El hombre de la Perla fue el único, entre los muertos de esa tarde griega, que falleció de muerte natural. Si se puede llamar natural al fenómeno, insólito en tiempos prosaicos, de un hombre al que el espectáculo de su bienamada, muerta a sus pies, le paraliza el corazón y mata. Cayó junto a Sarita y alcanzaron los dos, con el último aliento, a estrecharse y entrar así, unidos, en la noche de los amantes desgraciados (¿como ciertos Julieta y Romeo?)…
Para entonces, el custodio del orden de inmaculada foja de servicios, considerando con melancolía que, pese a su experiencia y sagacidad, el orden no sólo había sido alterado sino que la Plaza de Acho y alrededores se habían convertido en un cementerio de insepultos cadáveres, utilizó la última bala que le quedaba para, lobo de mar que acompaña su barco al fondo del océano, volarse los sesos y acabar (viril ya que no exitosamente) su biografía. Apenas vieron perecer a su jefe, la moral de los guardias se descalabró; olvidaron la disciplina, el espíritu de cuerpo, el amor a la institución, y sólo pensaron en quitarse los uniformes, disimularse dentro de las ropas civiles que arranchaban a los muertos y escapar. Varios lo consiguieron. Pero no Jaime Concha, a quien los sobrevivientes, después de castrar, ahorcaron con su propio correaje de cuero en el travesaño del toril. Allí quedó el sano lector de Pato Donalds, el diligente centurión, columpiándose bajo el cielo de Lima, que, ¿queriendo ponerse a tono con lo sucedido?, se había encrespado de nubes y comenzaba a llorar su garúa de invierno…
¿Terminaría así, en dantesca carnicería, esta historia? ¿O, como la Paloma Fénix (¿la Gallina?), renacería de sus cenizas con nuevos episodios y personajes recalcitrantes? ¿Qué ocurriría con esta tragedia taurina?
Partimos de Lima a las nueve de la mañana, en un colectivo que tomamos en el Parque Universitario. La tía Julia había salido de casa de mis tíos con el pretexto de hacer las últimas compras antes de su viaje, y yo, de la de mis abuelos, como si fuera a trabajar a la Radio. Ella había metido en una bolsa un camisón de dormir y una muda de ropa interior; yo llevaba, en los bolsillos, mi escobilla de dientes, un peine y una maquinilla de afeitar (que, la verdad, aún no me servía de gran cosa).
Pascual y Javier estaban esperándonos en el Parque Universitario y habían comprado los pasajes. Por suerte, no se presentó ningún otro viajero. Pascual y Javier, muy discretos, se sentaron delante, con el chofer, y nos dejaron el asiento de atrás a la tía Julia y a mí. Era una mañana de invierno, típica, de cielo encapotado y garúa continua, que nos escoltó buena parte del desierto. Casi todo el viaje, la tía Julia y yo estuvimos besándonos, apasionadamente, estrechándonos las manos, sin hablar, mientras oíamos, mezclado al ruido del motor, el rumor de la conversación entre Pascual y Javier, y, a veces, algunos comentarios del chofer. Llegamos a Chincha a las once y media de la mañana, con un sol espléndido y un calorcito delicioso. El cielo limpio, la luminosidad del aire, la algarabía de las calles repletas de gente, todo parecía de buen agüero. La tía Julia sonreía, contenta.
Mientras Pascual y Javier se adelantaban a la Municipalidad a ver si todo estaba listo, la tía Julia y yo fuimos a instalarnos en el Hotel Sudamericano. Era una vieja casa de un solo piso, de madera y adobes, con un patio techado que hacía las veces de comedor y una docena de cuartitos alineados a ambos lados de un pasillo de baldosas, como un burdel. El hombre del mostrador nos pidió papeles; se contentó con mi carnet de periodista, y, al poner yo "y señora" al lado de mi apellido, se limitó a echar a la tía Julia una ojeada burlona. El cuartito que nos dieron tenía unas losetas despanzurradas por las que se veía la tierra, una cama doble y hundida con una colcha de rombos verdes, una silleta de paja y unos clavos gordos en la pared para colgar la ropa. Apenas entramos, nos abrazamos con ardor y estuvimos besándonos y acariciándonos, hasta que la tía Julia me apartó, riéndose:
– Alto ahí, Varguitas, primero tenemos que casarnos.
