Mario Llosa - El Hablador

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Dos narraciones alternan, en El hablador, para relatarnos el anverso y reverso de una historia singular. Por una parte, un narrador principal (que, al igual que en La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta, parecería identificarse con el autor) evoca sus recuerdos de un compañero de juventud limeño, apodado Mascarita, que siente fascinación por una pequeña cultura primitiva, por otra parte, un anónimo contador ambulante de historias -un `hablador`-, viviente memoria colectiva de los indios machiguengas de la Amazonia peruana, nos narra, en un lenguaje de desusada poesía y de magia, su propia existencia y la historia y mitos de su pueblo. La confluencia final de los dos relatos, al revelar su secreta unidad, muestra las misteriosas relaciones de la ficción con las sociedades y con los individuos, su razón de ser, sus mecanismos y sus efectos en la vida. Por su dominio expresivo y la problemática abordada, El hablador es una de las más significativas y originales aportaciones de la narrativa de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

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Apenas estuvo en la otra orilla, reunió a las mujeres y a los hijos. «Ha llegado el daño, estamos rodeados de kamagarinis», les anunció. «Tenemos que irnos lejos. Vámonos, quizá no sea tarde, quizá podamos andar todavía.» Así lo hicieron y ahora viven en ese caño, monte adentro del río Yavero. Los viracochas no llegarán hasta allí, según él. Tampoco los mashcos, ni siquiera ellos se acostumbrarían en un sitio así. «Sólo los hombres que andan podemos vivir en lugares como éste», decía, orgulloso. Estaba contento de verme. «Temí que nunca vendrías a visitarme hasta aquí», decía. Las mujeres, mientras se escarbaban los pelos la una a la otra, repetían: «Suerte que escapáramos, qué sería de nuestras almas si no.»

Parecían contentas de verme, también. Comimos, bebimos y conversamos muchas lunas. No querían que me fuera. «Cómo te vas a ir, pues», decía Tasurinchi, «todavía no has terminado de hablar. Habla, habla, te queda mucho por decirme». Por él, me tendría aún en el Yavero, hablando.

No ha terminado de hacerse su casa todavía. Pero ya limpió el terreno y cortó los palos y las hojas y preparó los manojos de paja para el techo. Tuvo que ir a traerlas de abajo, porque donde está no hay palmeras ni paja. Un muchacho que quiere casarse con una de sus hijas está viviendo allí, cerca, y ayuda a Tasurinchi a buscar una tierra en la parte más alta, para sembrar la yuca. Abundan los escorpiones y los están haciendo irse, fumándoles los huecos de sus escondrijos. También hay muchos murciélagos, por la noche; ya mordieron a uno de los chiquillos que, en el sueño, se alejó de la fogata. Dice que los murciélagos de allí salen a buscar comida hasta con lluvia, algo que no se ha visto en otra parte. Es una tierra donde los animales tienen diferentes costumbres, ésa del Yavero. «Todavía estoy conociéndolas», me dijo Tasurinchi. «La vida se vuelve difícil cuando uno cambia de sitio», le comenté. «Así es», me repuso. «Menos mal que sabemos andar. Menos mal que hemos estado andando tanto tiempo. Menos mal que siempre estuvimos cambiándonos de sitio. ¡Qué sería de nosotros si fuéramos de esos que no se mueven! Habríamos desaparecido quién sabe adónde. Así ocurrió a muchos, durante la sangría de árboles. No hay palabras para decir qué afortunados somos.»

«Cuando vuelvas a visitar a Tasurinchi recuérdale que es diablo el que hace ¡achiss! y no la mujer que pare niños muertos o se pone muchos collares de chaquira», se burló Tasurinchi, haciendo reír a las mujeres. Y me contó esta historia que ahora les voy a contar. Ocurrió hace muchas lunas, cuando los primeros Padres Blancos comenzaron a aparecer por este lado del Gran Pongo.

Ellos ya estaban viviendo del otro, allá arriba. Tenían sus casas en Koribeni y Chirumbia pero no habían venido por acá, río abajo. El primero que cruzó el Gran Pongo se fue al río Timpía sabiendo que allá había gente que anda. Había aprendido a hablar. Hablaba, parece. Se entendía lo que quería decir. Hacía muchas preguntas. Allí se quedó. Lo ayudaron a limpiar el terreno, a levantar su casa, a abrir chacra. Se iba y volvía. Traía comida, anzuelos, machetes. Los hombres que andan se llevaban bien con él. Parecían contentos. El sol estaba en su sitio, tranquilo. Pero al regresar de uno de sus viajes, el Padre Blanco ya había cambiado de alma, aunque su cara fuera la misma. Se había vuelto kamagarini y traía daño. Pero nadie se daba cuenta, y, por eso, nadie echó a andar. Habían perdido la sabiduría, quizás. Eso es, al menos, lo que yo he sabido.

