Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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El colapso económico y la ruina mental de sus engendradores no pusieron al borde del suicidio a Joaquín Hinostroza Bellmont. Vivía siempre en la Perla, en una residencia fantomáquica, que se había ido despintando, aherrumbrando, despoblando, perdiendo jardines y cancha de fútbol (para pagar deudas) y que habían invadido la suciedad y las arañas. El joven se pasaba el día arbitrando los partidos callejeros que organizaban los vagabundos del barrio, en los descampados que separan Bellavista y la Perla. Fue en uno de esos matchs disputados por caóticos palomillas, en plena vía pública, donde un par de piedras hacían de arco y una ventana y un poste de límites, y que Joaquín -principismo de elegante que se viste de baile para cenar en plena selva virgen- arbitraba como si fueran final de campeonato, que el hijo de aristócratas conoció a la persona que haría de él un cirroso y una estrella: ¿Sarita Huanca Salaverría?

La había visto jugar varias veces en esos partidos del montón e incluso le había cobrado muchas faltas por la agresividad con que arremetía contra el adversario. Le decían Marimacho, pero ni por ésas se le hubiera ocurrido a Joaquín que ese adolescente cetrino, calzado con viejas zapatillas, cubierto por un blue jeans y una chompa rotosa, hubiera sido mujer. Lo descubrió eróticamente. Un día, por haberla castigado con un penal indiscutible (Marimacho había metido un gol con bola y arquero), recibió como respuesta una mentada de madre.

– ¿Qué has dicho? -se indignó el hijo de aristócratas ¿pensando que en esos mismos momentos su madre estaría ingiriendo una píldora, paladeando una pócima, soportando un agujazo?:- Repite si eres hombre.

– No soy, pero repito -repuso Marimacho. Y, honor de espartana capaz de ir a la hoguera por no dar su brazo a torcer, repitió, enriquecida con adjetivos del arroyo, la mentada de madre.

Joaquín intentó lanzarle un puñete, que sólo dio en el aire, y al instante se vio arrojado al suelo por un cabezazo de Marimacho, quien cayó sobre él, golpeándolo con manos, pies, rodillas, codos. Allí, forcejeos gimnásticos sobre la lona que acaban pareciendo los apretones del amor, descubrió, estupefacto, erogenizado, eyaculante, que su adversario era mujer. La emoción que le produjeron los roces pugilísticos con esas turgencias inesperadas fue tan grande que cambió su vida. Ahí mismo, al amistarse después de la pelea y saber que se llamaba Sarita Huanca Salaverría, la invitó al cine a ver Tarzán, y una semana más tarde le propuso el altar. La negativa de Sarita a ser su esposa e incluso a dejarse besar empujaron clásicamente a Joaquín a las cantinas. En poco tiempo, pasó de romántico que ahoga penas en whisky a alcohólico irredento que puede apagar su africana sed con kerosene.

¿Qué despertó en Joaquín esa pasión por Sarita Huanca Salaverría? Era joven y tenía un físico esbelto de gallita, una piel curtida por la intemperie, un cerquillo bailarín, y como jugadora de fútbol no estaba mal. Por su manera de vestirse, las cosas que hacía y las personas que frecuentaba, parecía contrariada con su condición de mujer. ¿Era esto, tal vez -vicio de originalidad, frenesí de extravagancia- lo que la hacía tan atractiva para el aristócrata? El primer día que llevó a Marimacho a la ruinosa casa de la Perla, sus padres, después que la pareja hubo partido, se miraron asqueados. El ex-rico encarceló en una frase la amargura de su espíritu: "No sólo hemos creado a un estúpido, sino, también, a un pervertido sexual".

Sin embargo, Sarita Huanca Salaverría, a la vez que alcoholizó a Joaquín, fue el trampolín que lo ascendió de los partidos callejeros con pelota de trapo a los campeonatos del Estadio Nacional.

