– Bueno, tal vez no haya sido una mala cosa para Saúl empezar todo desde cero -especuló Matos Mar-. Se debe haber adaptado a Israel, pues de esto hacen ya unos cuatro años y, que yo sepa, no ha vuelto al Perú. Me lo imagino muy bien viviendo en un kibbutz. La verdad es que Saúl en Lima no hacía nada. Se había decepcionado de la Etnología y de la Universidad por una razón que nunca acabé de entender. Dejó sin terminar su tesis doctoral. Y hasta creo que se eclipsó su enamoramiento con los machiguengas. «¿No vas a extrañar a tus calatos del Urubamba?», le pregunté, al despedimos. «Seguro que no», me dijo. «Yo me adapto a todo. Allá en Israel debe haber, también, muchos calatos!»
En contra de lo que creía Matos Mar, pensé que a Saúl no le habría sido tan fácil hacerla allá. Porque estaba visceralmente integrado al Perú, demasiado desgarrado y soliviantado por asuntos peruanos -por uno de ellos, al menos- para desprenderse de todo eso de la noche a la mañana, como quien se cambia de camisa. Muchas veces traté de imaginármelo en el Medio Oriente. Conociéndolo, era previsible suponer que al ciudadano israelí Saúl Zuratas tenían que habérsele presentado en su nueva patria toda clase de dilemas morales sobre la cuestión palestina y los territorios ocupados. Divagué, tratando de verlo en su nuevo ambiente, chapurreando su nueva lengua, ejerciendo su nuevo oficio -¿cuál?- y le pedí a Tasurinchi que ninguna bala se hubiera tropezado con él en las guerras e incidentes fronterizos de Israel desde que Mascarita estaba allí.
A TASURINCHI, un kamagarini travieso, disfrazado de avispa, le picó la punta del pene mientras orinaba. Él está andando. ¿Cómo? No lo sé. Pero anda, yo lo vi. No lo han matado. Pudo perder los ojos y la cabeza, pudo salírsele el alma por lo que hizo, allá, entre los yaminahuas. Nada le pasó, parece. Está bien, andando, contento. Sin rabia y riéndose, tal vez. «No hay razón para tanto alboroto», diciendo. Mientras iba rumbo al río Mishahua a visitarlo, yo pensaba: «No lo encontraré. Si es cierto que hizo eso, se habrá escapado lejos, donde los yaminahuas no lo hallen. O ya lo habrán matado; quizás, a él y también a sus parientes.» Pero ahí estaba y lo mismo su familia y la mujer que se robó. «¿Estás ahí, Tasurinchi?» «Ehé, ehé, estoy aquí.»
Ella está aprendiendo a hablar. «Hazlo, que el hablador vea que tú también hablas», le ordenó. Apenas se comprendía lo que la yaminahua decía, y las otras mujeres, burlándose, «¿qué son esos ruidos que estamos oyendo?», haciéndose las que buscaban, «¿qué animal se habrá metido a la casa?», levantando las esteras. La hacen trabajar y la tratan mal. «Cuando abre sus piernas a ella también le saldrán pescados, como a Pareni», diciendo. Y cosas peores todavía. Pero, es cierto, está aprendiendo a hablar. Algunas cosas que decía, entendí. «El hombre anda», le entendí.
«Entonces, es verdad, te robaste a una yaminahua», le comenté a Tasurinchi. Dice que no se la robó. La cambió por una sachavaca, un saco de maíz y otro de yuca, más bien. «Los yaminahuas deberían alegrarse, eso que les di vale más que ella», me aseguró. Le preguntó a la yaminahua en mi delante: «¿No es así?» Y ella asintió: «Sí, lo es», diciendo. También eso le entendí.
Desde que el kamagarini travieso le picó en el pene, Tasurinchi tiene que hacer cosas que bruscamente se le antojan, sin saber cómo ni por qué. «Es una orden que oigo y la tengo que obedecer», dice. «Vendrá de un diosecillo o de un diablillo, de algo que se me metió por el pene bien adentro, cómo será.» El robarse a esa mujer fue una de esas órdenes, parece.
