Mario Llosa - El Hablador

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Dos narraciones alternan, en El hablador, para relatarnos el anverso y reverso de una historia singular. Por una parte, un narrador principal (que, al igual que en La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta, parecería identificarse con el autor) evoca sus recuerdos de un compañero de juventud limeño, apodado Mascarita, que siente fascinación por una pequeña cultura primitiva, por otra parte, un anónimo contador ambulante de historias -un `hablador`-, viviente memoria colectiva de los indios machiguengas de la Amazonia peruana, nos narra, en un lenguaje de desusada poesía y de magia, su propia existencia y la historia y mitos de su pueblo. La confluencia final de los dos relatos, al revelar su secreta unidad, muestra las misteriosas relaciones de la ficción con las sociedades y con los individuos, su razón de ser, sus mecanismos y sus efectos en la vida. Por su dominio expresivo y la problemática abordada, El hablador es una de las más significativas y originales aportaciones de la narrativa de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

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Cuando llegué donde Tasurinchi, el ciego, el del río Cashiriari, le conté lo que me había pasado. Me echó humo y me preparó cocimiento de tabaco. «Lo que te pasó fue que tu alma se dividió en muchas», me explicó. «El daño entró en tu cuerpo, porque algún machikanari te lo mandó o porque, de puro desprevenido, te cruzaste en su camino. Tu cuerpo es la cushma del alma, nomás. Su envoltura, como la del gusano. Ya adentro el daño, el alma trató de defenderse. Dejó de ser una y se convirtió en muchas, para confundir al daño. Éste se robó las que pudo. Una, dos, varias. No se llevaría muchas porque te habrías ido del todo. Estuvo bien que te dieran un baño con agua de tohé y que aspiraras su vaho. Pero debiste hacer algo más astuto. Frotarte con tintura de achiote el alto de tu cabeza, hasta que quedara bien rojo. Entonces, el daño no hubiera podido salir de tu cuerpo con su cargamento de almas. Por ahí es por donde sale, ésa es su puerta. El achiote le cierra el camino. Al sentirse prisionero, adentro, pierde su fuerza y se muere. En el cuerpo es igual que en las casas. ¿Los diablos que entran a las casas no se roban las almas escapándose por la parte más alta, por su coronilla del techo? ¿Para qué tejemos con tanto cuidado esa madera, en su alto del techo? Para que el diablo no pueda escaparse, llevándose las almas de los que duermen. Igual con el cuerpo, pues. Te sentiste débil por las almas que perdiste. Pero ellas ya han vuelto a ti de nuevo y por eso estás aquí. Se le escaparían a Kientibakori, aprovechando un descuido de sus kamagarinis. Regresarían a buscarte, ¿no eres su casa de ellas?, y te encontrarían allí, en el mismo sitio, boqueando, moribundo. Entraron a tu cuerpo y renaciste. Ahora, adentro de ti, ya todas las almas se juntaron. Ahora son de nuevo una sola.»

Eso es, al menos, lo que yo he sabido.

Tasurinchi, el ciego, el que vive por el Cashiriari, está bien. Aunque no ve casi nada la mayor parte del tiempo, puede limpiar su chacra. Anda. Dice que en la mareada ahora ve más cosas que antes de quedarse ciego. Será una suerte lo que le ha pasado, tal vez. Eso cree. Está domesticando las cosas de manera que su ceguera les cause el menor daño a él y a los suyos. Su hijo menor, el que gateaba la última vez que fui a verlo, se ha ido. Le picó una víbora en la pierna. Cuando se dieron cuenta, Tasurinchi preparó cocimiento e hizo lo que pudo para salvarlo, pero ya había pasado mucho tiempo. Fue cambiando de color, se volvió negro como el huito y se fue.

Pero sus padres tuvieron la alegría de verlo una vez más.

Ocurrió así.

Fueron donde el seripigari y le dijeron que estaban muy apenados con la partida del niño. Le rogaron: «Averigua qué ha sido de él, en cuál de los mundos está, diciéndole. Y pídele que vuelva a visitarnos siquiera una vez.» El seripigari así lo hizo. Su alma, en la mareada, guiada por un saankarite, viajó hasta el río de los espíritus puros, el Meshiareni. Allí encontró al niño. Los saankarite lo habían bañado, había crecido, tenía una casa y pronto tendría también una esposa. Contándole lo tristes que se habían quedado sus padres, el seripigari lo convenció de que volviera a esta tierra a hacerles una última visita. Lo prometió y lo cumplió.

