Descubrir el valor del dinero fue trágico para los urakusas. Jum hizo saber a los patronos que ya no seguiría comerciando con ellos. Esta decisión significaba, pura y simplemente, la ruina de aquellos viracochas de Santa María de Nieva que nos habían recibido tan cordialmente. Unos blancos y mestizos miserables, por lo demás, semianalfabetos y descalzos, que vivían en condiciones casi tan ínfimas como sus víctimas. Los excesos feroces que perpetraban con los aguarunas no los hacían ricos, eran apenas para sobrevivir. La explotación, en ese rincón del mundo, se llevaba a cabo a un nivel poco menos que infrahumano. Por eso se había organizado la expedición punitiva contra Urakusa y por eso, mientras supliciaban a Jum, le habían repetido: «Olvídate de la cooperativa.»
Aquello acababa de ocurrir. Las heridas de Jum aún supuraban. El pelo no le había crecido. Mientras, en el apacible claro de Urakusa, nos traducían esta historia -Jum apenas carraspeaba una que otra frase en español- yo pensaba: «Tengo que hablar de esto con Saúl.» ¿Qué me diría Mascarita? ¿Admitiría que, en un caso así, se veía, clarísimo, que lo que convenía a Urakusa, a Jum, no era el movimiento hacia atrás sino adelante? Es decir, establecer su cooperativa, comerciar con las ciudades, prosperar económica y socialmente, de modo que ya no pudieran hacer con ellos lo que habían hecho los «civilizados» de Santa María de Nieva. ¿O Saúl me diría, irrealmente, que no, que la verdadera solución era que aquellos viracochas se marcharan de allí y dejaran a los urakusas retomar su vida tradicional?
Aquella noche, Matos Mar y yo la pasamos en vela, conversando sobre la historia de Jum y el horror que ella mostraba sobre la condición del débil y del pobre en nuestro país. Invisible y mudo, participó en la conversación el fantasma de Saúl Zuratas, a quien ambos hubiéramos querido tener allí, opinando y discutiendo. Matos Mar creía que, de la desgracia de Jum, Mascarita extraería razones para apuntalar sus tesis. ¿No probaba aquello que la coexistencia era imposible, que fatalmente se convertía en dominio de viracochas sobre indígenas, en la gradual y sistemática destrucción de la cultura más débil? Esos borrachines salvajes de Santa María de Nieva no abrirían nunca, en ningún caso, a los urakusas, el camino de la modernidad, sólo el de su extinción; su «cultura» no tenía más títulos a la hegemonía que la de los aguarunas, quienes, por primitivos que fuesen, habían desarrollado los conocimientos y las artes suficientes para coexistir -ellos sí- con la Amazonía. Por razones de antigüedad, de historia y de moral había que reconocerles soberanía sobre ese territorio y expulsar de allí a los forasteros intrusos de Santa María de Nieva.
Yo no estaba de acuerdo con Matos Mar; pensaba que, más bien, la historia de Jum tal vez induciría a Saúl a consideraciones más prácticas, a resignarse al mal menor. ¿Había, acaso, la más remota probabilidad de que algún gobierno peruano, del signo que fuera, concediese a las tribus un derecho de extraterritorialidad en la selva? Era obvio que no. ¿Por qué, entonces, no cambiar más bien a los viracochas, para que su manera de tratar a los indígenas fuera otra?
