Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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– La verdad que tu compinche Camacho es capaz de cualquier cosa -me dijo-. ¿Sabes qué pasó anoche? Una pensión vieja de Lima, una familia pobretona bajada de la sierra. Estaban en medio del almuerzo, conversando, y, de repente, un terremoto. Tan bien hecha la tembladera de vidrios y puertas, el griterío, que nos paramos y la señora Gracia salió corriendo hasta el jardín…

Me imaginé al genial Batán roncando para imitar el eco profundo de la tierra, reproduciendo con ayuda de sonajas o de bolitas de vidrio que frotaba junto al micrófono la danza de los edificios y casas de Lima, y con los pies rompiendo nueces o chocando piedras para que se escucharan los crujidos de techos y paredes al cuartearse, de las escaleras al rajarse y desplomarse, mientras Josefina, Luciano y los otros actores se asustaban, rezaban, aullaban de dolor y pedían socorro bajo la mirada vigilante de Pedro Camacho.

– Pero el terremoto es lo de menos -me interrumpió Javier, cuando le contaba las proezas de Batán-. Lo bueno es que la pensión se vino abajo y todos murieron apachurrados. No se salvó ni uno de muestra, aunque te parezca mentira. Un tipo capaz de matar a todos los personajes de una historia, de un terremoto, es digno de respeto.

Habíamos llegado el paradero de los colectivos y no pude aguantar más. Le conté en cuatro palabras lo que había ocurrido la víspera y mi gran decisión. Se hizo el que no se sorprendía:

– Bueno, tú también eres capaz de cualquier cosa -dijo, moviendo la cabeza compasivamente. Y un momento después:- ¿Seguro que quieres casarte?

– Nunca he estado tan seguro de nada en la vida -le juré.

En ese momento ya era verdad. La víspera, cuando le había pedido a la tía Julia que se casara conmigo, todavía tenía la sensación de algo irreflexivo, de una pura frase, casi de una broma, pero ahora, después de haber hablado con Nancy, sentía una gran seguridad. Me parecía estar comunicándole una decisión inquebrantable, largamente meditada.

– Lo cierto es que estas locuras tuyas terminarán por llevarme a la cárcel -comentó Javier, resignado, en el colectivo. Y luego de unas cuadras, a la altura de la avenida Javier Prado:- Te queda poco tiempo, Si tus tíos le han pedido a Julita que se vaya, no puede seguir con ellos muchos días más. Y la cosa tiene que estar hecha antes de que llegue el cuco, pues con tu padre acá será difícil.

Estuvimos callados un rato, mientras el colectivo iba caleteando en las esquinas de la avenida Arequipa, dejando y recogiendo pasajeros. Al pasar frente al Colegio Raimondi, Javier volvió a hablar, ya totalmente posesionado del problema:

– Vas a necesitar plata. ¿Qué vas a hacer?

– Pedir un adelanto en la Radio. Vender todo lo viejo que tengo, ropa, libros. Y empeñar mi máquina de escribir, mi reloj, en fin, todo lo que sea empeñable. Y empezar a buscar otros trabajos, como loco.

– Yo también puedo empeñar algunas cosas, mi radio, mis lapiceros, y mi reloj, que es de oro -dijo Javier. Entrecerrando los ojos y haciendo sumas con los dedos, calculó:- Creo que te podré prestar unos mil soles.

Nos despedimos en la Plaza San Martín y quedamos en vernos al mediodía, en mi altillo de Panamericana. Conversar con él me había hecho bien y llegué a la oficina de buen humor, muy optimista. Leí los periódicos, seleccioné las noticias, y, por segunda vez, Pascual y el Gran Pablito encontraron los primeros boletines terminados. Desgraciadamente, ambos estaban ahí cuando llamó la tía Julia y estropearon la conversación. No me atreví a contarle delante de ellos que había hablado con Nancy y con Javier.

– Tengo que verte hoy día mismo, aunque sea unos minutos -le pedí-. Todo está caminando.

– De repente se me ha venido el alma a los pies -me dijo la tía Julia-. Yo que siempre he sabido ponerle buena cara al mal tiempo, ahora me siento hecha un trapo.

