Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor
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– Es huachafo y no se puede decir -le contesté, secándole los ojos con mis labios, con las yemas de los dedos-. ¿Tienes aquí esos papeles? ¿Tu amigo el embajador los podría legalizar?
Ya estaba más repuesta. Había dejado de llorar y me miraba con ternura.
– ¿Cuánto duraría, Varguitas? -me preguntó con voz tristona-. ¿Al cuánto tiempo te cansarías? ¿Al año, a los dos, a los tres? ¿Crees que es justo que dentro de dos o tres años me largues y tenga que empezar de nuevo?
– ¿El embajador los podrá legalizar? -insistí-. Si él los legaliza por el lado boliviano, será fácil conseguir la legalización peruana. Encontraré en el Ministerio algún amigo que nos ayude.
Me quedó observando, entre compadecida y conmovida. En su cara fue apareciendo una sonrisa.
– Si me juras que me aguantarás cinco años, sin enamorarte de otra, queriéndome sólo a mí, okey -me dijo-. Por cinco años de felicidad cometo esa locura.
– ¿Tienes los papeles? -le dije, arreglándole los cabellos, besándoselos-. ¿Los legalizará el embajador?
Los tenía y conseguimos, en efecto, que la Embajada boliviana los legalizara con una buena cantidad de sellos y firmas multicolores. La operación duró apenas media hora, pues el embajador se tragó diplomáticamente el cuento de la tía Julia: necesitaba los papeles esa misma mañana, para formalizar una gestión que le permitiría sacar de Bolivia los bienes que había recibido al divorciarse. Tampoco fue difícil que el ministro de Relaciones Exteriores del Perú, a su vez, legalizara los documentos bolivianos. Me echó una mano un profesor de la Universidad, asesor de la Cancillería, a quien tuve que inventar otro embrollado radioteatro: una señora cancerosa, en estado agónico, a la que había que casar cuanto antes, con el hombre que cohabitaba hacía años, a fin de que muriera en paz con Dios.
Allí, en una habitación de añosas maderas coloniales y de jóvenes acicalados del Palacio de Torre Tagle, mientras esperaba que el funcionario, avivado por el telefonazo de mi profesor, pusiera a la partida de nacimiento y a la sentencia de divorcio de la tía Julia más sellos y recolectara las firmas correspondientes, oí hablar de una nueva catástrofe. Se trataba de un naufragio, algo casi inconcebible. Un barco italiano, atracado en un muelle del Callao, repleto de pasajeros y de visitas que los despedían, de pronto, contraviniendo todas las leyes de la física y de la razón, giraba sobre sí mismo, se volcaba sobre babor, y se hundía rápidamente en el Pacífico, muriendo, por efecto de contusiones, ahogo, o, asombrosamente, mordiscos de tiburones, toda la gente que se hallaba a bordo. Eran dos señoras, conversaban a mi lado, en espera de algún trámite. No bromeaban, se tomaban el naufragio muy en serio.
– ¿Ocurrió en un radioteatro de Pedro Camacho, no es cierto? -me entrometí.
– En el de las cuatro -asintió la mayor, una mujer huesuda y enérgica, con fuerte acento eslavo-. El de Alberto de Quinteros, el cardiólogo.
– Ese que era ginecólogo el mes pasado -metió su cuchara, sonriendo, una jovencita que escribía a máquina. Y se tocó la sien, indicando que alguien se había vuelto loco.
– ¿No oyó el programa de ayer? -se apiadó cariñosamente la acompañante de la extranjera, una señora con anteojos y entonación ultralimeña-. El doctor Quinteros se estaba yendo de vacaciones a Chile, con su esposa y su hijita Charo. ¡Y se ahogaron los tres!
– Se ahogaron todos -precisó la señora extranjera-. El sobrino Richard, y Elianita y su marido, el Pelirrojo Antúnez, el tontito, y hasta el hijito del incesto, Rubencito. Habían ido a despedirlos.
Pero lo costeante es que se ahogara el teniente Jaime Concha, que es de otro radioteatro, y que ya se había muerto en el incendio del Callao, hace tres días -volvió a intervenir, muerta de risa, la muchacha; había dejado la máquina-. Esos radioteatros se han vuelto un puro chiste, ¿no les parece?
Un jovencito acicalado, con aire de intelectual (especialidad Límites Patrios), le sonrió con benevolencia y a nosotros nos lanzó una mirada que Pedro Camacho hubiera tenido todo el derecho de llamar argentina:
– ¿No te he dicho que eso de pasar personajes de una historia a otra lo inventó Balzac? -dijo, hinchando el pecho con sabiduría. Pero sacó una conclusión que lo perdió:- Si se entera que lo está plagiando, lo manda a la cárcel.
