Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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Conocer la tragedia, aderezada de sacrilegio, trasgresión de tabúes, pisoteo de la moral civil y de mandamientos religiosos, de Sarita Huanca Salaverría, no canceló la pasión amorosa de Joaquín Hinostroza Bellmont; la robusteció. El hombre de la Perla concibió, incluso, la idea de curar a Marimacho de sus traumas y reconciliarla con la sociedad y los hombres; quiso hacer de ella, otra vez, una limeña femenina y coqueta, pícara y salerosa ¿como la Perricholi?

Al mismo tiempo que su fama crecía y era solicitado para arbitrar partidos internacionales en Lima y en el extranjero, y recibía ofertas para trabajar en México, Brasil, Colombia, Venezuela, que él, patriotismo de sabio que renuncia a las computadoras de Nueva York para seguir experimentando con las cobayas tuberculosas de San Fernando, siempre rechazó, su asedio al corazón de la incestuosa se hizo más tenaz.

Y le pareció entrever algunas señales -humo apache en las colinas, tam-tams en la floresta africana- de que Sarita Huanca Salaverría podía ceder. Una tarde, luego de un café con medialunas en el Haití de la Plaza de Armas, Joaquín pudo retener entre las suyas la diestra de la muchacha por más de un minuto (exacto: su cabeza de árbitro lo cronometró). Poco después, hubo un partido en que la Selección Nacional se enfrentó a una pandilla de homicidas, de un país de escaso renombre -¿Argentina o algo así?-, que se presentaron a jugar con los zapatos acorazados de clavos y rodilleras y coderas que, en verdad, eran instrumentos para malherir al adversario. Sin atender a sus argumentos (por lo demás ciertos) de que en su país era costumbre jugar al fútbol así -¿cabeceándolo con la tortura y el crimen?-, Joaquín Hinostroza Bellmont los fue expulsando de la cancha, hasta que el equipo peruano ganó técnicamente por falta de competidores. El árbitro, por supuesto, salió en hombros de la multitud y Sarita Huanca Salaverría, cuando estuvieron solos, -¿arranque de peruanidad? ¿sensiblería deportiva?- le echó los brazos al cuello y lo besó. Una vez que estuvo enfermo (la cirrosis, discreta, fatídica, iba mineralizando el hígado del hombre de los Estadios y comenzaba a provocarle crisis periódicas) lo atendió sin moverse de su lado, la semana que permaneció en el Hospital Carrión y Joaquín la vio, una noche, derramar algunas lágrimas ¿por él? Todo esto lo envalentonaba y cada día le proponía, con argumentos renovados, matrimonio. Era inútil. Sarita Huanca Salaverría asistía a todos los partidos que él interpretaba (los cronistas comparaban sus arbitrajes al manejo de una sinfonía), lo acompañaba al extranjero y hasta se había mudado a la Pensión Colonial donde Joaquín vivía con su hermana pianista y sus ancianos padres. Pero se negaba a que esa fraternidad dejara de ser casta y se convirtiera en refocilo. La incertidumbre, margarita cuyos pétalos no se termina jamás de deshojar, fue agravando el alcoholismo de Joaquín Hinostroza Bellmont, a quien acabó por verse más borracho que sobrio.

El alcohol fue el talón de Aquiles de su vida profesional, el lastre que, decían los entendidos, le impidió arbitrar en Europa. ¿Cómo se explica, de otra parte, que un hombre que bebía tanto hubiera podido ejercer una profesión de tantos rigores físicos? El hecho es que, enigmas que empiedran la historia, desenvolvió ambas vocaciones al mismo tiempo, y, a partir de la treintena, ambas fueron simultáneas: Joaquín Hinostroza Bellmont comenzó a arbitrar partidos borracho como una cuba y a seguirlos arbitrando imaginativamente en las cantinas.

El alcohol no amortiguaba su talento: ni empañaba su vista, ni debilitaba su autoridad, ni demoraba su carrera. Es verdad que, alguna vez, en medio de un partido se le vio atacado de hipos, y que, calumnias que enturbian el aire y acuchillan la virtud, se aseguraba que una vez, aquejado de sahariana sed, arrebató a un enfermero que corría a auxiliar a un jugador una botella de linimento y se la bebió como agua fresca. Pero estos episodios -anecdotario pintoresco, mitología del genio- no interrumpieron su carrera de éxitos.

