– Dime, más bien, qué significa para ti, Mascarita -le contesté.
– Que esas culturas deben ser respetadas -dijo, suavemente, como si, por fin, comenzara a serenarse Y la única manera de respetarlas es no acercarse a ellas. No tocarlas. Nuestra cultura es demasiado fuerte, demasiado agresiva. Lo que toca, lo devora. Hay que dejarlas en paz. ¿No han demostrado de sobra que tienen derecho a seguir siendo lo que son?
– Eres un indigenista cuadriculado, Mascarita -le tomé el pelo-. Ni más ni menos que los de los años treinta. Como el Doctor Luis Valcárcel, de joven, cuando pedía que se demolieran todas las iglesias y conventos coloniales porque representaban el Anti-Perú. ¿O sea que tenemos que resucitar el Tahuantinsuyo? ¿También los sacrificios humanos, los quipus, la trepanación de cráneos con cuchillos de piedra? Es gracioso que el último indigenista del Perú sea un judío, Mascarita.
– Bueno, un judío está mejor preparado que otros para defender el derecho de las culturas minoritarias a existir -me repuso-. Después de todo, como dice mi viejo, el problema de los horas, de los shapras, de los piros, es nuestro problema hace tres mil años.
¿Lo, dijo así? ¿Se podía cuando menos, de lo que me iba diciendo, inferir una idea de esta índole? No estoy, seguro. Tal vez sea una pura elucubración mía a posteriori. Saúl no era practicante, ni siquiera creyente, muchas veces le oí que iba a la sinagoga sólo por no decepcionar a Don Salomón. De otro lado, aquella asociación, leve o profunda, debió existir. El haber oído, en su casa, en el colegio, en la sinagoga, en los inevitables contactos con otros miembros de la comunidad, tantas historias de persecución y de diáspora, los intentos de sometimiento de la fe, la lengua y las costumbres judías por culturas más fuertes, intentos a los que, al precio de grandes sacrificios, el pueblo judío había resistido, preservando su identidad, ¿no explicaba, al menos en parte, la defensa recalcitrante que hacía Saúl de la vida que llevaban los peruanos de la Edad de Piedra?
– No, no soy un indigenista a la manera de esos de los años treinta. Ellos querían restablecer el Tahuantinsuyo y yo sé muy bien que para los descendientes de los Incas no hay vuelta atrás. A ellos sólo les queda integrarse. Que esa occidentalización, que se quedó a medias, se acelere, y cuanto más rápido acabe, mejor. Para ellos, ahora, es el mal menor. Ya ves, no soy un utópico. En la Amazonía, sin embargo, es distinto. No se ha producido todavía el gran trauma que convirtió a los Incas en un pueblo de sonámbulos y de vasallos. Los hemos golpeado mucho, pero no están vencidos. Ahora ya sabemos la atrocidad que significa eso de llevar el progreso, de querer modernizar a un pueblo primitivo. Simplemente, acaba con él. No cometamos ese crimen. Dejémoslos con sus flechas, plumas y taparrabos. Cuando te acercas a ellos y los observas, con respeto, con un poco de simpatía, te das cuenta que no es justo llamarlos bárbaros ni atrasados. Para el medio en que están, para las circunstancias en que viven, su cultura es suficiente. Y, además, tienen un conocimiento profundo y sutil de cosas que nosotros hemos olvidado. La relación del hombre y la naturaleza, por ejemplo. El hombre y el árbol, el hombre y el pájaro, el hombre y el río, el hombre y la tierra, el hombre y el cielo. El hombre y Dios, también. Esa armonía que existe entre ellos y esas cosas nosotros ni sabemos lo que es, pues la hemos roto para siempre.
Esto sí lo dijo. No con estas palabras, seguramente. Pero en una forma que se podría transcribir así. ¿Habló de Dios? Sí, estoy seguro que habló de Dios porque recuerdo haberle preguntado, sorprendido por lo que dijo, tratando de llevar a la broma algo que era sumamente serio, si resultaba que ahora teníamos que ponernos también a creer en Dios.
