Ha enseñado a sus hijos más pequeños a cazar. Los tiene practicando todo el día, por lo que pueda ocurrirle. Les pidió que me mostraran lo que habían aprendido. Es cierto, ya manejan el arco y el cuchillo, aun los que empiezan a andar. También son diestros haciendo trampas y pescando. «Como puedes ver, no les faltará que comer», me dijo Tasurinchi. Me gusta el ánimo que tiene. Es un hombre al que nada entristece. Estuve varios días con él, acompañándolo a poner sus anzuelos, a armar sus trampas, y lo ayudé a limpiar su chacra. Trabajaba doblado en dos, arrancando la hierba, como si sus ojos vieran. También fuimos a una cocha donde hay súngaros, pero nada pescamos. No se cansaba de escucharme. Me hacía repetir las mismas historias: «Así, cuando te vayas, volveré a contarme yo mismo lo que ahora me cuentas», diciendo.
«Qué miserable debe ser la vida de los que no tienen, como nosotros, gentes que hablen, reflexionaba. Gracias a lo que cuentas, es como si lo que ha pasado volviera a pasar muchas veces.» A una de sus hijas, que se durmió mientras yo hablaba, la despertó de un golpe: «Escucha, no desperdicies estas historias, criatura, diciéndole. Conoce las maldades de Kientibakori. Aprende los daños que nos han hecho y nos pueden hacer todavía sus kamagarinis.»
Ahora sabemos muchas cosas de Kientibakori que, ellos, antes, no sabían. Sabemos que tiene muchos intestinos, como el renacuajo inkiro. Sabemos que nos odia a los machiguengas. Ha tratado de destruimos muchas veces. Sabemos que él sopló todo lo malo que existe, desde los mashcos hasta el daño. Las rocas filudas, las nubes oscuras, la lluvia, el barro, el arcoiris, él los sopló. Y los piojos, las pulgas, los piques, las culebras y las víboras venenosas, los ratones y los sapos. Él sopló las moscas, los mosquitos, los zancudos, los murciélagos y los vampiros, las hormigas y los gallinazos. Él sopló las plantas que hacen arder la piel y las que no se pueden comer; y las tierras rojas, que sirven para hacer vasijas pero no para plantar la yuca. Esto lo aprendí en el río Shivankoreni, por boca del seripigari. El que más sabe sobre las cosas y los seres soplados por Kientibakori, quizá.
La vez que estuvo más cerca de destruirnos fue esa vez. Ya no era el tiempo de la abundancia. Tampoco el de la sangría de árboles. Antes que éste y después que aquél, parece. Vino un kamagarini disfrazado de gente y dijo a los hombres que andan: «Quien verdaderamente necesita ayuda no es el sol. Sino Kashiri, la luna, que es el padre del sol.» Les dio sus razones, con palabras que los dejaron cavilosos. ¿El sol, tan fuerte, no hacía llorar a quienes se atrevían a mirarlo fijo, sin pestañear? Qué ayuda iba a necesitar, pues. Eso de que se caía y levantaba era maña. Kashiri, en cambio, con su luz tenue, bondadosa, estaba siempre luchando contra las tinieblas, en condiciones difíciles. Si la luna no estuviera allí, en las noches, espiando en el cielo, la oscuridad sería completa, una tiniebla espesa: el hombre caería en el precipicio, pisaría la víbora y no podría encontrar su canoa ni salir a cultivar la yuca o cazar. Viviría prisionero en un mismo sitio y los mashcos podrían cercarlo, flecharlo, cortarle la cabeza y robarle el alma. Si el sol se caía del todo sería noche, tal vez. Pero mientras hubiera luna, la noche nunca sería noche del todo, sólo oscuridad a medias, y la vida continuaría, tal vez. ¿No debían ayudar los hombres a Kashiri, más bien? ¿No era ésa su conveniencia? Si lo hacían, la luz de la luna brillaría más intensa, y la noche sería menos noche, una penumbra buena para andar.
El que les decía estas cosas parecía un hombre pero era un kamagarini. Uno de esos que Kientibakori sopló para que vayan por este mundo sembrando desgracias. Ellos, antes, no lo reconocían. A pesar de que llegó en medio de una gran tormenta, como llegan siempre los diablillos a las aldeas. Ellos, antes, no lo entendían, quizá. Si alguien aparece cuando el señor del trueno está rugiendo y caen trombas de agua no es hombre, es kamagarini. Ahora sabemos. Ellos no lo aprendían aún. Se dejaron convencer. Y, cambiando sus costumbres, empezaron a hacer de noche lo que hacían antes de día y de día lo que hacían antes de noche. Pensando que, así, Kashiri, la luna, brillaría más.
Apenas asomaba su ojo del sol en el cielo se ponían bajo techo, diciéndose unos a otros: «Es hora de descansar», «Es hora de prender las fogatas», «Es hora de sentarse a escuchar al que habla». Así lo hacían: descansaban con el sol o se reunían a oír al hablador hasta que empezaba a oscurecer. Entonces, desperezándose, decían: «Ha llegado el momento de vivir.» De noche viajaban, de noche cazaban, de noche construían sus viviendas y de noche rozaban el monte y limpiaban de hierbas y malezas los yucales.
