Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor
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El mecanismo infernal irremisiblemente comenzó a marchar, en el segundo tiempo, cuando los equipos iban uno a uno y los espectadores se hallaban afónicos y con las manos ardiendo. El capitán Lituma y el sargento Concha se decían, cándidamente, que todo iba bien: ni un solo incidente -robo, pelea, extravío de niño- había venido a malograr la tarde.
Pero he aquí que a las cuatro y trece minutos, a los cincuenta mil espectadores les fue dado conocer lo insólito. Del fondo más promiscuo de la Tribuna Sur, de pronto -negro, flaco, altísimo, dientón-, emergió un hombre que escaló livianamente el enrejado e irrumpió en la cancha dando gritos incomprensibles. No sorprendió tanto a la gente verlo casi desnudo -llevaba apenas un taparrabos colgado de la cintura- como que, de pies a cabeza, tuviera el cuerpo lleno de incisiones. Un ronquido de pánico estremeció las Tribunas; todos comprendieron que el tatuado se proponía victimar al árbitro. No había duda: el gigante aullador corría directamente hacia el ídolo de la afición (¿Gumercindo Hinostroza Delfín?), quien, absorto en su arte, no lo había visto y seguía modelando el partido.
¿Quién era el inminente agresor? ¿Tal vez el polizonte aquel, llegado misteriosamente al Callao, y sorprendido por la ronda nocturna? ¿Era el mismo infeliz al que las autoridades habían eutanásicamente decidido ejecutar y al que el sargento (¿Concha?) perdonó la vida en una noche oscura? Ni el capitán Lituma ni el sargento Concha tuvieron tiempo de averiguarlo. Comprendiendo que, si no procedían en el acto, una gloria nacional podía sufrir un atentado, el capitán -superior y subordinado tenían un método para entenderse con movimientos de pestañas- ordenó al sargento que actuara. Jaime Concha, entonces, sin ponerse de pie, sacó su pistola y disparó sus doce tiros, que fueron todos a incrustarse (cincuenta metros más allá) en distintas partes del calato. De este modo, el sargento venía a cumplir, más vale tarde que nunca dice el refrán, la orden recibida, porque, en efecto, ¡se trataba del polizonte del Callao!
Bastó que viera acribillado a balazos al potencial verdugo de su ídolo, al que un instante atrás odiaba, para que inmediatamente -veleidades de frívola sentimental, coqueterías de hembra mudable- la muchedumbre se solidarizara con él, lo convirtiera en víctima, y se enemistara con la Guardia Civil. Una silbatina que ensordeció a los pájaros del cielo se elevó por los aires en la que las Tribunas de sombra y de sol entonaban su cólera por el espectáculo del negro que, allá, sobre la tierra, se iba quedando sin sangre por doce agujeros. Los balazos habían desconcertado a los peones, pero el Gran Hinostroza (¿Téllez Unzátegui?), fiel a sí mismo, no había permitido que se interrumpiera la fiesta, y seguía luciéndose, alrededor del cadáver del espontáneo, sordo ante la silbatina, a la que ahora se añadían interjecciones, alaridos, insultos. Ya comenzaban a caer -multicolores, volanderos- los emisarios del que pronto sería diluvio de cojines contra el destacamento policial del capitán Lituma. Éste olfateó el huracán y decidió actuar rápido. Ordenó que los guardias prepararan las granadas lacrimógenas. Quería evitar una sangría a toda costa. Y unos momentos después, cuando ya las barreras habían sido traspasadas en muchos puntos del redondel, y, aquí y allá, taurófilos enardecidos se precipitaban hacia el coso con belicosidad, ordenó a sus hombres que rociaran el perímetro con unas cuantas granadas. Las lágrimas y los estornudos, pensaba, calmarían a los iracundos y la paz reinaría de nuevo en la Plaza de Acho apenas el viento disipara los efluvios químicos. Dispuso asimismo que un grupo de cuatro guardias rodeara al sargento Jaime Concha, quien se había convertido en el objetivo de los exaltados: visiblemente, estaban decididos a lincharlo, aunque para ello tuvieran que enfrentarse al toro.
