Mario Llosa - El Hablador

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Dos narraciones alternan, en El hablador, para relatarnos el anverso y reverso de una historia singular. Por una parte, un narrador principal (que, al igual que en La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta, parecería identificarse con el autor) evoca sus recuerdos de un compañero de juventud limeño, apodado Mascarita, que siente fascinación por una pequeña cultura primitiva, por otra parte, un anónimo contador ambulante de historias -un `hablador`-, viviente memoria colectiva de los indios machiguengas de la Amazonia peruana, nos narra, en un lenguaje de desusada poesía y de magia, su propia existencia y la historia y mitos de su pueblo. La confluencia final de los dos relatos, al revelar su secreta unidad, muestra las misteriosas relaciones de la ficción con las sociedades y con los individuos, su razón de ser, sus mecanismos y sus efectos en la vida. Por su dominio expresivo y la problemática abordada, El hablador es una de las más significativas y originales aportaciones de la narrativa de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

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El otro sector de la comunidad -pero ¿se podía hablar, en estas condiciones, de una comunidad?-, diseminado en el extensísimo territorio de las hoyas de los ríos Urubamba y Madre de Dios, se mantenía aún, a fines de los años cincuenta, celosamente aislado y se resistía a todo tipo de comunicación con los blancos. A ellos no habían llegado los misioneros dominicos y en esa zona no había, por el momento, nada que atrajera a los viracochas. Pero ni siquiera ese sector era homogéneo. Había, entre los machiguengas más primitivos, un pequeño grupo o fracción aún más arcaico, enemistado con el resto. Los llamados «kogapakori». Concentrados en la zona bañada por dos afluentes del Urubamba -los ríos Timpía y Tikompinía-, los kogapakori andaban totalmente desnudos, salvo algunos hombres que llevaban estuches fálicos hechos de bambú, y atacaban a quien penetrara en sus dominios, aun si eran de la misma etnia. Su caso era excepcional, porque, comparados con cualquier otra tribu, los machiguengas habían sido tradicionalmente pacíficos. Su carácter suave, dócil, hizo de ellos las víctimas privilegiadas de la época del caucho, cuando las grandes cacerías de indios para proveer de brazos a los asentamientos caucheros -período en que la tribu fue literalmente diezmada y estuvo a punto de extinguirse- y por ello habían llevado siempre la peor parte en las escaramuzas con sus enemigos inveterados, los yaminahuas y los mashcos, sobre todo estos últimos, famosos por su belicosidad. Éstos eran los machiguengas de los que nos hablaban los esposos Schneil. Llevaban ya dos años y medio de esfuerzos para ser admitidos por ellos y todavía encontraban desconfianza y a veces hostilidad en los grupos con los que habían logrado hacer contacto.

Yarinacocha, a la hora del crepúsculo, cuando la boca roja del sol comienza a hundirse tras las copas de los árboles y la laguna de aguas verdosas llamea bajo el cielo azul añil, en el que titilan las primeras estrellas, es uno de los espectáculos más hermosos que yo haya visto. Estábamos en la terraza de una casa de madera y contemplábamos, por sobre el hombro de los Schneil, el horizonte de la selva, oscureciéndose. La visión era bellísima. Pero todos, creo, nos sentíamos incómodos y deprimidos. Porque aquello que nos contaba la pareja -ambos bastante jóvenes y con el aire deportivo, candoroso, puritano y diligente que lucían, como un uniforme, todos los lingüistas- era una historia lúgubre. Hasta los dos antropólogos del grupo -Matos Mar y el mexicano Juan Comas- estaban sorprendidos por el grado de postración y pesimismo en el que, según los Schneil, se hallaba la quebrada sociedad machiguenga. A juzgar por lo que oíamos, parecía estar virtualmente desintegrándose.