Tenía una buena razón para venir al centro de Lima sin despertar sospechas: reservar en las oficinas del Lloyd Aéreo Boliviano su vuelo a La Paz. Pasaría por la Radio a eso de las tres. Ni ella ni yo mencionamos el tema del matrimonio, pero a mí me produjo angustia oírla hablar de aviones. Inmediatamente después de colgar el teléfono, fui a la Municipalidad de Lima, a averiguar qué se necesitaba para el matrimonio civil. Tenía un compañero que trabajaba allá y él me hizo las averiguaciones, creyendo que eran para un pariente que iba a casarse con una extranjera divorciada. Los requisitos resultaron alarmantes. La tía Julia tenía que presentar su partida de nacimiento y la sentencia de divorcio legalizada por los Ministerios de Relaciones Exteriores de Bolivia y del Perú. Yo, mi partida de nacimiento. Pero, como era menor de edad, necesitaba autorización notarial de mis padres para contraer matrimonio o ser 'emancipado' (declarado mayor de edad) por ellos, ante el juez de menores. Ambas posibilidades estaban descartadas.

Salí de la Municipalidad haciendo cálculos; sólo conseguir la legalización de los papeles de la tía Julia, suponiendo que los tuviera en Lima, tomaría semanas. Si no los tenía y debía pedirlos a Bolivia, a la Municipalidad y juzgado respectivos, meses. ¿Y en cuanto a mi partida de nacimiento? Yo había nacido en Arequipa y escribirle a algún pariente de allá que me la mandara tomaría también tiempo (además de ser riesgoso). Las dificultades se levantaban una tras otra, como desafíos, pero, en vez de disuadirme, reforzaban mi decisión (desde chico había sido muy porfiado). Cuando estaba a medio camino de la Radio, a la altura de "La Prensa', de pronto, en un rapto de inspiración, cambié de rumbo, y, casi a la carrera, me dirigí al Parque Universitario, donde llegué sudando. En la Secretaría de la Facultad de Derecho, la señora Riofrío, encargada de hacernos saber las notas, me recibió con su expresión maternal de siempre y escuchó llena de benevolencia la complicada historia que le conté, de trámites judiciales urgentes, de una oportunidad única de conseguir un trabajo que me ayudaría a costear mis estudios.

– Está prohibido por el reglamento -se quejó, levantando su apacible humanidad del apolillado escritorio y avanzando, conmigo al lado, hacia el archivo-. Como tengo buen corazón, ustedes abusan. Un día voy a perder mi puesto por hacer estos favores y nadie levantará un dedo por mí.

Le dije, mientras ella escarbaba los expedientes de alumnos, levantando nubecillas de polvo que nos hacían estornudar, que si algún día ocurriera eso, la Facultad se declararía en huelga. Encontró por fin mi expediente, donde, en efecto, figuraba mi partida de nacimiento y me advirtió que me la prestaba sólo media hora. Apenas necesité quince minutos para sacar dos fotocopias en una librería de la calle Azángaro y devolverle una de ellas a la señora Riofrío. Llegué a la Radio exultante, sintiéndome capaz de pulverizar a todos los dragones que me salieran al encuentro.

Estaba sentado en mi escritorio, después de redactar otros dos boletines y haber entrevistado para El Panamericano al Gaucho Guerrero (un fondista argentino, naturalizado peruano, que se pasaba la vida batiendo su propio récord; corría alrededor de una plaza, días y noches, y era capaz de comer, afeitarse, escribir y dormir mientras corría), descifrando, tras la prosa burocrática de la partida, algunos detalles de mi nacimiento -había nacido en el Bulevard Parra, mi abuelo y, mi tío Alejandro habían ido a la Alcaldía a participar mi llegada al mundo- cuando Pascual y el Gran Pablito, que entraban al altillo, me distrajeron. Venían hablando de un incendio, muertos de risa con los ayes de las víctimas al ser achicharradas. Traté de seguir leyendo la abstrusa partida, pero los comentarios de mis redactores sobre los guardias civiles de esa Comisaría del Callao rociada de gasolina por un pirómano demente, que habían perecido todos carbonizados, desde el comisario hasta el último soplón e incluso el perro mascota, me distrajeron de nuevo.

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