Se quedó en silencio, cabizbajo. Un moscardón se había metido en el cafetín y se daba de encontrones en las paredes tiznadas. La señora que atendía no dejaba de observar a Mascarita desde el mostrador. Cuando Saúl alzó la vista, parecía incómodo, Su voz se había agravado:
– Bueno, yo ya no sé si creo o no creo en Dios, compadre. Es uno de los problemas de nuestra cultura tan poderosa. Ha hecho de Dios algo prescindible. Para ellos, Dios es el aire, el agua, la comida, una necesidad vital, algo sin lo cual no sería posible la vida. Son más espirituales que nosotros, aunque no te lo creas. Incluso los machiguengas, que, comparados con los demás, resultan bastante materialistas. Por eso es tan grande el daño que les hacen los del Instituto, quitándoles a sus dioses para reemplazarlos con el suyo, un Dios abstracto que a ellos no les sirve para nada en su vida diaria. Los lingüistas son los destructores de idolatrías de nuestro tiempo. Con aviones, penicilina, vacunas y todo lo que hace falta para derrotar a la selva. Y, como son fanáticos, cuando les pasa lo que a esos gringos en el Ecuador, se sienten más inspirados. Nada como el martirio para estimular a los fanáticos, ¿no, compadre?
Lo que había pasado en el Ecuador, semanas atrás, era que tres misioneros norteamericanos, de alguna iglesia protestante, habían sido asesinados por una tribu jíbara, en la que uno de los tres estaba viviendo. Los otros dos se hallaban de paso. No se conocían detalles del episodio. Los cadáveres, decapitados y flechados, habrían sido encontrados por una patrulla militar. Como los jíbaros eran reductores de cabezas, el motivo de la decapitación era obvio. Esto había provocado un gran escándalo en la prensa. Las víctimas no pertenecían al Instituto Lingüístico. Le pregunté a Saúl, intuyendo lo que me iba a contestar, qué pensaba de aquellos tres cadáveres.
– Al menos, puedo asegurarte una cosa -me dijo-. Fueron decapitados sin crueldad. ¡No te rías! Así fue, créeme. Sin ánimo de hacerlos sufrir. En eso, pese a lo diferentes que son las tribus, todos se parecen. Sólo matan por necesidad. Cuando se sienten amenazados. Cuando se trata de matar o morir. O cuando tienen hambre. Pero los jíbaros no son caníbales, no los mataron para comérselos. Algo dijeron, algo hicieron los misioneros que hizo sentir de pronto a los jíbaros un gran peligro. Una historia triste, por supuesto. Pero no saques conclusiones apresuradas. Nada en ella que se parezca a las cámaras de gas de los nazis o a la bomba atómica sobre Hiroshima.
Estuvimos juntos mucho rato, tal vez tres o cuatro horas. Comimos muchos sandwichs de chicharrón y, al final, la dueña del cafetín nos sirvió una mazamorra morada «como regalo de la casa». Al despedirnos, sin poder contenerse, la señora le preguntó a Saúl, señalándole el lunar, «si esa su desgracia le dolía mucho».
– No, señora, felizmente no duele nada. Ni me doy cuenta de que la tengo así -le sonrió Saúl.
Dimos una caminata, hablando todavía del único tema de aquella tarde, de eso tampoco tengo duda. Al despedirnos, en la esquina de la Plaza Bolognesi y el Paseo Colón, nos abrazamos.
– Te tengo que pedir disculpas -me dijo, de pronto compungido-. He hablado como una cotorra no te dejé abrir la boca. Ni siquiera has podido contarme tus planes para Europa.
Quedamos en escribirnos, aunque fuera una postal de cuando en cuando, para no perder el contacto. Yo lo hice tres veces, en los años siguientes, pero él nunca me contestó.
Ésa fue la última vez que vi a Saúl Zuratas. La imagen sobrenada, indemne, el turbión de los años. La atmósfera gris, el cielo encapotado y la humedad corrosiva del invierno de Lima, sirviéndole de fondo. Detrás de él, el maremágnum de autos, camiones y ómnibus enroscados al monumento a Bolognesi, y Mascarita, con su gran mancha oscura en la cara, sus pelos flamígeros y su camisa a cuadros, haciéndome adiós con la mano y gritando:
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