Así, entre los atronadores aplausos del Estadio y las penitentes borracheras con que trataba de calmar los remordimientos -pinzas de inquisidor que hurgan las carnes, potro que descoyunta los huesos-, en su alma de misionero de la verdadera fe (¿testigos de Jehová?), por haber violado inopinadamente, en una noche loca de la juventud, a una menor de la Victoria (¿Sarita Huanca Salaverría?), llegó Joaquín Hinostroza Bellmont a la flor de la edad: la cincuentena. Era un hombre de frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu, que había trepado a la cumbre de su profesión.

En esas circunstancias le tocó a Lima ser escenario del más importante encuentro futbolístico del medio siglo, la final del Campeonato Sudamericano entre dos equipos que, en las eliminatorias, habían, cada uno por su lado, infligido deshonrosas goleadas a sus adversarios: Bolivia y Perú. Aunque la costumbre aconsejaba que arbitrara ese partido un réferi de país neutral, los dos equipos, y con especial insistencia -hidalguía del Altiplano, nobleza colla, pundonor aymara- los extranjeros, exigieron que fuera el famoso Joaquín Hinostroza Marroquín quien arbitrara el partido. Y como jugadores, suplentes y entrenadores amenazaron con una huelga si no se les satisfacía, la Federación accedió y el Testigo de Jehová recibió la misión de gobernar ese match que todos profetizaban memorable.

Las acérrimas nubes grises de Lima se despejaron ese domingo para que el sol calentara el encuentro. Muchas personas habían pasado la noche a la intemperie, con la ilusión de conseguir entradas (era sabido que estaban agotadas hacía un mes). Desde el amanecer, todo el entorno del Estadio Nacional se volvió un hervor de gentes en pos de revendedores y dispuestas a cualquier delito por entrar. Dos horas antes del partido, en el Estadio no cabía un alfiler. Varios centenares de ciudadanos del gran país del Sur (¿Bolivia?), llegados hasta Lima desde sus limpias alturas en avión, auto y a pie, se habían concentrado en la Tribuna de Oriente. Los vítores y maquinitas de visitantes y aborígenes caldeaban el ambiente, en espera de los equipos.

Ante la magnitud de la concentración popular, las autoridades habían tomado precauciones. La más célebre brigada de la Guardia Civil, aquella que, en pocos meses -heroísmo y abnegación, audacia y urbanidad- había limpiado de delincuentes y malvados el Callao, fue traída a Lima a fin de garantizar la seguridad y la convivencia ciudadanas en la tribuna y en las canchas. Su jefe, el célebre capitán Lituma, terror del crimen, se paseaba afiebradamente por el Estadio y recorría las puertas y calles adyacentes, verificando si las patrullas permanecían en sus sitios y dictando inspiradas instrucciones a su aguerrido adjunto, el sargento Jaime Concha.

En la Tribuna Occidental, magullados entre la masa rugiente y casi sin respiración, se encontraban al darse el pitazo inicial, además de Sarita Huanca Salaverría -quien, masoquismo de víctima que vive prendada de su violador, no se perdía jamás los partidos que arbitraba-, el venerable don Sebastián Bergua, recientemente incorporado del lecho de dolor donde yacía por las cuchilladas que recibió del propagandista médico Luis Marroquín Bellmont (¿quien estaba en el Estadio, en la Tribuna Norte, por un permiso especialísimo de la Dirección de Prisiones?), su esposa Margarita y su hija Rosa, ya del todo restablecida de los mordiscos que recibiera -oh infausto amanecer selvático- de una camada de ratas.

Nada hacía presagiar la tragedia, cuando Joaquín Hinostroza (¿Tello? ¿Delfín?) -quien, como de costumbre, había sido obligado a dar la vuelta olímpica agradeciendo aplausos-, apuesto, ágil, arrancó el partido. Al contrario, todo transcurría en una atmósfera de entusiasmo y caballerosidad: las acciones de los jugadores, los aplausos de las barras que premiaban los avances de los delanteros y las atajadas de los guardametas. Desde el primer momento fue notorio que se cumplirían los oráculos: el juego estaba equilibrado y aunque pundonoroso era recio. Más creativo que nunca, Joaquín Hinostroza (¿Abril?) se deslizaba sobre el césped como en patines, sin estorbar a los jugadores y colocándose siempre en el ángulo más afortunado, y sus decisiones, severas pero justas, impedían que, ardores de la contienda que la vuelven gresca, el partido degenerara en violencia. Pero, fronteras de la condición humana, ni un santo Testigo de Jehová podía impedir que se cumpliera lo que, indiferencia de fakir, flema de inglés, había urdido el destino.

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