Mario Llosa - El Hablador

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Dos narraciones alternan, en El hablador, para relatarnos el anverso y reverso de una historia singular. Por una parte, un narrador principal (que, al igual que en La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta, parecería identificarse con el autor) evoca sus recuerdos de un compañero de juventud limeño, apodado Mascarita, que siente fascinación por una pequeña cultura primitiva, por otra parte, un anónimo contador ambulante de historias -un `hablador`-, viviente memoria colectiva de los indios machiguengas de la Amazonia peruana, nos narra, en un lenguaje de desusada poesía y de magia, su propia existencia y la historia y mitos de su pueblo. La confluencia final de los dos relatos, al revelar su secreta unidad, muestra las misteriosas relaciones de la ficción con las sociedades y con los individuos, su razón de ser, sus mecanismos y sus efectos en la vida. Por su dominio expresivo y la problemática abordada, El hablador es una de las más significativas y originales aportaciones de la narrativa de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

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Fue sólo ya al final, cuando buscaba un hueco en la conversación para despedirme, que, de manera casual, surgió el asunto que, a distancia, borra todos los otros de esa noche y es, seguramente, la razón de que yo dedique ahora mis días de Firenze, no tanto a Dante, Machiavelli y el arte renacentista, sino a entretejer los recuerdos y fantasías de esta historia. No sé cómo brotó. Yo les hacía muchas preguntas y algunas de ellas debieron versar sobre los brujos y curanderos machiguengas (los había de dos clases: los benéficos, seripigaris, y los maléficos, machikanaris). Acaso esto lo suscitó. O, acaso, cuando les pregunté acerca de los mitos, leyendas, historias, que hubieran podido recoger en sus viajes, se produjo la asociación de ideas. No sabían gran cosa sobre las prácticas de hechicería de seripigaris y machikanaris, salvo que ambos, como ocurría con los chamanes de otras tribus, se servían del tabaco, el ayahuasca y otras plantas alucinógenas -la corteza del kobuiniri, por ejemplo- en el curso de sus sesiones, a las que llamaban la mareada, ni más ni menos que a la simple borrachera de masato. Los machiguengas eran de por sí muy locuaces, magníficos informantes, pero los Schneil no habían querido insistir demasiado sobre el asunto de los brujos, temerosos de violentarlos.

– Bueno, y, además del seripigari y el machikanari, hay también entre ellos ese personaje raro, que no parece curandero ni sacerdote -dijo, de pronto, la señora Schneil. Se volvió hacia su marido, dudando-. Bueno, tal vez sea un poco de las dos cosas, ¿no es cierto, Edwin?

– Ah, te refieres al… -dijo el señor Schneil, y vaciló. Articuló un ruido fuerte, largo, gutural y con eses. Quedó en silencio, buscando-. ¿Cómo se podría traducir?

Ella entrecerró los ojos y se llevó un nudillo a la boca. Era rubia, de ojos muy azules y labios delgadísimos y tenía una sonrisa infantil.

– Tal vez, conversador. O, más bien, hablador -dijo, al fin. Y pronunció de nuevo el ruido: bronco, sibilante, larguísimo.

– Sí -sonrió él-. Creo que es lo más aproximado. Hablador.

Nunca habían visto a ninguno. Por su puntillosa discreción -su temor a irritarlos- nunca habían pedido a sus huéspedes una explicación detallada sobre las funciones que cumplía entre los machiguengas, ni que les precisaran si se trataba de uno o de muchos, o, incluso, aunque tendían a descartar esta hipótesis, si, en vez de seres concretos y contemporáneos, se trataba de alguien fabuloso, como Kientibakori, patrón de los demonios y creador de todo lo ponzoñoso e incomestible. Lo seguro era que la palabra «hablador» se pronunciaba con extraordinarias muestras de respeto por todos los machiguengas y que cada vez que alguien la había proferido delante de los Schneil, los demás habían cambiado de tema. Pero no creían que se tratara de un tabú. Pues el hecho era que la famosa palabreja se les escapaba muy a menudo, lo que parecía indicar que el hablador estaba siempre en sus mentes. ¿Era un jefe o mentor de toda la comunidad? No, no parecía ejercer ningún poder específico sobre ese archipiélago tan laxo, tan disperso: la sociedad machiguenga. Por lo demás, ésta carecía de autoridades. Sobre eso los Schneil no abrigaban la menor duda. Sólo habían tenido curacas cuando se los impusieron los viracochas, como en las pequeñas aglomeraciones de Koribeni y Chirumbia, organizadas por los dominicos, o en la época de las haciendas y de los asentamientos caucheros, cuando los patronos designaban a uno de ellos como jefe para controlarlos mejor. Tal vez el hablador ejercía un liderazgo espiritual, tal vez realizaba ciertas prácticas religiosas. Pero, por alusiones captadas aquí y allá, en una frase suelta de uno y en una réplica de otro, la función del hablador parecía ser sobre todo aquella inscrita en su nombre: hablar.