Marimacho no se contentaba con rechazar la pasión del aristócrata; se complacía en hacerlo sufrir. Se dejaba invitar al cine, al fútbol, a los toros, a restaurantes, consentía en recibir costosos regalos (¿en los que el enamorado dilapidaba los escombros del patrimonio familiar?), pero no permitía que Joaquín le hablara de amor. Apenas intentaba éste, timidez de doncel que enrojece al piropear a una flor, atorándose, decirle cuánto la amaba, Sarita Huanca Salaverría se ponía de pie, iracunda, lo hería con insultos de una soecidad bajopontina, y se mandaba mudar. Era entonces cuando Joaquín comenzaba a beber, pasando de una cantina a otra y mezclando licores para obtener efectos prontos y explosivos. Fue un espectáculo corriente, para sus padres, verlo recogerse a la hora de las lechuzas, y cruzar las habitaciones de la Perla, dando traspiés, perseguido por una estela de vómitos. Cuando ya parecía a punto de desintegrarse en alcohol, una llamada de Sarita lo resucitaba. Concebía nuevas esperanzas y se reanudaba el ciclo infernal. Demolidos por la amargura, el hombre del tic y la hipocondríaca murieron casi al mismo tiempo y fueron sepultados en un mausoleo del Cementerio Presbítero Maestro. La encogida residencia de la Perla, al igual que los bienes que sobrevivían, fueron rematados por acreedores o incautados por el Estado. Joaquín Hinostroza Bellmont tuvo que ganarse la vida.

Tratándose de quien se trataba (su pasado rugía que moriría de consunción o terminaría mendigo) lo hizo más que bien. ¿Qué profesión eligió? ¡Arbitro de fútbol! Acicateado por el hambre y el deseo de seguir festejando a la esquiva Sarita, comenzó pidiendo unos soles a los mataperros cuyos partidos le pedían arbitrar, y al ver que ellos, prorrateándose, se los daban, dos más dos son cuatro y cuatro y dos son seis, fue aumentando las tarifas y administrándose mejor. Como era conocida su habilidad en la cancha, consiguió contratos en competencias juveniles, y un día, audazmente, se presentó en la Asociación de Árbitros y Entrenadores de Fútbol y solicitó su inscripción. Pasó los exámenes con una brillantez que dejó mareados a los que a partir de entonces pudo (¿vanidosamente?) llamar colegas.

La aparición de Joaquín Hinostroza Bellmont -uniforme negro pespuntado de blanco, viserita verde en la frente, silbato plateado en la boca- en el Estadio Nacional de José Díaz, estableció una efemérides en el fútbol nacional. Un experimentado cronista deportivo lo diría: “Con él ingresaron a las canchas la justicia inflexible y la inspiración artística". Su corrección, su imparcialidad, su rapidez para descubrir la falta y su tino para sancionarla, su autoridad (los jugadores se dirigían siempre a él bajando los ojos y tratándolo de don), y ese estado físico que le permitía correr los noventa minutos del partido y no estar nunca a más de diez metros de la pelota, lo hicieron rápidamente popular. Fue, como se dijo en un discurso, el único réferi nunca desobedecido por los jugadores ni agredido por los espectadores, y el único al que, después de cada partido, ovacionaban las tribunas.

¿Nacían esos talentos y esfuerzos sólo de una sobresaliente conciencia profesional? También. Pero, la razón profunda era que Joaquín Hinostroza Bellmont pretendía, con su magia arbitral, secreto de muchacho que triunfa en Europa y vive amargo porque lo que quería era el aplauso de su pueblecito andino, impresionar a Marimacho. Seguían viéndose, casi a diario, y la escabrosa maledicencia popular los creía amantes. En realidad, pese a su tesón sentimental, incólume a lo largo de los años, el réferi no había conseguido vencer la resistencia de Sarita.

Ésta, un día, luego de rescatarlo del suelo de una cantina del Callao, de llevarlo a la pensión del centro donde vivía, de limpiarle las manchas de escupitajo y de aserrín y de acostarlo, le contó el secreto de su vida. Joaquín Hinostroza Bellmont supo así, lividez de hombre que ha recibido el beso del vampiro, que en la primera juventud de esa muchacha había un amor maldito y un terremoto conyugal. En efecto, entre Sarita y su hermano (¿Richard?) había brotado un enamoramiento trágico, que -cataratas de fuego, lluvia de veneno sobre la humanidad- había cristalizado en embarazo. Habiendo contraído astutamente matrimonio con un galán al que antes desairaba (¿el Pelirrojo Antúnez? ¿Luis Marroquín?) para que el hijo del incesto tuviera un apellido impoluto, el joven y dichoso marido, sin embargo -cola del diablo que se mete en la olla y arruina el pastel-, había descubierto a tiempo la superchería y repudiado a la tramposa que quería contrabandearle un entenado como hijo. Obligada a abortar, Sarita huyó de su familia encopetada, de su barrio residencial, de su apellido resonante, y, convertida en vagabunda, en los descampados de Bellavista y la Perla había adquirido la personalidad y el apodo de Marimacho. Desde entonces había jurado no entregarse nunca más a un hombre y vivir siempre, para todos los efectos prácticos (¿salvo, ay, el de los espermatozoides?), como varón.

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