Mario Llosa - El Hablador

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Dos narraciones alternan, en El hablador, para relatarnos el anverso y reverso de una historia singular. Por una parte, un narrador principal (que, al igual que en La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta, parecería identificarse con el autor) evoca sus recuerdos de un compañero de juventud limeño, apodado Mascarita, que siente fascinación por una pequeña cultura primitiva, por otra parte, un anónimo contador ambulante de historias -un `hablador`-, viviente memoria colectiva de los indios machiguengas de la Amazonia peruana, nos narra, en un lenguaje de desusada poesía y de magia, su propia existencia y la historia y mitos de su pueblo. La confluencia final de los dos relatos, al revelar su secreta unidad, muestra las misteriosas relaciones de la ficción con las sociedades y con los individuos, su razón de ser, sus mecanismos y sus efectos en la vida. Por su dominio expresivo y la problemática abordada, El hablador es una de las más significativas y originales aportaciones de la narrativa de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

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Eso es, al menos, lo que yo he sabido.

Quién sabe si a Tasurinchi, el del Mishahua, esa mujer le dará felicidad. Puede traerle desgracia, también. A Kashiri, la luna, bajar a este mundo para casarse con una machiguenga lo desgració. Eso es lo que dicen, al menos. No deberíamos lamentarnos, tal vez. Las desdichas de Kashiri nos dan de comer y nos permiten calentarnos. ¿No es la luna el padre del sol en una machiguenga?

Eso era antes.

Joven fuerte, sereno, Kashiri se aburría en el cielo de más arriba, el Inkite, donde aún no había estrellas. Los hombres, en vez de yuca y plátano, comían tierra. Era su única comida. Kashiri bajó por el río Meshiareni, bogando con sus brazos, sin pértiga. La canoa esquivaba los remolinos y las piedras. Bajaba, flotando. El mundo estaba a oscuras todavía y soplaba mucho viento. Llovía a cántaros. En el Oskiaje, donde esta tierra se junta con los mundos del cielo, donde viven los monstruos y donde van a morir todos los ríos, Kashiri saltó a la orilla. Miró a su alrededor. No sabía dónde estaba pero se le veía contento. Empezó a andar. No mucho después vio, sentada, tejiendo una estera, cantando bajito una canción para ahuyentar a la culebra, a la machiguenga que le traería la dicha y la desdicha. Tenía pintadas las mejillas y la frente; dos rayas rojas le subían desde la boca hasta las sienes. Era, pues, soltera; aprendería, pues, a cocinar y hacer masato.

Para agradarla, Kashiri, la luna, le enseñó qué es la yuca, qué el plátano. Le mostró cómo se plantaban, recogían y comían. Desde entonces hay en el mundo comida y masato. Así comenzó después, parece. Luego, Kashiri se presentó en casa del padre de la muchacha. Llevaba los brazos cargados de animales que había pescado y cazado para él. Finalmente, le ofreció abrirle una chacra en la parte más alta del monte y trabajar, sembrando y arrancando la hierba, hasta que las yucas crecieran. Tasurinchi aceptó que se llevara a su hija. Tuvieron que esperar la primera sangre de la joven. Tardó en llegar y, mientras, la luna rozó, quemó y limpió el bosque y sembró plátano, maíz, yuca, para la que sería su familia. Todo iba muy bien.

La muchacha, entonces, comenzó a sangrar. Permaneció encerrada, sin decir una palabra a sus parientes. La anciana que la protegía no se separaba de ella ni de día ni de noche. La muchacha hilaba e hilaba las fibras del algodón, sin descanso. Ni una sola vez se acercó al fuego ni comió ají, para no atraer desgracias sobre ella o sus parientes. Ni una sola vez miró al que sería su marido ni tampoco le habló. Así estuvo hasta que dejó de sangrar. Luego, se cortó los cabellos y la anciana la ayudó a bañarse en agua tibia; le iba mojando el cuerpo con los chorritos del cántaro. Por fin, la joven pudo irse a vivir con Kashiri. Por fin, pudo ser su mujer.

Todo seguía andando. El mundo estaba tranquilo. Las bandadas de loritos pasaban sobre ellos, ruidosos y contentos. Pero en el caserío había otra muchacha que no era, tal vez, mujer sino un ¡ton¡, ese diablillo perverso. Ahora se viste de paloma pero, entonces, se vestía de mujer. Se llenó de rabia, parece, viendo los regalos de Kashiri a sus nuevos parientes. Ella hubiera querido que él fuera su marido, ella hubiera querido, pues, parir al sol. Porque la mujer de la luna había parido a ese niño robusto que, creciendo, daría calor y luz a nuestro mundo. Para que todos supieran su furia, ella se pintó la cara de rojo, con tintura de achiote. Y fue a apostarse en un rincón del camino por donde Kashiri tenía que pasar regresando del yucal. Acuclillada, vació su cuerpo. Pujaba fuerte, hinchándose. Luego enterró sus manos en la suciedad y esperó, rebalsándose de rabia. Cuando lo vio acercarse, se abalanzó sobre Kashiri, de entre los árboles. Y antes de que la luna pudiera escapar, le refregó la cara con la caca que acababa de cagar.