El Padre Blanco estaba tumbado en su estera y lo veían hacer muecas. ¡Achiss! ¡Achiss! Cuando se acercaban a preguntarle «¿Qué tienes? ¿Por qué tuerces así la cara? ¿Qué son esos ruidos?», respondía: «No es nada, ya va a pasar.» El daño se había metido en el alma de todos. Niños, mujeres, ancianos. Y también, dicen, los huacamayos, los paujiles, los cerditos monteses, las perdices, todos los animales que tenían. Ellos también: ¡Achiss! ¡Achiss! Se reían, al principio. Creían que era como una mareada alegre. Se golpeaban el pecho y se empujaban, jugando. Y, torciendo sus caras: ¡Achiss! Les salía el moco de sus narices, les salía la baba de sus bocas. Escupían y se reían. Pero ya no podían echarse a andar. Había pasado el tiempo. Ya sus almas, rotas en pedazos, habían comenzado a salirse de sus cuerpos por el alto de sus cabezas. Sólo les quedaba resignarse a lo que sucedería.

Sentían como si adentro del cuerpo les hubieran encendido fogatas. Ardían, llameando. Se bañaban en el río pero el agua, en vez de apagar el fuego, lo aumentaba.

Después sentían un frío terrible, como si hubieran recibido el aguacero toda la noche. Aunque el sol estaba ahí, mirando con su ojo amarillo, ellos temblaban, mareados, asustados, no viendo lo que veían, sin reconocer lo conocido. Rabiaban, adivinando que tenían el daño metido adentro, como el pique en la uña. No habían entendido el aviso, no echaron a andar al primer ¡achiss! del Padre Blanco. Murieron hasta los piojos, parece. Las hormigas, los escarabajos y las arañas que pasaban por ahí también murieron, dicen. Nunca nadie ha vuelto a vivir en ese lugar del río Timpía. Aunque ya no se sabe bien cuál es, porque el monte lo tapó todo de nuevo. No conviene pasar por ahí, mejor dar un rodeo, evitándolo. Se reconoce por un humito blanco que hiede y unos silbidos hirientes. ¿Que si las almas de los que se van así, vuelven? Quién sabe. Quizá vuelvan. O, quizá, se quedan flotando en el Kamabiría, camino de agua de los muertos.

Yo estoy bien. Andando. Ahora estoy bien. Estuve con daño hace algún tiempo y creí que había llegado la hora de armar mi refugio de ramas junto al río. Iba camino de la casa de Tasurinchi, el ciego, el que vive por el rumbo del Cashiriari. De repente, se me fue saliendo todo, mientras andaba. Sólo me di cuenta cuando me vi las piernas manchadas. ¿Qué daño es éste? ¿Qué se ha metido dentro de mi cuerpo? Seguí andando, pero todavía faltaba mucho para llegar al Cashiriari. Cuando me senté a descansar, me vino la tembladera. Estuve viendo qué podía hacer, ojeando los alrededores. Por fin, encontré un árbol de floripondio y le arranqué todas las hojas que pude. Hice cocimiento y me salpiqué el cuerpo. Entibié otra vez el agua de la vasija y le metí, calentada al rojo, la piedra que me había dado el seripigari. Respiré su vaho hasta que me vino el sueño. Estuve así muchas lunas, quién sabe cuántas, tumbado sobre la estera, sin fuerzas para andar, sin fuerzas ni siquiera para sentarme. Se me paseaban las hormigas por el cuerpo y yo no las botaba; cuando alguna se acercaba mucho a mi boca me la tragaba y ésa fue toda mi comida. Entre sueños, oía al lorito, llamándome: «¡Tasurinchi! ¡Tasurinchi!» Medio dormido medio despierto y siempre muerto de frío. Sentía una gran tristeza, quizás.

En eso, se aparecieron unos hombres. Les vi las caras encima de mí, agachándose para mirarme. Uno me movió con su pie y yo no podía hablarle. No eran hombres que andan. No eran mashcos tampoco, felizmente. Ashaninka, más bien, creo, porque pude entender algo de lo que decían. Estuvieron observándome, haciéndome preguntas que yo no tenía fuerzas para contestar, aunque las oía, lejos. Me pareció que discutían sobre si yo sería un kamagarini. También, qué se debe hacer cuando uno se encuentra a un diablillo en el bosque. Discutían. Uno dijo que les traería daño el haber visto alguien como yo en su camino y que lo prudente era matarme. No se ponían de acuerdo. Conversaron y reflexionaron mucho rato. Al fin, decidieron tratarme bien, para mi suerte. Me dejaron unas yucas y como vieron que no tenía fuerzas para cogerlas, uno de ellos me metió un trozo a la boca. No era veneno. Era yuca. Envolvieron las otras en una hoja de plátano y me la pusieron en esta mano. A lo mejor soñé todo eso. No lo sé. Pero, después, cuando me sentí mejor y me volvieron las fuerzas, ahí estaban las yucas. Me las comí y también comió el lorito. Pude reanudar el viaje. Iba despacio, parándome cada ratito a descansar.

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