– Son una prueba palpable de que contar historias puede ser algo más que una mera diversión -se me ocurrió decirle-. Algo primordial, algo de lo que depende la existencia misma de un pueblo. Quizá sea eso lo que me ha impresionado tanto. Uno no siempre sabe por qué lo conmueven las cosas, Mascarita. Te tocan una fibra secreta y ya está.
Saúl se rió, dándome una palmada en el hombro. Yo le había hablado en serio, pero él lo tomó a la broma.
– Ah, es por el lado literario que el asunto te interesa -exclamó, decepcionado, como si esa conexión devaluara mi curiosidad-. Bueno, no te hagas ilusiones. Lo más probable es que quienes te hayan contado el cuento de los contadores de cuentos sean esos gringos. Las cosas no pueden ser como se les ocurre a ellos. Te aseguro que los gringos entienden a los machiguengas todavía menos que los misioneros.
Estábamos en un cafecito de la avenida España, comiéndonos un pan con chicharrón. Habían pasado varios días de mi regreso de la Amazonía. Apenas volví, por más que lo busqué en la Universidad y le dejé recados en La Estrella, no pude dar con él. Y ya estaba temiendo que me iría a Europa sin despedirme de Saúl, cuando, la víspera de mi partida a Madrid, me lo encontré al bajar de un ómnibus, en una esquina de la avenida España. Fuimos hasta aquel cafetín donde, me dijo, me ofrecería una despedida de sandwichs de chicharrón y cerveza helada cuyo recuerdo me acompañaría toda la estancia en Europa. El recuerdo que me quedó grabado fue, más bien, el de sus evasivas y su incomprensible desinterés por un asunto, los habladores machiguengas, que yo había creído lo entusiasmaría muchísimo. ¿Era un desinterés real? Naturalmente que no. Ahora sé que fingía no interesarse por el tema y que me mintió cuando, acosado por mis preguntas, me aseguró no haber oído jamás una palabra sobre los tales habladores.
La memoria es una pura trampa: corrige, sutilmente acomoda el pasado en función del presente. He tratado tantas veces de reconstruir aquella conversación de agosto de 1958 con mi amigo Saúl Zuratas, en esa chinganita de sillas desfondadas y mesas cojas de la avenida España, que ahora ya no estoy seguro de nada, salvo, quizás, de su gran lunar color vino vinagre, que imantaba las miradas de los parroquianos, de su alborotado mechón de cabellos rojizos, de su camisita de franela a cuadros rojos y azules y de sus zapatones de gran caminante.
Pero mi memoria no puede haber fabricado totalmente la feroz catilinaria de Mascarita contra el Instituto Lingüístico de Verano, que me parece estar oyendo, veintisiete años después, ni mi asombro al ver la sorda cólera con que hablaba. Fue la única vez que lo vi así: lívido de furia. Ese día supe que también el arcangélico Saúl era capaz, como el resto de los mortales, de ceder a aquellas rabias que, según sus amigos machiguengas, podían desestabilizar el universo. Se lo dije, tratando de distraerlo:
– Vas a provocar un apocalipsis con esa pataleta, Mascarita.
Pero él no me escuchó.
– Ellos son los peores de todos, tus apostólicos lingüistas. Se incrustan en las tribus para destruirlas desde adentro, igualito que los piques. En su espíritu, en sus creencias, en su subconsciencia, en las raíces de su modo de ser. Los otros les quitan el espacio vital y los explotan o los empujan más adentro. En el peor de los casos, los matan físicamente. Tus lingüistas son más refinados, los quieren matar de otro modo. ¡Traduciendo la Biblia al machiguenga, qué te parece!
Lo vi tan alterado, que no le discutí. Varias veces, oyéndolo, me mordí la lengua para no contradecirlo. Sabía que en el caso de Saúl Zuratas las objeciones al Instituto no eran frívolas ni inspiradas en prejuicios políticos; que, por cuestionables que me parecieran, reflejaban un punto de vista profundamente meditado y sentido. ¿Por qué la tarea del Instituto le parecía aún más nociva que la de esos barbados dominicos y esas monjitas españolas de Quillabamba, Koribeni y Chirumbia?
Debió demorar su respuesta, pues la señora que atendía se acercó en ese momento con una nueva tanda de pan con chicharrón. Después de colocar el plato en la mesa, se quedó mirando un buen rato el lunar de Saúl, hechizada. La vi que se retiraba hacia el fogón, persignándose.