Pero el capitán Lituma olvidaba algo esencial; él mismo, dos horas atrás, para impedir que los aficionados sin entradas que rondaban la plaza, amenazantes, intentaran invadir el local por la fuerza, había ordenado bajar las rejas y cortinas metálicas que cerraban el acceso a los Tendidos. Así, cuando, puntuales ejecutores de órdenes, los guardias regalaron al público una bandada de granadas lacrimógenas, y aquí y allá, en pocos segundos, se elevaron pestilentes humaredas en los graderíos, la reacción de los espectadores fue huir. Atropelladamente, saltando, empujando, mientras se cubrían la boca con un pañuelo y comenzaban a llorar, corrieron hacia las salidas. Las correntadas humanas se vieron frenadas por las cortinas y rejas metálicas que las clausuraban. ¿Frenadas? Sólo unos segundos, los suficientes para que las primeras filas de cada columna, convertidas en arietes por la presión de quienes venían atrás, las abollaran, hincharan, rajaran y arrancaran de cuajo. De este modo, los vecinos del Rímac que, por azar, transitaban ese domingo alrededor de la Plaza de Toros a las cuatro y treinta minutos de la tarde, pudieron apreciar un espectáculo bárbaramente original: de pronto, en medio de un crepitar agónico, las puertas de Acho volaban en pedazos y comenzaban a escupir cadáveres apachurrados, que, bien vengas mal si vienes solo, eran encima pisoteados por la muchedumbre enloquecida que escapaba por los boquetes sanguinolentos.
Entre las primeras víctimas del holocausto bajopontino, les cupo figurar a los introductores de los Testigos de Jehová en el Perú: el moqueguano don Sebastián Bergua, su esposa Margarita, y su hija Rosa, la eximia tocadora de flauta dulce. Perdió a la religiosa familia lo que hubiera debido salvarla: su prudencia. Porque, apenas ocurrido el incidente del caníbal espontáneo, cuando éste acababa de ser despedazado por el cornúpeta, don Sebastián Bergua, cejas enarcadas y dedo dictatorial, había ordenado a su tribu: "En retirada". No era miedo, palabra que el predicador desconocía, sino buen tino, la idea que ni él ni sus parientes debían verse mezclados a ningún escándalo, para evitar que, amparados en ese pretexto, los enemigos trataran de enlodar el nombre de su fe. Así, la familia Bergua, apresuradamente, abandonó su Tendido de sol y bajaba las gradas hacia la salida cuando estallaron las granadas lacrimógenas. Se hallaban los tres, beatíficos, junto a la cortina metálica número seis, esperando que la levantaran, cuando vieron irrumpir a sus espaldas, tronante y lacrimal, a la multitud. No tuvieron tiempo de arrepentirse de los pecados que no tenían cuando fueron literalmente desintegrados (¿hechos puré, sopa humana?) contra la cortina metálica, por la masa empavorecida. Un segundo antes de pasar a esa otra vida que él negaba, don Sebastián alcanzó todavía a gritar, terco, creyente y heterodoxo: "El Cristo murió en un árbol, no en una cruz".
La muerte del desequilibrado acuchillador de don Sebastián Bergua, y violador de doña Margarita y de la artista, fue, ¿cabria la expresión?, menos injusta. Porque, estallada la tragedia, el joven Marroquín Delfín creyó llegada su oportunidad: en medio de la confusión, huiría del agente que la Dirección de Prisiones le había destinado como acompañante para que viera la histórica corrida, y escaparía de Lima, del Perú, y, en el extranjero, con otro nombre, iniciaría una nueva vida de locura y crímenes. Ilusiones que se pulverizarían cinco minutos después, cuando, en la puerta de salida número cinco, a (¿Lucho? ¿Ezequiel?) Marroquín Delfín y al agente de prisiones Chumpitaz, que lo tenía de la mano, les tocó el dudoso honor de formar parte de la primera fila de taurófilos triturados por la multitud. (Los dedos entrelazados del policía y el propagandista médico, aunque cadáveres, dieron que hablar.)
El deceso de Sarita Huanca Salaverría tuvo, al menos, la elegancia de ser menos promiscuo. Constituyó un caso de malentendido garrafal, de equivocada evaluación de actos e intenciones por parte de la autoridad. Al estallar los incidentes, ver al caníbal comeado, los humos de las granadas, oír los aullidos de los fracturados, la muchacha de Tingo María decidió que, pasión de amor que quita el miedo a la muerte, debía estar junto al hombre que amaba. A la inversa de la afición, entonces, bajó, hacia el redondel, lo que la salvó de perecer aplastada. Pero no la salvó de la mirada de águila del capitán Lituma, quien advirtiendo, entre las nubes de gas que se expandían, una figurilla incierta y desalada, que saltaba el burladero y corría hacia el diestro (quien, pese a todo, seguía citando al animal y haciendo pases de rodillas), y convencido de que su obligación era impedir, mientras le quedara un hálito de vida, que el matador fuera agredido, sacó su revólver y de tres rápidos disparos cortó en seco la carrera y la vida de la enamorada: Sarita vino a caer muerta a los pies mismos de Gumercindo Bellmont.
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