El Padre Seferino recurrió, naturalmente, a la prédica armada. Retó a don Sebastián Bergua a probar a puñetazos quién era el verdadero ministro de Dios. Debilitado por la sobrepráctica del Ejercicio de Onán que le había permitido resistir las provocaciones del demonio, el hombre del Chirimoyo cayó noqueado al segundo puñetazo de don Sebastián Bergua, que, durante veinte años, había hecho, una hora diaria, calistenia y boxeo (¿en el Gimnasio Remigius de San Isidro?). No fue perder dos incisivos y quedar con la nariz achatada lo que desesperó al Padre Seferino, sino la humillación de ser derrotado con sus propias armas y notar que, cada día, perdía más feligreses ante su adversario.
Pero, temerarios que crecen ante el peligro y practican lo de a gran mal peor remedio, un día misteriosamente el hombre del Chirimoyo trajo a su casucha de adobes unas latas llenas de un líquido que ocultó a las miradas de los curiosos (pero que cualquier olfato sensible hubiera reconocido como kerosene). Esa noche, cuando todos dormían, acompañado por su fiel Lituma, tapió desde afuera, con gruesas tablas y clavos obesos, las puertas y ventanas de la casa de ladrillos. Don Sebastián Bergua dormía el sueño de los justos, fantaseando en torno de un sobrino incestuoso que, arrepentido de haber afrentado a su hermana, terminaba de cura papista en una barriada de Lima: ¿Mendocita? No podía oír los martillazos de Lituma que convertían el templo evangelista en ratonera, porque la ex-comadrona doña Angélica, por órdenes del Padre Seferino, le había dado una pócima espesa y anestésica. Cuando la Misión estuvo tapiada, el hombre del Chirimoyo en persona la roció con kerosene. Luego, persignándose, encendió un fósforo y se dispuso a arrojarlo. Pero, algo lo hizo vacilar. El ex-sargento Lituma, la trabajadora social, la ex-abortera, los perros de Mendocita, lo vieron, largo y flaco bajo las estrellas, los ojos atormentados, con un fósforo entre los dedos, dudando sobre si achicharraría a su enemigo.
¿Lo haría? ¿Lanzaría el fósforo? ¿Convertiría el Padre Seferino Huanca Leyva la noche de Mendocita en crepitante infierno? ¿Arruinaría así una vida entera consagrada a la religión y el bien común? ¿O, pisoteando la llamita que le quemaba las uñas, abriría la puerta de la casa de ladrillos para, de rodillas, implorar perdón al pastor evangelista? ¿Cómo terminaría esta parábola de la barriada?
La primera persona a la que hablé de mi propuesta de matrimonio a la tía Julia no fue Javier sino mi prima Nancy. La llamé, luego de la conversación telefónica con la tía Julia, y le propuse que fuéramos al cine. En realidad fuimos a El Patio, un café-bar de la calle San Martín, en Miraflores, donde solían reunirse los luchadores que Max Aguirre, el promotor del Luna Park, traía a Lima. El local -una casita de un piso, concebida como vivienda de clase media, a la que las funciones de bar notoriamente irritaban- estaba vacío, y pudimos conversar tranquilos, mientras yo tomaba la décima taza de café del día y la flaca Nancy una Coca-Cola.
Apenas nos sentamos, comencé a maquinar en qué forma podía dorarle la noticia. Pero fue ella la que se adelantó a darme novedades. La víspera había habido una reunión en casa de la tía Hortensia, a la que habían concurrido una docena de parientes, para tratar “el asunto". Allí se había decidido que el tío Lucho y la tía Olga le pidieran a la tía Julia regresar a Bolivia.
– Lo han hecho por ti -me explicó la flaca Nancy-. Parece que tu papá está hecho una fiera y ha escrito una carta terrible.
Los tíos Jorge y Lucho, que me querían tanto, estaban ahora inquietos por el castigo que podía infligirme.
Pensaban que si la tía Julia había ya partido cuando él llegara a Lima, se aplacaría y no sería tan severo.
– La verdad es que ahora esas cosas no tienen importancia -le dije, con suficiencia-. Porque le he pedido a la tía Julia que se case conmigo.