El pene lo tiene ahora igual que antes. Pero se le ha quedado, en el alma, un espíritu que le manda ser distinto y hacer cosas que no comprenden los demás. Me mostró dónde estaba orinando cuando el kamagarini le picó. ¡Ay!, ¡ay!, le hizo chillar, lo hizo saltar, y ya no pudo seguir orinando. Espantó a la avispa de un mantón y la oyó reírse, quizás. Un rato después, su pene comenzó a crecer. Cada noche se hinchaba más, cada mañana más. Todos se reían de él. Avergonzado, se hizo tejer una cushma más grande. Lo escondía en su bolsón. Pero el pene seguía creciendo, creciendo, y ya no lo pudo ocultar. Le molestaba al moverse, lo arrastraba como su cola el animal. A veces la gente se lo pisaba sólo para oírlo chillar: ¡Ay! ¡Atatau! Tuvo que enrollarlo y ponérselo en el hombro, como yo a mi lorito. Iban así en los viajes, cabeza con cabeza, acompañándose. Tasurinchi le hablaba, para distraerse. El otro lo oía, callado, atento, como ustedes me oyen a mí, mirándolo con su gran ojazo. ¡Tuerto! ¡Tuertito! Fijo lo miraba, pues. Había crecido muchísimo. Creyéndolo árbol, los pájaros se posaban en él para cantar. Cuando Tasurinchi orinaba, salía de su bocaza una cascada de agua caliente, espumosa como las cataratas del Gran Pongo. Tasurinchi podía bañarse y su familia, tal vez. Le servía de asiento cuando se detenía a descansar. En las noches, de camastro. Y si iba de caza, de honda y de lanza. Podía dispararlo hasta la cresta del árbol para derribar a los shimbillos y, usándolo como pedrón, matar con él al puma.
Para purificarlo, el seripigari le envolvió el pene en hojas de helechos calentados a las brasas. El jugo del cocimiento se lo hizo tomar a sorbitos, cantando, toda una noche, mientras él bebía tabaco y ayahuasca, bailaba, desaparecía por el techo y volvía, transformado en saankarite. Entonces, le pudo chupar el daño y escupirlo. Era amarillo, espeso y olía a vómito de borrachera. De amanecida, el pene comenzó a enflaquecer y unas lunas después era el enanito de antes. Pero desde entonces Tasurinchi oye esas órdenes. «En algunas de mis almas, hay una madre caprichosa», dice. «Por eso me traje a la yaminahua, pues.»
Parece que ella se ha acostumbrado a su nuevo marido. Ahí está, en el Mishahua, tranquila, como si hubiera sido siempre mujer de Tasurinchi. Las otras, en cambio, andan rabiando, insultándola, y con cualquier pretexto le pegan. Yo las vi y las oí. «Ésta no es como nosotras», diciendo, «no es gente, quién será pues. Tal vez una mona, tal vez el pescado que se le atoró a Kashiri en la garganta». Ella seguía masticando la yuca como si no las oyera.
Otra vez, estaba trayendo un cántaro con agua y, sin darse cuenta, dio un encontrón a un niño, derribándolo. Entonces, todas se le echaron encima: «Lo hiciste adrede, quisiste matarlo», diciendo. No era verdad pero así le decían. Ella cogió un palo y se les enfrentó, sin rabiar. «Un día la matarán», le dije a Tasurinchi. «Sabe defenderse», me respondió. «Caza animales, algo que nunca supe hicieran las mujeres. Y es la que aguanta más carga en la espalda, cuando traemos las yucas de la chacra. Mi temor es que ella, más bien, mate a las otras. Los yaminahuas son gente de pelea, igual que los mashcos. Sus mujeres también, quizás.»
Le dije que, por eso mismo, debería estar inquieto. Y mudarse a otro lugar cuanto antes. Los yaminahuas estarían rabiando por lo que les hizo. ¿Y si venían a vengarse? Tasurinchi se echó a reír. Todo estaba arreglado, parece. El marido de la yaminahua vino a verlo, con dos más. Conversaron, bebiendo masato. Se entendían, pues. No querían a la mujer sino una escopeta, además de la sachavaca, el maíz y la yuca que les dio. Los Padres Blancos les habían dicho que tenía una escopeta. «Busquen», les ofreció. «Si la encuentran, llévensela.» Al final, se fueron. Contentos, parece. Tasurinchi no va a devolver a la yaminahua a sus parientes. Porque ella ya está aprendiendo a hablar. «Las otras se acostumbrarán a ella cuando tenga un hijo», dice Tasurinchi. Porque los niños ya se han acostumbrado. La tratan como si fuera gente, mujer que anda, «Madre», diciéndole.
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