi sus alas blancas, los bordes rosados, el aleteo a compás. El calorcito de su plumón me defendía contra el frío. Ella gargajeaba a ratos, estirando su cuello, alzando su pico, como hablándose. Éste era el Menkoripatsa, pues. Hasta este mundo subían los seripigaris en las mareadas; entre estas nubes consultaban con los diosecillos saankarites sobre los daños y enredos de los malos espíritus. Cuánto hubiera querido ver a un seripigari allí, flotando. «Ayúdame, sácame de este apuro, Tasurinchi», diciéndole. Porque, ahí arriba, volando entre las nubes, ¿no estaba todavía peor que montado encima del caimán?

Quién sabe cuánto estuve volando con la garza. ¿Y ahora, Tasurinchi? No vas a resistir mucho. Los brazos y las piernas se te están cansando. Te soltarás, en el aire tu cuerpo se irá deshaciendo y cuando llegues a la tierra serás agua. Había parado de llover. Se estaba levantando el sol. Eso me dio ánimos. ¡Fuerza, Tasurinchi! Di patadas, jalones, cabezazos y hasta mordí a la garza para obligarla a bajar. No entendía, ella. Asustada, ya no gargajeaba; comenzó a chillar, picoteando aquí, allá. Haciendo piruetas, así, así, para soltarme. Casi me gana el forcejeo, pues. Varias veces estuve a punto de zafarme. Y, de pronto, me di cuenta que cuando le estrujaba su ala, nos caíamos, como si se tropezara en el aire. Eso me salvó, tal vez. Con las fuerzas que me quedaban, enredé mis pies en una de sus alas, atracándola. Ya no pudo aletear esa ala, casi. ¡Fuerza, Tasurinchi! Ocurrió lo que quería, entonces. Moviendo sólo la otra, por más que lo hacía rapidito, rapidito, ya no volaba como antes. Se cansó, empezó a bajar. Bajando, bajando, entre chillidos; desesperada, quizás. Yo, en cambio, feliz. La tierra se acercaba. Más, más. Qué suerte tienes, Tasurinchi. Ahí está, ya. Cuando me rozaron las copas de los árboles, me solté. Cayendo, cayendo, vi a la garza. Parloteando, aleteando dichosa otra vez con sus dos alas, elevándose. Iba dándome muchos golpes, arañazos. Iba rebotando entre las ramas, las rompía, descascaraba los troncos y sentía que me estaba rompiendo yo también. Trataba de sujetarme, con las manos, con los pies, «Qué suerte tienen los monos, quién tuviera una cola para colgarse», pensando. Las hojas y las ramitas, los bejucos, las enredaderas, las telarañas, las lianas me irían parando en mi caída, tal vez. Cuando me estrellé en la tierra el golpe no me mató, creo… Qué alegría, sintiendo la tierra bajo mi cuerpo. Era blanda, tibia. Húmeda, también. Ehé, aquí estoy, he llegado. Éste es mi mundo. Ésta es mi casa. Lo mejor que me ha pasado es vivir acá, en esta tierra, no en el agua, no en el aire.

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