– No me parece más nociva, te equivocas; -me contestó al fin, con sarcasmo, siempre frenético-. Ellos también les quieren robar el alma, por supuesto. Pero, a los misioneros se los está tragando la selva, como al Arturo Cova de La vorágine. ¿No los has visto, en tu viaje? Medio muertos de hambre y, además, poquísimos. Viven en un desamparo tal que ya no están en condiciones de evangelizar a nadie, felizmente. El aislamiento les ha embotado el espíritu catequístico. No hacen más que sobrevivir. La selva les cortó las uñas, compadre. Y, al paso que van las cosas en la Iglesia Católica, pronto ya no habrá curas ni para Lima, no te digo la Amazonía.
Los lingüistas eran algo muy diferente. Tenían, detrás de ellos, un poder económico y una maquinaria eficientísima que les permitiría tal vez implantar su progreso, su religión, sus valores, su cultura. ¡Aprender las lenguas aborígenes, vaya estafa! ¿Para qué? ¿Para hacer de los indios amazónicos buenos occidentales, buenos hombres modernos, buenos capitalistas, buenos cristianos reformados? Ni siquiera eso. Sólo para borrar del mapa sus culturas, sus dioses, sus instituciones y adulterarles hasta sus sueños. Como habían hecho con los pieles rojas y los otros, allá en su país. ¿Eso quería para nuestros compatriotas de la selva? ¿Que se convirtieran en lo que eran, ahora, los aborígenes de Norteamérica? ¿Que se volvieran sirvientes y lustrabotas de los viracochas?
Hizo una pausa porque advirtió que, en la mesa vecina, tres hombres habían dejado de hablar para escucharlo, atraídos por su lunar y su furor. La mitad sana de su rostro estaba congestionada; tenía la boca entreabierta y su labio inferior, adelantado, temblaba. Me levanté a orinar sin tener ganas, pensando que mi ausencia lo calmaría. La señora del fogón me preguntó al pasar, bajando la voz, si lo que mi amigo tenía en la cara era muy grave. Le susurré que no, sólo un lunar, ni más ni menos que el que tiene usted en el brazo, señora. «Pobrecito, qué pena da verlo», murmuró. Regresé a la mesa y Mascarita trató de sonreír mientras alzaba su vaso:
– Salud, compadre, por ti. Perdona que se me subiera un poco la mostaza.
Pero, en realidad, no se había calmado y se lo notaba tenso y a punto de estallar de nuevo. Le dije que su expresión me traía a la memoria un poema y le recité, en machiguenga, los versos que recordaba de aquella canción sobre la tristeza.
Conseguí que sonriera, un momento.
– Hablas el machiguenga con un ligero dejo californiano -se burló-. ¿Por qué será?
Pero un rato después volvió a la carga sobre aquello que lo tenía en ascuas. Sin quererlo, yo había removido algo profundo, que lo angustiaba y hería. Habló sin pausas, como aguantando la respiración.
Hasta ahora nadie lo había conseguido, pero podía ser que esta vez los lingüistas se salieran con la suya. En cuatrocientos, quinientos años de intentos, todos los otros habían fracasado. Nunca habían podido someter a esas tribus pequeñitas que despreciaban. Yo lo habría leído en las Crónicas que fichaba donde Porras Barrenechea, ¿no, compadre? Lo que les pasó a los Incas, cada vez que mandaron ejércitos al Antisuyo. A Túpac Yupanqui, sobre todo, ¿no lo había leído? Cómo sus guerreros se desvanecieron en la selva, cómo los Antis se les escurrieron entre los dedos. No habían sometido a uno solo y, despechados, los civilizados cusqueños se pusieron entonces a menospreciarlos. Por eso inventaron todos esos vocablos peyorativos en quechua contra los indios amazónicos: salvajes, depravados. Y, sin embargo, ¿qué le ocurrió al Tahuantinsuyo cuando debió hacer frente a una civilización más poderosa? Los bárbaros del Antisuyo, al menos, seguían siendo lo que eran, ¿no? ¿Y acaso los españoles habían tenido más éxito que los Incas? ¿No habían sido todas sus «entradas» un fracaso absoluto? Los mataban cuando podían echarles la mano encima, pero ocurrió rara vez. Los miles de soldados, aventureros, fugitivos, misioneros que bajaron al Oriente entre 1500 y 1800 ¿pudieron acaso incorporar una sola tribu a la muy ilustre civilización cristiana y occidental? Todo eso ¿no significaba nada para mí?
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