Se fueron acostumbrando al nuevo modo de vida. Tanto, que ya no resistían estar al aire libre a las horas de luz. El calor del sol les hacía arder la piel y el fuego de su ojo los cegaba. Frotándose, decían: «No vemos, qué terrible es esta luz, la odiamos.» En cambio, en la noche, sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y veían en ella como ustedes y yo durante el día. Decían: «Era cierto, Kashiri, la luna, nos agradece la ayuda que le prestamos.» Empezaron a llamarse, ya no hombres de la tierra, ya no hombres que andan, ya no hombres que hablan. Sino los hombres de la tiniebla.
Todo estaba muy bien, tal vez. Parecían contentos, quizás. La vida transcurría sin ocurrencias. Se sentían serenos. Los que se iban, volvían, y, mal que mal, no les faltaba la comida. «Fuimos sabios haciendo lo que hicimos», decían. Estaban equivocados, parece. Habían perdido la sabiduría. Todos se estaban volviendo kamagarinis, pero no lo sospechaban. Hasta que empezaron a sucederles ciertas cosas. A Tasurinchi, un buen día, le amanecieron escamas y una cola donde tenía los pies. Parecía una enorme carachama. Sí, ese pez que vive en el agua y en la tierra, ese pez que nada y anda. Arrastrándose con dificultad fue a meterse a la cocha, murmurando apesadumbrado que no podía soportar la vida en la tierra, pues echaba de menos el agua. A Tasurinchi, al despertarse, unas lunas después, le habían salido alas en el sitio de los brazos. Dio un pequeño salto y vieron que se elevaba y desaparecía sobre los árboles, aleteando como picaflor. A Tasurinchi le creció una trompa y sus hijos, desconociéndolo, gritaron desaforados: «Un sajino, comámonoslo.» Cuando trató de decirles quién era, emitió un ronquido y gruñó. Tuvo que escapar, trotando. Torpe trotaba en sus cuatro patas que apenas si sabía usar, perseguido por la gente hambrienta que le tiraba flechas y piedras, «Cojámoslo, cacémoslo», diciendo.
Esta tierra se fue quedando sin hombres. Unos se volvían pájaros, otros peces, otros tortugas, otros arañas, y se iban a hacer la vida de los diablillos kamagarinis. «Qué nos está pasando, qué desgracias son éstas», se preguntaban, aturdidos, los sobrevivientes. Estaban miedosos y ciegos, no se daban cuenta. Una vez más, se había perdido la sabiduría. «Vamos a desaparecer», se lamentaban. Tristes, tal vez. Entonces, en medio de tanta confusión, los mashcos les cayeron encima e hicieron una gran matanza. Les cortaron las cabezas a muchos y se llevaron sus mujeres. Parecía que las catástrofes no terminarían nunca. Entonces, en su desesperación, a uno se le ocurrió: «Vamos a visitar a Tasurinchi.»
Era un seripigari ya viejo, que vivía solo, por el río Timpía, detrás de una cascada. Los escuchó sin decir nada. Fue con ellos hasta el lugar donde vivían. Con sus ojos legañosos contempló el desamparo y el desorden que reinaban en el mundo. Ayunó varias lunas, mudo, reconcentrado, meditando. Preparó los cocimientos para la mareada. Machacó tabaco verde en el batán, estrujó las hojas sobre un cernidor, echó agua y puso a hervir la vasija hasta que el cocimiento espesó y eructó. Machacó la raíz del ayahuasca, exprimió su jugo pardo, lo hirvió y dejó que se enfriara. Apagaron la fogata, rodearon la casa con hojas de plátano para que la oscuridad fuera completa. El seripigari los fumó uno por uno a todos y cantó, y ellos le respondieron, cantando. Luego, tomó sus cocimientos, siempre cantando. Ellos aguardaban, anhelantes. Él seguía agitando su manojo de hojas y cantando. No entendían lo que decía. Por fin, ya vuelto espíritu, vieron su sombra escalar el palo del centro de la choza y desaparecer en el techo, por el mismo lugar por donde el diablo se lleva a las almas. Al poco rato, volvió. Tenía su mismo cuerpo, pero ya no era él, sino un saankarite. Los reprendió, furioso. Les recordó lo que habían sido, lo que habían hecho, tantos sacrificios desde que comenzaron a andar. ¿Cómo habían podido dejarse engañar por las astucias de su enemigo de siempre? ¿Cómo habían podido traicionar al sol por Kashiri, la luna? Al cambiar su manera de vivir, perturbaron el orden del mundo, desorientando a las almas de los que se fueron. En la oscuridad en la que se movían, las almas no los reconocían, no sabían si estaban erradas. Por eso ocurrían las desgracias, quizás. Los espíritus de los que se iban y volvían, confundidos con los cambios, se iban de nuevo. Erraban por el bosque, huérfanos, gimiendo en el viento. A los cuerpos abandonados, sin el sustento de las almas, el kamagarini se les metía adentro para corromperlos; por eso les salían plumas, escamas, hocicos, garras, aguijones. Pero todavía estaban a tiempo. La disolución y la impureza las había traído un diablo, viviendo entre ellos vestido de hombre. Salieron en su busca, decididos a matarlo. Pero el kamagarini ya había huido al fondo del bosque. Ellos, entonces, comprendieron. Avergonzados, volvieron a hacer lo que habían hecho antes, hasta que el mundo, la vida, fueron lo que eran y debían ser. Apenados, arrepentidos, echaron a andar. ¿No debe hacer cada cual lo que le corresponde? ¿No les tocaba a ellos andar, ayudando al sol a levantarse? Su obligación la han cumplido, tal vez. ¿Nosotros la estamos cumpliendo? ¿Andamos? ¿Vivimos?
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