Kashiri supo ahí mismo que nunca se le borrarían esas manchas. ¿Qué iba a hacer en este mundo con semejante vergüenza? Entristecido, se volvió al Inkite, el cielo de más arriba. Ahí se ha quedado. Se le apagó la luz por esas manchas. Pero su hijo resplandece, más bien. ¿No brilla el sol? ¿No calienta? Nosotros lo ayudamos andando. Levántate, diciéndole, cada noche que se cae. Su madre fue una machiguenga, pues.

Eso es, al menos, lo que yo he sabido.

Pero el seripigari de Segakiato lo cuenta de otra manera.

Kashiri bajó a la tierra y divisó a la muchacha en el río. Estaba bañándose y cantando. Se le acercó y le aventó una puñada de tierra que le dio en el vientre. Enojada, ella comenzó a apedrearlo. Se había puesto a llover, de repente. Kientibakori estaría en el bosque, bailando, harto de masato. «Mujer tonta», le decía la luna a la joven, «te eché barro para que tengas un hijo». Todos los diablillos estaban felices entre los árboles, tirándose pedos. Y así pasó. La muchacha quedó preñada. Pero, cuando le tocó parir, murió. También murió su hijo. Los machiguengas se pondrían rabiosos, entonces. Cogerían sus flechas, sus cuchillos. Irían donde Kashiri y diciéndole «Tienes que comerte ese cadáver» lo rodearían. Lo amenazarían con sus arcos, le harían oler sus piedras. La luna se resistiría, temblando. Y ellos: «Cómetela, has de comerte a la muerta.»

Al fin, llorando, con un cuchillo abriría el vientre de su mujer. Ahí estaba la criatura, destellando. La sacó y ella resucitó, parece. Se movía y chillaba, agradecida. Viva estaba. Arrodillado, Kashiri empezó a tragarse el cuerpo de su esposa por los pies. «Está bien, ya puedes irte», le dijeron los machiguengas cuando había llegado a la barriga. Entonces, la luna, echándose al hombro los restos se regresó al cielo de más arriba, caminando. Ahí estará, mirándonos. Oyéndome estará. Sus manchas son los pedazos que no se comió.

Furioso por lo que hicieron con Kashiri, su padre, el sol, se estuvo quieto, quemándonos. Secaba los ríos, hacía arder las chacras y los bosques. A los animales los mataba de sed. «Nunca más se va a mover», decían los machiguengas, arrancándose los pelos. Miedosos estaban. «Habrá que morir», cantando, tristes. Entonces, el seripigari subió al Inkite. Habló con el sol. Lo convenció, parece. Se movería de nuevo, pues. «Andaremos juntos», dicen que le dijo. La vida fue desde entonces así, siendo como es. Ahí terminó antes y empezó después. Por eso seguimos andando.

«¿De ahí es tan floja la luz de Kashiri?», le pregunté al seripigari del río Segakiato. «Sí», me contestó. «La luna es un hombre a medias nomás. Otros dicen que, comiendo un pescado, se le atracó una espina en la garganta. Y que desde entonces se apagó.»

Eso es, al menos, lo que yo he sabido.

Cuando estaba viniendo, aunque conocía el camino, me perdí. Sería culpa de Kientibakori, de sus diablillos o de algún machikanari con muchos poderes. La lluvia empezó de pronto, sin aviso, sin que se oscureciera antes el cielo y sin volverse el aire salmuera. Yo estaba vadeando un río y la lluvia caía ya con tanta fuerza que no me dejaba trepar la pendiente. Daba dos o tres pasos, resbalaba, la tierra se deshacía bajo mis pies y me regresaba al fondo del caño. Asustado, el lorito se puso a aletear y, chillando, se escapó. Pronto, la pendiente fue torrentera. Lodo y agua, también piedras, ramas, matorrales, árboles partidos por la tormenta, cadáveres de pájaros e insectos. Todo rodando contra mí. El cielo se puso negro; a ratos había incendio de rayos. Tronaba como si todos los animales del monte se hubieran puesto a rugir. Cuando el señor del trueno rabia así, algo grave está pasando. Yo seguía queriendo subir la quebrada. ¿Podría? Si no me trepo a un árbol bien alto, me iré, pensaba. Pronto todo esto será un hervidero de agua del cielo. Ya no tenía fuerzas para forcejear; mis piernas y brazos estaban llenos de heridas de los golpes que me daba en las caídas. Tragaba agua por la nariz y por la boca. Hasta por los ojos y por el ano se me estaría metiendo el agua en el cuerpo. Será tu fin, Tasurinchi, tu alma se escapará quién sabe adónde. Y me tocaba la coronilla para sentirla salir.

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