Dormíamos en el suelo de tierra, compartiendo un mosquitero, en una cabaña impregnada de olor a caucho (era el depósito de Urakusa), cercados por la respiración de nuestros compañeros y los rumores desconocidos de la selva. Matos Mar y yo compartíamos también, en aquel tiempo, entusiasmos e ideas socialistas y en el curso de la charla comparecieron, claro está, esas famosas relaciones sociales de producción que, como una varita mágica, servían para explicar y resolver todos los problemas. El de los urakusas -el de todas las tribus había que entenderlo como parte del problema general derivado de la estructura clasista de la sociedad peruana. El socialismo, al sustituir la obsesión del provecho económico -la ganancia individual- por la noción de servicio a la colectividad como incentivo del trabajo y reintroducir un sentido solidario y humano en las relaciones sociales, permitiría aquella coexistencia entre el Perú moderno y el Perú primitivo que Mascarita creía imposible e indeseable. En el nuevo Perú, inspirado en la ciencia de Marx y de Mariátegui, las tribus amazónicas podrían, simultáneamente, modernizarse y conservar lo esencial de su tradición y sus costumbres dentro de ese mosaico de culturas que constituiría la futura civilización peruana. ¿Creíamos, de veras, que el socialismo garantizaría la integridad de nuestras culturas mágico religiosas? ¿No había ya bastantes pruebas de que el desarrollo industrial, fuera capitalista o comunista, significaba fatídicamente el aniquilamiento de aquéllas? ¿Había una sola excepción en el mundo a esta terrible, inexorable ley? Pensándolo bien -y desde la perspectiva de los años transcurridos y del mirador de esta Firenze calurosa- éramos tan irreales y románticos como Mascarita con su utopía arcaica y antihistórica.
Esa larga conversación con Matos Mar, bajo el mosquitero, mirando cimbrearse unas bolsas oscuras colgadas del techo de hojas de palmera que misteriosamente desaparecieron al amanecer -eran cientos de arañas, supimos después, que venían a ovillarse de este modo, en las noches, al calor de la fogata de la cabaña- es una de las imágenes imperecederas de aquel viaje. Otra: el recuerdo de un prisionero, de una tribu enemiga, al que los shapras del Lago de Morona tenían en libertad, permitiéndole desplazarse tranquilamente por la aldea. Pero, su perro, en cambio, se hallaba encarcelado en una jaula y era objeto de cuidadosa vigilancia. Capturado y captores estaban evidentemente de acuerdo en el sentido de aquella metáfora; para aquéllos y para éste, el animal enjaulado impedía que el prisionero huyera, ataba a éste a sus captores con más fuerza -la fuerza del rito, de la creencia, de la magia- que una cadena de hierro. Y otra más: las habladurías y fantasías que nos persiguieron en todo el viaje en torno a un aventurero, pillo y señor feudal, un japonés llamado Tushía, de quien se decía que habitaba en una isla del río Pastaza con un harén de niñas robadas a lo largo y ancho de la Amazonía.
Pero, a la larga, el recuerdo más memorable y recurrente de aquel viaje -un recuerdo que, en esta tarde florentina, arde casi con la misma violencia que las ascuas del sol veraniego de Toscana- sería lo que les oí contar, en Yarinacocha, a una pareja de lingüistas: los esposos Schneil. Al principio, me pareció que era la primera vez que oía nombrar a aquella tribu. Pero, de pronto, me di cuenta que era la misma sobre la que había oído tantas historias a Saúl, aquella con la que entró en contacto desde su primer viaje a Quillabamba: los machiguengas. Y, sin embargo, salvo en el nombre, ambas no parecían tener mucho en común.
Poco a poco, fui adivinando la razón de la desinteligencia de imágenes. Aunque se trataba de la misma tribu, los machiguengas -cuyo número se calculaba, a ciegas, entre cuatro y cinco mil- estaban desigualmente vinculados con el resto del Perú y entre sí mismos. Era un pueblo fracturado. Una línea divisoria, que tenía como hito principal el Pongo de Mainiqui, diferenciaba a los machiguengas dispersos en la ceja de montaña, colindante con la sierra -zona montuosa-, donde la presencia de blancos y mestizos era abundante-, de los machiguengas de la zona oriental, allende el Pongo, donde comienza la llanura amazónica. El accidente geográfico, aquel paso angosto entre montañas donde el Urubamba se embravecía y llenaba de espuma, remolinos y ruido, separaba a aquellos de arriba, que tenían contactos con el mundo blanco y mestizo y habían entrado en un proceso de aculturación, de los otros, diseminados en los bosques del llano, que vivían casi en total aislamiento y conservaban más o menos intacta su forma de vida tradicional. Los dominicos habían levantado misiones entre aquellos -como Chirumbia, Koribeni y Panticollo-, y en esa zona había, también, chacras de viracochas, en las que algunos machiguengas trabajaban. esos eran los dominios del célebre Fidel Pereira y el mundo machiguenga al que se referían las evocaciones de Saúl: el más occidentalizado y expuesto al exterior.
Читать дальше