Su reacción fue llamativa y caricatural, le ocurrió algo de película. Estaba tomando un trago de Coca-Cola y se atoró. Le vino un acceso de tos francamente ofensivo y se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Déjate de payasadas, pedazo de tonta -la reñí, muy enojado-. Necesito que me ayudes.
– No me atoré por eso sino porque el líquido se me fue por otro lado -balbuceó mi prima, secándose los ojos y todavía carraspeando. Y, unos segundos después, bajando la voz, añadió:- Pero si eres un bebe. ¿Acaso tienes plata para casarte? ¿Y tu papá? ¡Te va a matar!
Pero, instantáneamente, ganada por su terrible curiosidad, me acribilló a preguntas sobre detalles en los que yo no había tenido tiempo de pensar: ¿La Julita había aceptado? ¿Íbamos a escaparnos? ¿Quiénes iban a ser los testigos? ¿No podíamos casarnos por la Iglesia porque ella era divorciada, no es cierto? ¿Dónde íbamos a vivir?
– Pero, Marito -repitió al final de su cascada de preguntas, asombrándose de nuevo-. ¿No te das cuenta que tienes dieciocho años?
Se echó a reír y yo también me eché a reír. Le dije que tal vez tenía razón, pero que ahora se trataba de que me ayudara a poner ese proyecto en práctica. Nos habíamos criado juntos y revueltos, nos queríamos mucho, y yo sabía que en cualquier caso estaría de mi lado.
– Claro que si me lo pides te voy a ayudar, aunque sea a hacer locuras y aunque me maten contigo -me dijo al fin-. A propósito, ¿has pensado en la reacción de la familia si de verdad te casas?
De muy buen humor, estuvimos un rato jugando a qué dirían y qué harían los tíos y las tías, los primos y las primas cuando se enfrentaran a la noticia. La tía Hortensia lloraría, la tía Jesús iría a la iglesia, el tío Javier pronunciaría su clásica exclamación (¡Qué desvergüenza!), y el benjamín de los primos, Jaimito, que tenía tres años y ceceaba, preguntaría qué era casarse, mamá. Terminamos riéndonos a carcajadas, con una risa nerviosa que hizo venir a los mozos a averiguar cuál era el chiste. Cuando nos calmamos, la flaca Nancy había aceptado ser nuestra espía, comunicarnos todos los movimientos e intrigas de la familia. Yo no sabía cuántos días me tomarían los preparativos y necesitaba estar al tanto de qué tramaban los parientes. De otro lado, haría de mensajera con la tía Julia y, de tanto en tanto, la sacaría a la calle para que yo pudiera verla.
– Okey, okey -asintió Nancy-. Seré la madrina. Eso sí, si algún día me hace falta, espero que se porten igualito.
Cuando estábamos ya en la calle, caminando hacia su casa, mi prima se tocó la cabeza:
– Qué suerte tienes -se acordó-. Te puedo conseguir justo lo que te hace falta. Un departamento en una quinta de la calle Porta. Un sólo cuarto, su cocinita y su baño, lindísimo, de juguete. Y apenas quinientos al mes.
Se había desocupado hacía unos días y una amiga suya lo estaba alquilando; ella le podía hablar. Quedé maravillado con el sentido práctico de mi prima, capaz de pensar en ese momento en el problema terrestre de la vivienda en tanto que yo andaba extraviado en la estratosfera romántica del problema. Por lo demás, quinientos soles estaban a mi alcance. Ahora sólo necesitaba ganar más dinero "para los lujos" (como decía el abuelito). Sin pensarlo dos veces, le pedí que le dijera a su amiga que le tenía un inquilino.
Después de dejar a Nancy, corrí a la pensión de Javier en la avenida 28 de Julio, pero la casa estaba a oscuras y no me atreví a despertar a la dueña, que era malhumorada. Sentí una gran frustración pues tenía necesidad de contarle a mi mejor amigo mi gran proyecto y escuchar sus consejos. Esa noche dormí un sueño sobresaltado de pesadillas. Tomé desayuno al alba, con el abuelo, que se levantaba siempre con la luz, y corrí a la pensión. Encontré a Javier cuando salía. Caminamos hacia la avenida Larco, para tomar el colectivo a Lima. La noche anterior, por primera vez en su vida, había escuchado completo un capítulo de una radionovela de Pedro Camacho, junto con la dueña y los otros pensionistas, y estaba impresionado.
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