Estaba arrebatada, con los ojos brillantes y alegres y yo sentía que la quería mucho, estaba feliz de casarme con ella, y mientras esperaba que se lavara las manos y peinara, en el baño común del corredor, me juraba que no seríamos como todos los matrimonios que conocía, una calamidad más, sino que viviríamos siempre felices, y que casarme no me impediría llegar a ser algún día un escritor. La tía Julia salió por fin y fuimos andando, de la mano, a la Municipalidad.
Encontramos a Pascual y a Javier en la puerta de una bodega, tomando un refresco. El alcalde había ido a presidir una inauguración, pero ya volvería. Les pregunté si estaban absolutamente seguros de haber quedado con el pariente de Pascual en que nos casaría a mediodía y ellos se burlaron de mí. Javier hizo unas bromas sobre el novio impaciente y trajo a colación un oportuno refrán: el que espera desespera. Para hacer tiempo, los cuatro dimos unas vueltas bajo los altos eucaliptos y los robles de la Plaza de Armas. Había unos muchachos correteando y unos viejos que se hacían lustrar los zapatos mientras leían los periódicos de Lima. Media hora después estábamos de regreso en la Municipalidad. El secretario, un hombrecito flaco y con anteojos muy anchos, nos dio una mala noticia: el alcalde había vuelto de la inauguración, pero se había ido a almorzar a El Sol de Chincha.
– ¿No le avisó usted que lo esperábamos, para la boda? -lo reprendió Javier.
– Estaba con una comitiva y no era el momento -dijo el secretario, con aire de conocedor de la etiqueta.
– Vamos a buscarlo al restaurant y nos lo traemos -me tranquilizó Pascual-. No se preocupe, don Mario.
Preguntando, encontramos El Sol de Chincha en las vecindades de la plaza. Era un restaurant criollo, con mesitas sin manteles, y una cocina al fondo, que chisporroteaba y humeaba y en torno a la cual unas mujeres manipulaban ollas de cobre, peroles y fuentes olorosas. Había una radiola a todo volumen, tocando un vals, y se veía mucha gente. Cuando la tía Julia comenzaba a decir, en la puerta, que tal vez sería más prudente esperar que el alcalde terminara su almuerzo, éste reconoció a Pascual, desde una esquina, y lo llamó. Vimos al redactor de Panamericana darse de abrazos con un hombre joven, medio rubio, que se puso de pie en una mesa donde había media docena de comensales, todos hombres, y otras tantas botellas de cerveza. Pascual nos hizo señas de que nos acercáramos.
– Claro, los novios, me había olvidado por completo -dijo el alcalde, estrechándonos la mano y calibrando a la tía Julia de arriba abajo, con una mirada de experto. Se volvió a sus compañeros, que lo contemplaban servilmente, y les contó, en voz alta, para hacerse oír por sobre el vals:- Estos dos acaban de fugarse de Lima y yo los voy a casar.
Hubo risas, aplausos, manos que se estiraban hacia nosotros y el alcalde exigió que nos sentáramos con ellos y pidió más cerveza para brindar por nuestra felicidad.
– Pero nada de ponerse juntos, para eso tendrán toda la vida -dijo, eufórico, cogiendo a la tía Julia del brazo e instalándola junto a él-. La novia aquí, a mi lado, que felizmente no está mi mujer.
La comitiva lo festejó. Eran mayores que el alcalde, comerciantes o agricultores vestidos de fiesta, y todos parecían tan borrachos como él. Algunos conocían a Pascual y le preguntaban sobre su vida en Lima y cuándo volvería a la tierra. Sentado junto a Javier, en un extremo de la mesa, yo procuraba sonreír, tomaba traguitos de una cerveza medio tibia, y contaba los minutos.
Muy pronto, el alcalde y la comitiva se desinteresaron de nosotros. Se sucedían las botellas, primero solas, después acompañadas de seviche y de un sudado de corvina, de unos alfajores, y luego otra vez solas. Nadie recordaba el matrimonio, ni siquiera Pascual, que, con ojos encendidos y voz empalagosa coreaba también los valses del alcalde. Éste, después de haber piropeado todo el almuerzo a la tía Julia, intentaba ahora pasarle el brazo por los hombros y le acercaba su cara abotagada.
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