Mario Llosa - El Hablador

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Dos narraciones alternan, en El hablador, para relatarnos el anverso y reverso de una historia singular. Por una parte, un narrador principal (que, al igual que en La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta, parecería identificarse con el autor) evoca sus recuerdos de un compañero de juventud limeño, apodado Mascarita, que siente fascinación por una pequeña cultura primitiva, por otra parte, un anónimo contador ambulante de historias -un `hablador`-, viviente memoria colectiva de los indios machiguengas de la Amazonia peruana, nos narra, en un lenguaje de desusada poesía y de magia, su propia existencia y la historia y mitos de su pueblo. La confluencia final de los dos relatos, al revelar su secreta unidad, muestra las misteriosas relaciones de la ficción con las sociedades y con los individuos, su razón de ser, sus mecanismos y sus efectos en la vida. Por su dominio expresivo y la problemática abordada, El hablador es una de las más significativas y originales aportaciones de la narrativa de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

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A los Schneil les costó mucho establecer los primeros contactos. Sólo un año después de iniciar sus tentativas, había conseguido, él, ser hospedado por una familia machiguenga. Nos contó la delicada experiencia que fue, su zozobra y expectación de aquella mañana, en una de las cabeceras del río Timpía, cuando, totalmente desnudo, avanzó hacia la solitaria cabaña de rajas de corteza y techo de paja, en la que ya había estado antes en tres ocasiones dejando presentes -sin encontrar a nadie pero sintiendo a sus espaldas las miradas de los machiguengas que lo observaban desde la floresta- y vio que la media docena de pobladores, esta vez, no corría.

Desde entonces, los Schneil habían pasado cortas temporadas -por separado o juntos- con ésa y otras familias machiguengas del Alto Urubamba y afluentes. Habían acompañado a los grupos en la estación seca, cuando salían a pescar y de cacería, y hecho grabaciones que nos hicieron oír. Una crepitación sonora, con súbitas notas agudas, y, a veces, un gran desorden gutural que, nos explicaron, eran cantos. Tenían la transcripción y traducción de una de aquellas canciones, hecha por un misionero dominico en los años treinta y que los Schneil habían vuelto a escuchar, un cuarto de siglo después, en una quebrada del río Sepahua. El texto ilustraba admirablemente aquel estado de ánimo de la comunidad que nos habían descrito. Tanto, que lo copié. Desde entonces, lo he llevado conmigo, doblado en cuatro, en un rincón de mi cartera, como amuleto. Todavía se puede descifrar:

Opampogyakyena shinoshinonkarintsi Me está mirando la tristeza opampogyakyena shinoshinonkarintsi me está mirando la tristeza ogakyena kabako shinoshinonkarintsi me está mirando bien la tristeza ogakyena kabako shinoshinonkarintsi me está mirando bien la tristeza okisabintsatana shinoshinonkarintsi mucho me enoja la tristeza okisabintsatana shinoshinonkarintsi mucho me enoja la tristeza amakyena tampia tampia tampia me ha traído aire, viento ogaratinganaa tampia tampia me ha levantado el aire okisabintsatana shinoshinonkarintsi mucho me enoja la tristeza okisabintsatana shinoshinonkarintsi mucho me enoja la tristeza amaanatyomba tampia tampia me ha traído el aire, el viento onkisabintsatenatyo shinonka mucho me enoja la tristeza shinoshinonkarintsi tristeza amakyena popyenti pogyentima pogyenti me ha traído gusanito gusanito tampia tampia tampia el aire, el viento, el aire.

Aunque tenían suficientes conocimientos de la lengua machiguenga, a los Schneil les faltaba todavía mucho para dominar los secretos de su estructura. Era una lengua arcaica, de vibrante sonoridad y aglutinante, en la que una sola palabra compuesta de muchas otras podía expresar un vasto pensamiento.

La señora Schneil estaba encinta. Ésa era la razón por la que ambos esposos se encontraban en la base de Yarinacocha. Una vez que hubiera nacido su primer hijo, la pareja volvería al Urubamba. El niño o la niña, decían, se criaría allá y dominaría el machiguenga mejor y, acaso, antes que ellos.

Los Schneil habían recibido su diploma, igual que los demás lingüistas, en la Universidad de Oklahoma, pero eran, ante todo, como sus colegas, seres animados por un proyecto espiritual: la difusión de la Biblia. No sé cuál era su exacta filiación religiosa, pues hay entre los lingüistas del Instituto miembros de distintas iglesias. La intención que los inducía a estudiar las culturas primitivas era religiosa: traducir la Biblia a aquellas lenguas a fin de que esos pueblos pudieran escuchar la palabra de Dios a los compases y en las inflexiones de su propia música. Éste fue el designio que llevó al Doctor Peter Townsend -un interesante personaje, mezcla de misionero y pionero, amigo del Presidente mexicano Lázaro Cárdenas y autor de un libro sobre él- a fundar el Instituto, y el incentivo que mueve todavía a los lingüistas a hacer la paciente labor que realizan. El espectáculo de la fe sólida, inconmovible, que lleva a un hombre a dedicarle su vida y a aceptar por ella cualquier sacrificio, siempre me ha conmovido y asustado, pues de esta actitud resultan por igual el heroísmo y el fanatismo, hechos altruistas y crímenes. Pero, en el caso de los lingüistas del Instituto, su fe me pareció, en aquel viaje, benigna. Aún recuerdo a aquella mujer -una muchacha casi- que llevaba años viviendo entre los shapras del Morona, y a esa familia instalada entre los huambisas cuyos hijos -unos gringuitos pelirrojos- chapoteaban desnudos en las orillas del río con los cobrizos niños de la aldea, hablando y escupiendo como éstos. (Los huambisas escupen mientras hablan para mostrar que dicen la verdad. Un hombre que no escupe al hablar es para ellos un mentiroso.)

