Al día siguiente, muy temprano, corrí a la pensión de Javier. Pasábamos revista, cada mañana, mientras él se afeitaba y duchaba, a los acontecimientos de la víspera y preparábamos el plan de acción de la jornada. Sentado sobre el excusado, viéndolo jabonarse, le leí el cuaderno donde había resumido, con comentarios marginales, las opciones de mi destino. Mientras se enjuagaba, me rogó encarecidamente que trastocara las prioridades y pusiera el suicidio a la cabeza:
– Si te matas, las porquerías que has escrito se volverán interesantes, la gente morbosa querrá leerlas y será fácil publicarlas en un libro -me convencía, a la vez que se secaba con furia-. Te volverás, aunque sea póstumamente, un escritor.
– Me vas a hacer perder el primer boletín -lo apuraba yo-. Déjate de jugar a Cantinflas que tu humor me hace maldita gracia.
– Si te matas, ya no tendría que faltar tanto a mi trabajo ni a la Universidad -continuaba Javier, mientras se vestía-. Lo ideal es que procedas hoy, esta mañana, ahorita. Así me librarías de empeñar mis cosas, que, por supuesto, terminarán rematando, porque ¿acaso me vas a pagar algún día?
Y ya en la calle, mientras trotábamos hacia el colectivo, sintiéndose un humorista eximio:
– Y, por último, si te matas, te volverás famoso, y a tu mejor amigo, tu confidente, el testigo de la tragedia, le harán reportajes y saldrá retratado en los periódicos. ¿Y tú crees que tu prima Nancy no se ablandaría con esa publicidad?
En la llamada (horriblemente) Caja de Pignoración de la Plaza de Armas, empeñamos mi máquina de escribir y su radio, mi reloj y sus lapiceros, y al final lo convencí de que también empeñara su reloj. Pese a que regateamos como lobos, sólo obtuvimos dos mil soles. Los días anteriores, sin que lo advirtieran los abuelos, yo había ido vendiendo, en los ropavejeros de la calle La Paz, ternos, zapatos, camisas, corbatas, chompas, hasta quedarme prácticamente con lo que llevaba puesto. Pero la inmolación de mi vestuario significó apenas cuatrocientos soles. En cambio, había tenido más suerte con el empresario progresista, al que, después de media hora dramática, convencí que me adelantara cuatro sueldos y me los fuera descontando a lo largo de un año. La conversación tuvo un final inesperado. Yo le juraba que ese dinero era para una operación de hernia de mi abuelita, urgentísima, y no lo conmovía. Pero, de pronto, dijo: "Bueno”. Con una sonrisa de amigo, añadió: "Confiesa que es para hacer abortar a una hembrita". Bajé los ojos y le rogué que me guardara el secreto.
Al ver mi depresión por el poco dinero conseguido con el empeño, Javier me acompañó hasta la Radio. Quedamos en pedir permiso en nuestros trabajos para ir en la tarde a Huacho. Tal vez en provincias los munícipes fueran más sentimentales. Llegué al altillo cuando sonaba el teléfono. La tía Julia estaba hecha una furia. La víspera habían llegado a casa del tío Lucho, de visita, la tía Hortensia y el tío Alejandro y no le habían contestado el saludo.
– Me miraron con un desprecio olímpico, sólo les faltó decirme pe -me contó, indignada-. Tuve que morderme para no mandarlos ya sabes adonde. Lo hice por mi hermana, pero también por nosotros, para no, complicar más las cosas. ¿Cómo va todo, Varguitas?
– El lunes, a primera hora -le aseguré-. Tienes que decir que atrasas un día el vuelo a La Paz. Tengo todo casi listo.
– No te preocupes por el alcalde cacaseno -me dijo la tía Julia-. Ya me entró la rabieta y no me importa. Aunque no lo encuentres, nos escapamos lo mismo.