Casi no habían sido estudiados. Salvo un pequeño libro, publicado en 1943 por un dominico, el Padre Vicente de Cenitagoya, y algunos artículos de otros misioneros sobre su folklore y su lengua, aparecidos en las revistas de la Orden, no existía un trabajo etnográfico serio sobre ellos. Pertenecían a la familia arawak y se confundían algo con los campas de los ríos Ene y Perené y el Gran Pajonal, pues sus idiomas tenían raíces semejantes. Su origen era un misterio total; su identidad, borrosa. Vagamente denominados Antis, por los Incas, que los arrojaron de la parte oriental del Cusco pero no pudieron nunca invadir sus dominios selváticos ni sojuzgarlos, figuraban, en las Crónicas y Relaciones de la Colonia, con apelativos arbitrarios -Manaríes, Opataris, Pilcozones- hasta que en el siglo XIX, por fin, los viajeros comenzaron a llamarlos por su nombre. Uno de los primeros en nombrarlos fue el francés Charles Wiener, quien, en 1880, encontró «dos cadáveres machiguengas abandonados ritualmente en el río», a los que decapitó e incorporó a su colección de curiosidades recogidas en la selva peruana. Estaban en movimiento desde tiempos remotos y era probable que jamás hubieran vivido de manera gregaria, en colectividades. El hecho de haber sido desplazados, cada cierto tiempo, por tribus más aguerridas, y por los blancos -en los períodos de las «fiebres»: la del caucho, la del oro, la del palo de rosa, la de la colonización agrícola- hacia regiones cada vez más insalubres y estériles, donde era imposible la supervivencia para grupos numerosos, había acentuado su fragmentación y desarrollado en ellos un individualismo casi anárquico. No existía un solo poblado machiguenga. No tenían caciques y no parecían conocer otra autoridad que la de cada padre en su propia familia. Estaban pulverizados en minúsculas unidades de, a lo más, una decena de personas, en ese vastísimo perímetro que abarcaba todas las selvas del Cusco y de Madre de Dios. La pobreza de la zona obligaba a estas células humanas a moverse continuamente, conservando una considerable distancia unas de otras, a fin de no mermar demasiado la caza. Debido a la erosión y empobrecimiento de la tierra, debían mudar sus sembríos de yucas cada dos años, a lo más.

Lo que los Schneil habían podido averiguar de su mitología, creencias y costumbres, insinuaba la dureza de la existencia que habían llevado y dejaba entrever briznas de su historia. Habían sido soplados por el dios Tasurinchi, creador de todo lo existente, y carecían de nombres propios. Su nombre era siempre provisional, relativo y transeúnte: el que llega o el que se va, el esposo de la que acaba de morir o el que baja de la canoa, el que nació o el que disparó la flecha. Su idioma sólo admitía estas cantidades: uno, dos, tres y cuatro. Todas las otras se expresaban con el adjetivo «muchas». Su noción del Paraíso era modesta: un lugar donde los ríos tenían peces y los bosques, animales para cazar. Asociaban su vida nómada al tránsito de los astros por el firmamento. El índice de muertes voluntarias entre ellos era altísimo. Los Schneil nos refirieron algunos casos que habían presenciado de machiguengas -hombres y mujeres, pero, principalmente, estas últimas- que se quitaban la vida, clavándose espinas de chambira en el corazón o en las sienes, o tomando bebedizos ponzoñosos, por motivos fútiles, como una discusión, fallar la flecha o haber sido reprendidos por un familiar. Una contrariedad insignificante podía empujar al machiguenga a matarse. Era como si su voluntad de vivir, su instinto de supervivencia, se hubiera reducido a su mínima expresión.

La menor enfermedad solía acabar con ellos. Tenían un miedo cerval al catarro, como muchas tribus de la Amazonía -estornudar delante suyo significaba, siempre, espantarlos- pero, a diferencia de otras, se negaban a sanar cuando caían enfermos. Al primer dolor de cabeza, hemorragia, accidente, se disponía a morir. Rechazaban tomar medicinas o dejarse curar. «Para qué, si de todas maneras hemos de irnos», respondían. Sus brujos o curanderos -los seripigaris- eran consultados y requeridos para exorcizar los malos espíritus y los daños del alma; pero una vez que éstos se manifestaban en males del cuerpo los tenían poco menos que por irreparables. Era un espectáculo frecuente, entre ellos, ver que el enfermo se iba a acostar junto al río, a esperar la muerte.

Su susceptibilidad y desconfianza hacia los forasteros eran extremadas, así como su fatalismo y timidez. Los sufrimientos experimentados por la comunidad durante la época del caucho, cuando eran cazados por los «habilitadores» de los asentamientos o por indios de otras tribus que de este modo pagaban sus deudas con los patronos, habían dejado una impronta de terror en sus mitos y leyendas referidos a aquella época, a la que denominaban la sangría de árboles. Tal vez era cierto, como sostenía un misionero dominico, el Padre José Pío Aza -el primero en estudiar su idioma-, que ellos eran los últimos vestigios de una civilización panamazónica (sobre la que atestiguarían los misteriosos petroglifos dispersos por el Alto Urubamba) que, desde su choque con los Incas, había venido sufriendo derrota tras derrota y paulatinamente extinguiéndose.

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