A la señora Schneil le había ocurrido un curioso lance, hacía pocos meses, a orillas del río Kompiroshiato. Súbitamente, la familia machiguenga con la que estaban viviendo ocho personas: -dos ancianos varones, un adulto, cuatro mujeres y una niña- desapareció, sin darle ninguna explicación. La extrañó mucho, pues nunca antes habían hecho nada semejante. Los ocho volvieron unos días después, tan misteriosamente como se fueron. ¿Dónde se habían marchado de ese modo? «A oír al hablador», dijo la niña. El sentido de la frase era claro, pero la señora Schneil no pudo saber más, porque nadie añadió más detalles ni ella los pidió. Sin embargo, los días subsiguientes, los ocho machiguengas habían estado sumamente excitados, cuchicheando sin cesar. Y la señora Schneil, viéndolos enfrascados en sus interminables conciliábulos, sabía que estaban recordando al hablador.

Los Schneil habían hecho conjeturas, barajado hipótesis. El hablador, o los habladores, debían de ser algo así como los correos de la comunidad. Personajes que se desplazaban de uno a otro caserío, por el amplio territorio en el que estaban aventados los machiguengas, refiriendo a unos lo que hacían los otros, informándoles recíprocamente sobre las ocurrencias, las aventuras y desventuras de esos hermanos a los que veían muy rara vez o nunca. El nombre los definía. Hablaban. Sus bocas eran los vínculos aglutinantes de esa sociedad a la que la lucha por la supervivencia había obligado a resquebrajarse y desperdigarse a los cuatro vientos. Gracias a los habladores, los padres sabían de los hijos, los hermanos de las hermanas, y gracias a ellos se enteraban de las muertes, nacimientos y demás sucesos de la tribu.

– Y, también, de algo más -dijo el señor Schneil-. Tengo la "impresión de que el hablador no sólo trae noticias actuales. También, del pasado. Es probable que sea, asimismo, la memoria de la comunidad. Que cumpla una función parecida a la de los trovadores y juglares medievales.

La señora Schneil lo interrumpió para aclararme que aquello era difícil de establecer. El sistema verbal machiguenga era intrincado y despistante, entre otras razones porque confundía fácilmente el pasado y el presente. Así como la palabra «muchos» -tobaiti- servía para expresar todas las cantidades superiores a cuatro, el «ahora» abarcaba a menudo el hoy y el ayer y el verbo en tiempo presente lo usaban con frecuencia para referirse a acciones del pasado próximo. Era como si sólo el futuro fuese para ellos algo nítidamente delimitado. La charla derivó hacia el tema lingüístico y terminó con un rosario de ejemplos que me dieron sobre las risueñas e inquietantes implicaciones de una manera de hablar en la que el antes y el ahora eran poco diferenciables.

La idea de ese ser, de esos seres, en los bosques insalubres del Oriente cusqueño y de Madre de Dios, que hacían larguísimas travesías de días y semanas llevando y trayendo historias de unos machiguengas a otros, recordando a cada miembro de la tribu que los demás vivían, que, a pesar de las grandes distancias que los separaban, formaban una comunidad y compartían una tradición, unas creencias, unos ancestros, unos infortunios y algunas alegrías, la silueta furtiva, tal vez legendaria, de esos habladores que con el simple y antiquísimo expediente -quehacer, necesidad, manía humana- de contar historias, eran la savia circulante que hacía de los machiguengas una sociedad, un pueblo de seres solidarios y comunicados, me conmovió extraordinariamente. Me conmueve aún, cuando pienso en ellos, y, ahora mismo, aquí, mientras escribo estas líneas, en el Caffé Strozzi de la vieja Firenze, bajo el calor tórrido de julio, se me pone todavía la carne de gallina.

– ¿Y por qué se te pone la carne de gallina? -dijo Mascarita-. ¿Qué es lo que tanto te llama la atención? ¿Qué tienen de particular los habladores?

En efecto, ¿por qué no podía quitármelos de la cabeza, desde esa noche?

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