– El chiste no es que los pase de una a otra, sino que los resucite -se defendió la muchacha-. El teniente Concha se había quemado, mientras leía un Pato Donald, ¿cómo puede ahora resultar ahogándose?
– Es un tipo sin suerte -sugirió el jovencito acicalado que traía mis papeles.
Partí feliz, con los documentos oleados y sacramentados, dejando a las dos señoras, la secretaria y los diplomáticos empeñados en una animada charla sobre el escriba boliviano. La tía Julia me estaba esperando en un café y se rió del cuento; no había vuelto a oír los programas de su compatriota.
Salvo la legalización de esos papeles, que resultó tan simple, todas las otras gestiones, en esa semana de diligencias y averiguaciones infinitas que hice, solo o acompañado por Javier, en las alcaldías de Lima, resultaron frustradoras y agobiantes. No ponía los pies en la Radio sino para El Panamericano, y dejaba todos los boletines en manos de Pascual, quien pudo ofrecer así a los radioescuchas un verdadero festín de accidentes, crímenes, asaltos, secuestros, que hizo correr por Radio Panamericana tanta sangre como la que, contiguamente, producía mi amigo Camacho en su sistemático genocidio de personajes.
Comenzaba el recorrido muy temprano. Fui al principio a las Municipalidades más raídas y alejadas del centro, la del Rímac, la del Porvenir, la de Vitarte, la de Chorrillos. Una y cincuenta veces (al principio ruborizándome, luego con desparpajo) expliqué el problema a alcaldes, teniente-alcaldes, síndicos, secretarios, porteros, portapliegos, y cada vez recibí negativas categóricas. La piedra de toque era siempre la misma: mientras no obtuviera autorización notarial de mis padres, o fuera emancipado ante el juez, no podía casarme. Luego intenté suerte en las Alcaldías de los barrios céntricos, con exclusión de Miraflores y San Isidro (donde podía haber conocidos de la familia) con idéntico resultado. Los munícipes, luego de revisar los documentos, solían hacerme bromas que eran patadas en el estómago: "¿pero cómo, quieres casarte con tu mamá?", "no seas tonto, muchacho, para qué te vas a casar, arrejúntate nomás". El único sitio donde brilló una luz de esperanza fue en la Municipalidad de Surco, donde un secretario rollizo y cejijunto nos dijo que el asunto se podía arreglar por diez mil soles, "pues había que taparle la boca a mucha gente". Intenté regatear y llegué a ofrecerle una cantidad que difícilmente hubiera podido reunir (cinco mil soles), pero el gordito, como asustado de su audacia, dio marcha atrás y terminó sacándonos de la Alcaldía.
Hablaba por teléfono con la tía Julia dos veces al día y la engañaba, todo estaba en regla, que tuviera un maletín de mano listo con las cosas indispensables, en cualquier momento le diría "ya". Pero me sentía cada vez más desmoralizado. El viernes en la noche, al regresar a casa de los abuelos, encontré un telegrama de mis padres: "Llegamos lunes, Panagra, vuelo 516".
Esa noche, después de pensar largo rato, dando vueltas en la cama, prendí la lamparita del velador y escribí en un cuaderno, donde anotaba temas para cuentos, en orden de prioridad, las cosas que haría. La primera era casarme con la tía Julia y poner a la familia ante un hecho legal consumado al que tendrían que resignarse, quisiéranlo o no. Como faltaban pocos días y la resistencia de los munícipes limeños era tan tenaz, esa primera opción se volvía cada instante más utópica. La segunda era huir con la tía Julia al extranjero. No a Bolivia; la idea de vivir en un mundo donde ella había vivido sin mí, donde tenía tantos conocidos, su mismo ex-marido, me molestaba. El país indicado era Chile. Ella podía partir a La Paz, para engañar a la familia, y yo me escaparía en ómnibus o colectivo hasta Tacna. Alguna manera habría de cruzar clandestinamente la frontera, hasta Arica, y luego seguiría por tierra hasta Santiago, donde la tía Julia vendría a reunirse conmigo o me estaría esperando. La posibilidad de viajar y vivir sin pasaporte (para sacarlo se necesitaba también autorización paterna) no me parecía imposible, y me gustaba, por su carácter novelesco. Si la familia, como era seguro, me hacía buscar, me localizaba y repatriaba, me escaparía de nuevo, todas las veces que hiciera falta, y así iría viviendo hasta alcanzar los codiciados, liberadores veintiún años. La tercera opción era matarme, dejando una carta bien escrita, para sumir a mis parientes en el remordimiento.
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