Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor
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Aterrados ante la idea de haber procreado un fin de raza, hemofílico y tarado, que sería más tarde hazmerreír del público, los padres acudieron a la ciencia. Ilustres galenos comparecieron en la Perla. Fue el pediatra estrella de la ciudad, el doctor Alberto de Quinteros, quien desasnó luminosamente a los atormentados:
– Tiene lo que llamo mal de invernadero -les explicó-. Las flores que no viven en el jardín, entre flores e insectos, crecen mustias y su perfume es hediondo. La cárcel dorada lo está atontando. Amas y dómines deben ser despedidos y el niño matriculado en un colegio para que alterne con gente de su edad. ¡Será normal el día que un compañero le rompa la nariz!
Dispuesta a cualquier sacrificio con tal de desimbecilizarlo, la orgullosa pareja consintió en dejar que Joaquincito se zambullera en el plebeyo mundo exterior. Se escogió para él, claro está, el colegio más caro de Lima, los Padres de Santa María, y, a fin de no destruir todas las jerarquías, se le mandó hacer un uniforme de color reglamentario, pero en terciopelo.
La receta del famoso dio resultados apreciables. Es verdad que Joaquín sacaba notas extraordinariamente bajas y que, para aprobar sus exámenes, áurea codicia que produjo cismas, sus padres debían hacer donaciones (vitrales para la capilla del colegio, faldas de paño para los acólitos, pupitres robustos para la escuelita de los pobres, etcétera), pero el hecho es que el niño se volvió sociable y que a partir de entonces se le vio algunas veces contento. En esta época se manifestó el primer indicio de su genialidad (su incomprensivo padre le decía tara): un interés por el balompié. Cuando fueron informados que el niño Joaquín, apenas se calzaba los zapatos de fútbol, de anestésico y monosilábico se transformaba en un ser dinámico y gárrulo, sus padres se alegraron mucho. Y, de inmediato, adquirieron un terreno contiguo a su casa de la Perla, para construir una cancha de fútbol, de proporciones apreciables, donde Joaquincito pudiera divertirse a sus anchas.
Se vio a partir de entonces, en la neblinosa avenida de las Palmeras, de la Perla, desembarcar del ómnibus del Santa María, a la salida de clases, a veintidós alumnos -cambiaban las caras pero permanecía el número- que venían a jugar en la cancha de los Hinostroza Bellmont. La familia regalaba a los jugadores, después del partido, con un té acompañado de chocolates, gelatinas, merengues y helados. Los ricos gozaban viendo cada tarde a su hijito Joaquín jadeando feliz.
Sólo después de algunas semanas, se percató el pionero del cultivo de la pimienta en el Perú que ocurría algo extraño. Dos, tres, diez veces había encontrado a Joaquincito arbitrando el partido. Con un silbato en la boca y una gorrita para el sol, corría tras los jugadores, señalaba faltas, imponía penales. Aunque el niño no parecía acomplejado por cumplir este papel en vez de ser jugador, el millonario se enojó. ¿Los invitaba a su casa, los engordaba con dulces, les permitía codearse con su hijo de igual a igual y tenían la desfachatez de relegar a Joaquín a la mediocre función de árbitro? Estuvo a punto de abrir las jaulas de los Doberman y dar un buen susto a esos frescos. Pero se limitó a recriminarlos. Ante su sorpresa, los muchachos se declararon inocentes, juraron que Joaquín era árbitro porque le gustaba serlo y el damnificado corroboró por Dios y por su madre que era así. Unos meses después, consultando su libreta y los informes de sus mayordomos, el padre se enfrentó a este balance: en ciento treinta y dos partidos disputados en su cancha, Joaquín Hinostroza Bellmont no había sido jugador en ninguno y había arbitrado ciento treinta y dos. Cambiando una mirada, los padres subliminalmente se dijeron que algo andaba mal: ¿cómo podía ser esto la normalidad? Nuevamente, fue requerida la ciencia.
Fue el más connotado astrólogo de la ciudad, un hombre que leía las almas en las estrellas y que restañaba los espíritus de sus clientes (él hubiera preferido: 'amigos') mediante los signos del zodiaco, el profesor Lucio Acémila, quien, después de muchos horóscopos, interrogatorios a los cuerpos celestes y meditación lunar, dio el veredicto que, si no el más certero, resultó el más halagüeño para los padres.
– El niño se sabe celularmente un aristócrata, y, fiel a su origen, no tolera la idea de ser igual a los demás -les explicó, quitándose las gafas ¿para que fuera más notoria la lucecita inteligente que aparecía en sus pupilas al emitir un pronóstico?-. Prefiere ser réferi a jugador porque el que arbitra un partido es el que manda. ¿Creían ustedes que en ese rectángulo verde Joaquincito hace deporte? Error, error. Ejercita un ancestral apetito de dominación, de singularidad y jerarquía, que, sin duda, le corre por las venas.