Tasurinchi, el ciego, dice que en la casa del Cashiriari se presentó de pronto un joven, vestido con una cushma nueva. Todos lo reconocieron, a pesar de que ya no era niño sino un joven. Tasurinchi, el ciego, supo que era él por el perfume que despedía. Se sentó entre ellos y probó un bocado de yuca y unas gotas de masato. Les estuvo contando su viaje, desde que su alma se escapó de su cuerpo por el alto de la cabeza. Estaba oscuro pero él pudo reconocer la entrada de la cueva por donde se baja al río de las almas muertas. Se echó al Kamabiría y flotó en las aguas espesas, sin hundirse. No necesitaba mover los pies ni las manos. La corriente, plateada como telaraña, lo llevaba, despacio. A su rededor, otras almas viajaban también por el Kamabiría, río ancho a cuyas orillas, tal vez, hay rocas más escarpadas que las del Gran Pongo. Por fin llegó al lugar donde las aguas se dividen, arrastrando por su despeñadero de cascadas y remolinos a los que bajan al Gamaironi, a sufrir. La misma corriente del río iba separando a unos de otros. Aliviado, el hijo de Tasurinchi, el ciego, sintió que las aguas lo apartaban del despeñadero; feliz, supo que él seguiría viajando por el Kamabiría, con los que iban a subir, por el río Meshiareni, hasta el mundo de más arriba, el mundo del sol, el Inkite. Para llegar allá, viajó mucho todavía. Tuvo que pasar por el fin de esta tierra, el Ostiake, donde desaguan todos los ríos. Es una región pantanosa, llena de monstruos; Kashiri, la luna, baja a veces a urdir allí sus fechorías.

Esperaron a que el cielo estuviera limpio de nubes y que las estrellas se reflejaran en las aguas, nítidas. Entonces, el hijo de Tasurinchi pudo ascender con sus compañeros de viaje, por el Meshiareni, que es una escalera de luceros, hasta el Inkite. Los saankarites lo recibieron con una fiesta. Comió un fruto de sabor dulce que lo hizo crecer y le mostraron la casa donde viviría. Ahora, al regresar, le tendrían preparada una esposa. Estaba contento, parece, en el mundo de más arriba, No se acordaba de la picadura de la víbora.

«¿No extrañas nada de esta tierra?», le preguntaron sus parientes. Sí, algo. La dicha que sentía cuando su madre le daba de mamar. Y entonces, me contó el ciego del Cashiriari, pidiendo permiso para hacerlo, el joven se acercó a su madre, le abrió la cushma y con mucha delicadeza le chupó los pechos, como hacía de recién nacido. ¿Le salió a ella su leche? Quién sabe. Pero él se sintió dichoso, quizá. Se despidió de ellos, contento.

Se fueron también las dos hermanas más jóvenes de la mujer de Tasurinchi. A una la pillaron unos punarunas que se aparecieron por el rumbo del Cashiriari y la tuvieron cocinándoles y usándola como mujer, muchas lunas. Era el período en que debía estar pura, con los cabellos recortados, sin comer, sin hablar con nadie y sin que su marido la tocara. Dice Tasurinchi que él no la avergonzó por lo que le había pasado. Pero ella se atormentaba con su suerte. «Ya no merezco que nadie me hable, diciendo. No sé, tampoco, si merezco vivir.» A la anochecida, se fue despacito hasta la orilla, hizo su cama con ramitas y se clavó una espina de chambira. «Estaba tan triste que yo maliciaba que haría eso», me dijo Tasurinchi, el ciego. La envolvieron en dos cushmas para que no la picoteen los buitres y, en vez de soltarla en una canoa en medio del río o enterrarla, la han colgado en lo alto de un árbol. De una manera muy sabia, pues a sus huesos los lamen los rayos del sol mañana y tarde. Tasurinchi me mostró dónde y yo me asombré. «¡Qué alto! ¿Cómo pudiste llegar hasta allí?» «No tendré vista, pero para trepar al árbol no se necesitan ojos sino piernas y brazos, y los míos están todavía fuertes», me respondió.

La otra hermana de la mujer de Tasurinchi, el ciego del Cashiriari, se cayó de una quebrada, regresando del yucal. Tasurinchi la había mandado a revisar las trampas que pone alrededor de la chacra y en las que, dice, siempre caen los agutís. Se pasaba la mañana y ella no volvía. La salieron a buscar y la encontraron al fondo de la quebrada. Se había rodado, resbalando tal vez, o por un derrumbe bajo sus pies. Pero a mí me sorprendió. No es un barranco profundo. Cualquiera podría saltar o rodar hasta el fondo, sin matarse. Ella murió antes, tal vez, y su cuerpo vacío, sin alma, rodaría quebrada abajo. Tasurinchi, el ciego del Cashiriari, dice: «Siempre pensamos que esa muchacha se iría sin explicación.» Se pasaba la vida canturreando unas canciones que nadie había oído. Tenía arrebatos raros, hablaba de sitios desconocidos, y, al parecer, los animales le contaban secretos cuando no había nadie cerca para escucharlos. Ésos son indicios de que uno se va a ir pronto, según Tasurinchi. «Ahora que se fueron esas dos, hay más comida para repartir, qué suerte tenemos», bromeaba.

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