– ¿Por qué no se casan en Chincha, don Mario? -le oí decir a Pascual, apenas colgué el teléfono. Al ver mi estupor, se confundió:- No es que yo sea chismoso y quiera entrometerme. Pero, claro, oyéndolos, nos enteramos de las cosas. Lo hago para ayudarlo. El alcalde de Chincha es mi primo y lo casa en un dos por tres, con o sin papeles, sea o no sea mayor de edad.
Ese mismo día quedó todo milagrosamente resuelto. Javier y Pascual partieron esa tarde a Chincha, en un colectivo, con los papeles y la consigna de dejar todo preparado para el lunes. Mientras, yo, fui con mi prima Nancy a alquilar el cuartito de la quinta miraflorina, pedí tres días de permiso en la Radio (los obtuve después de una discusión homérica con Genaro-papá, a quien temerariamente amenacé con renunciar si me los negaba) y planeé la fuga de Lima. El sábado en la noche, Javier volvió con buenas noticias. El alcalde era un tipo joven y simpático y, cuando él y Pascual le contaron la historia, se había reído y festejado el proyecto de rapto.
"Qué romántico", les había dicho. Se quedó con los papeles y les aseguró que, entre amigos, también se podía obviar el asunto de las proclamas.
El domingo previne a tía Julia, por teléfono, que había encontrado al cacaseno, que nos fugaríamos al día siguiente, a las ocho de la mañana, y que al mediodía seríamos marido y mujer.
Joaquín Hinostroza Bellmont, quien habría de estremecer los estadios, no metiendo goles ni atajando penales sino arbitrando partidos de fútbol, y cuya sed de alcohol dejaría huella y deudas en los bares de Lima, nació en una de esas residencias que los mandarines se construyeron hace treinta años, en la Perla, cuando pretendieron convertir a ese baldío en una Copacabana limeña (pretensión malograda por la humedad, que, castigo de camello que se obstina en pasar por el ojo de la aguja, devastó gargantas y bronquios de la aristocracia peruana).
Fue Joaquín hijo único de una familia que, además de adinerada, entroncaba, frondosa selva de árboles que son títulos y escudos, con marquesados de España y Francia. Pero el padre del futuro réferi y borrachín había puesto de lado los pergaminos y consagrado su vida al ideal moderno de multiplicar su fortuna en negocios que comprendían desde la fabricación de casimires hasta la introducción del ardiente cultivo de la pimienta en la Amazonía. La madre, madona linfática, esposa abnegada, había pasado su vida gastando el dinero que producía su marido en médicos y curanderos (pues padecía diversas enfermedades de alta clase social). Ambos habían tenido a Joaquín algo crecidos, después de mucho rogar a Dios que les concediera un heredero. El advenimiento constituyó una felicidad indescriptible para sus padres, quienes, desde la cuna, soñaron para él un porvenir de príncipe de la industria, rey de la agricultura, mago de la diplomacia o lucifer de la política.
¿Fue por rebelde, en insubordinación contra este destino de gloria crematística y brillo social que el niño resultó árbitro de fútbol, o más bien por insuficiencia de psicología? No, fue por genuina vocación. Tuvo, naturalmente, desde la mamadera hasta el bozo, una variopinta sucesión de institutrices, importadas de países exóticos: Francia, Inglaterra. Y en los mejores colegios de Lima fueron reclutados profesores para enseñarle los números y las letras. Todos, uno tras otro, terminaron renunciando al pingüe salario, desmoralizados e histéricos, por la indiferencia ontológica del niño ante cualquier especie de saber. A los ocho años no había aprendido a sumar y del alfabeto a duras penas memorizaba las vocales. Sólo decía monosílabos, era tranquilo, se paseaba por las habitaciones de la Perla, entre muchedumbres de juguetes adquiridos en distintos puntos del orbe para distraerlo -mecanos alemanes, trenes japoneses, rompecabezas chinos, soldaditos austriacos, triciclos norteamericanos-, con expresión de aburrimiento mortal. Lo único que parecía sacarlo, a ratos, de su sopor brahamánico, eran las figuritas de fútbol de los chocolatines Mar del Sur, que pegaba en cuadernos satinados y contemplaba, horas de horas, con curiosidad.
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