Sollozando de felicidad, el padre sofocó a besos a su hijo, se declaró hombre bienaventurado, y agregó un cero a los honorarios, ya de por sí regios, que le había pasado el profesor Acémila. Convencido de que esa manía de arbitrar los partidos de fútbol de sus compañeros resultaba de avasalladores ímpetus de subyugación y prepotencia, que, más tarde, convertirían a su hijo en dueño del mundo (o, en el peor de los casos, del Perú), el industrial abandonó muchas tardes su múltiple oficina para, debilidades de león que lagrimea viendo a su cachorro despedazar a la primera oveja, venir a su estadio privado de la Perla a gozar paternalmente viendo a Joaquín, enfundado en el lindo uniforme que le había regalado, dando pitazos detrás de esa bastarda confusión (¿los jugadores?).
Diez años después, los confundidos padres no tuvieron más remedio que empezar a decirse que, tal vez, las profecías astrales habían pecado de optimistas. Joaquín Hinostroza Bellmont tenía ya dieciocho años y había llegado al último grado de la Secundaria varios años después que sus compañeros del comienzo y sólo gracias a la filantropía familiar. Los genes de conquistador del mundo, que, según Lucio Acémila, se camuflaban bajo el inofensivo capricho de arbitrar fútbol, no aparecían por ninguna parte, y, en cambio, terriblemente se hacía inocultable que el hijo de aristócratas era una calamidad sin remedio para todo lo que no fuera cobrar tiros libres. Su inteligencia, a juzgar por las cosas que decía, lo colocaba, darwinianamente hablando, entre el oligofrénico y el mono, y su falta de gracia, de ambiciones, de interés por todo lo que no era esa agitada actividad de réferi, hacían de él un ser profundamente soso.
Ahora, es verdad que en lo que concernía a su vicio primero (el segundo fue el alcohol) el muchacho denotaba algo que merecía llamarse talento. Su imparcialidad teratológica (¿en el espacio sagrado de la cancha y el tiempo hechicero de la competencia?) le ganó prestigio como árbitro entre alumnos y profesores del Santa María, y, también, gavilán que desde la nube divisa bajo el algarrobo la rata que será su almuerzo, su visión que le permitía infaliblemente detectar, a cualquier distancia y desde cualquier ángulo, el artero puntapié del defensa a la canilla del delantero centro, o el vil codazo del alero al guardameta que saltaba con él. También eran insólitas su omnisciencia de las reglas y la intuición feliz que le hacía suplir con decisiones relámpago los vacíos reglamentarios. Su fama saltó los muros del Santa María y el aristócrata de la Perla comenzó a arbitrar competencias inter-escolares, campeonatos de barrio, y un día se supo que, ¿en la cancha del Potao?, había reemplazado a un réferi en un partido de segunda división.
Terminado el colegio, se planteó un problema a los abrumados progenitores: el futuro de Joaquín. La idea de que fuera a la Universidad fue apenadamente descartada, para evitar al muchacho humillaciones inútiles, complejos de inferioridad, y, a la fortuna familiar, nuevos forados en forma de donaciones. Un intento de hacerlo aprender idiomas desembocó en estrepitoso fracaso. Un año en Estados Unidos y otro en Francia no le enseñaron una sola palabra de inglés ni de francés, y, en cambio, tuberculizaron su de por sí raquítico español. Cuando volvió a Lima, el fabricante de casimires optó por resignarse a que su hijo no ostentara ningún título, y, lleno de desilusión, lo puso a trabajar en la maleza de empresas caseras. Los resultados fueron previsiblemente catastróficos. En dos años, sus actos u omisiones habían quebrado dos hilanderías, reducido al déficit la más floreciente firma del conglomerado -una constructora de caminos- y las plantaciones de pimienta de la selva habían sido carcomidas por plagas, aplastadas por avalanchas y ahogadas por inundaciones (lo que confirmó que Joaquincito era también un fúlmine). Aturdido por la inconmensurable incompetencia de su hijo, herido en su amor propio, el padre perdió energías, se volvió nihilista y descuidó sus negocios que en poco tiempo fueron desangrados por ávidos lugartenientes, y contrajo un tic risible que consistía en sacar la lengua para tratar (¿insensatamente?) de lamerse la oreja. Su nerviosismo y desvelos lo arrojaron, siguiendo los pasos de su esposa, en manos de psiquiatras y psicoanalistas (¿Alberto de Quinteros? ¿Lucio Acémila?) que dieron rápida cuenta de sus residuos de cordura y de plata.
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