Cierto que, por primitivas que fueran las condiciones en que vivían en las tribus, gozaban de una infraestructura que los protegía: aviones, aparatos de radio, médicos, medicinas. Pero, aun así, había en ellos una convicción profunda y una capacidad de adaptación nada común. Los lingüistas que vimos instalados en las tribus, con la diferencia de estar vestidos y sus huéspedes semidesnudos, vivían casi de la misma manera: en idénticas chozas o en la semiintemperie, bajo un endeble pamacari, compartiendo la dieta frugal y el régimen espartano de los nativos. Había en todos ellos, también, algo de esa predisposición por la aventura -la atracción de la frontera- tan frecuente en la mentalidad norteamericana y que es denominador común de gentes de la más diversa condición y oficio. Los Schneil eran muy jóvenes, estaban empezando su vida matrimonial, y por lo que nos dieron a entender en esa charla, no consideraban su venida a la Amazonía algo transitorio sino un compromiso vital de largo alcance.

Lo que nos contaron sobre los machiguengas quedó rondándome en todo nuestro recorrido por el Alto Marañón. Era un asunto que quería comentar con Saúl; necesitaba oír sus críticas y observaciones al testimonio de los Schneil. Le daría una sorpresa, además. Porque aprendí de memoria el texto de aquella canción y se la recitaría en machiguenga. Me imaginaba su pasmo, la gran carcajada cordial…

Las tribus que nosotros visitamos, en el Alto Marañón y en Moronacocha, eran muy diferentes de las del Urubamba y del Madre de Dios. Los aguarunas mantenían contactos con el resto del Perú y algunas de sus aldeas experimentaban un proceso de mestizaje evidente a simple vista. Los shapras estaban más aislados y, hasta hacía poco -sobre todo porque reducían cabezas- tenían fama de violentos, pero no se advertía en ellos ninguno de esos síntomas de desánimo, de colapso moral, que los Schneil nos habían descrito en los machiguengas.

Cuando regresamos a Yarinacocha, para emprender la vuelta a Lima, pasamos una última noche con los lingüistas. Fue una sesión de trabajo, en la que éstos interrogaron a Matos Mar y Juan Comas sobre sus impresiones de viaje. Al terminar la reunión, pregunté a Edwin Schneil si no le importaba que conversáramos un rato. Me llevó a su casa. Su esposa nos preparó una taza de té. Vivían en una de las últimas cabañas, donde el Instituto terminaba y comenzaba la selva. El chirrido regular, armonioso, simétrico, de los insectos del exterior, sirvió de música de fondo a nuestra charla, que duró mucho rato y en la que, por momentos, participó también la señora Schneil. Fue ella la que me habló de la cosmogonía fluvial del machiguenga, donde la Vía Láctea era el río Meshiareni por el que bajaban los innumerables dioses y diosecillos de su panteón a la tierra y por el que subían al paraíso las almas de sus muertos. Les pregunté si tenían fotografías de las familias con las que habían vivido. Me dijeron que no. Pero me mostraron muchos objetos machiguengas. Tamboriles y bombos de piel de mono, flautas de caña y una especie de pífano, compuesto de tubitos de bejuco, sujetados en gradiente por fibras vegetales, que, apoyándolo en el labio inferior y soplando, daba una rica escala de sonidos desde un agudo extremo hasta un grave profundo. Cribas de hojas de caña cortadas en tiritas y tejidas en trenza, como canastillas, para colar las yucas con que hacían masato. Collares y sonajas de semillas, dientes y huesos. Tobilleras, pulseras. Coronas de plumas de loro, huacamayo, tucán y paujil, engarzadas en aros de madera. Arcos, puntas de flechas labradas en piedra y unos cuernos donde guardaban el curare para envenenar sus flechas y las tinturas del tatuaje. Los Schneil habían hecho unos dibujos, en cartulinas, con las figuras que los machiguengas se pintaban en caras y cuerpos. Eran geométricas, algunas muy simples y otras como enrevesados laberintos; me explicaron que se llevaban según las circunstancias y la condición de la persona. Su función era atraer la buena suerte y conjurar la mala. Éstas correspondían a los solteros, éstas a los casados, éstas eran para salir de caza y sobre otras no se habían formado una idea muy clara. La simbología machiguenga era sumamente sutil. Había una figura -dos rayas cruzadas como un aspa, dentro de media circunferencia que, por lo visto, se pintaban los que iban a morir.

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