Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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Se arrepintió, pidió perdón, hizo las penitencias que se le impusieron, y, por un tiempo, dejó de propagar esas disparatadas especies que afiebraban a sus maestros y enardecían a los seminaristas. Pero en lo que toca a su persona no dejó de ponerlas en práctica, pues, muy pronto, sus confesores volvieron a oírlo decir, apenas arrodillado ante los crujientes confesionarios: "Esta semana he sido el enamorado de la Reina de Saba, de Dalila y de la esposa de Holofernes". Fue este capricho el que le impidió hacer un viaje que hubiera enriquecido su espíritu. Acababa de ordenarse y como, pese a sus devaneos heterodoxos, Seferino Huanca Leyva había sido un alumno excepcionalmente aplicado y nadie puso nunca en duda la vibración de su inteligencia, la jerarquía decidió enviarlo a hacer estudios de Doctorado en la Universidad. Gregoriana de Roma. De inmediato, el flamante sacerdote anunció su propósito de preparar, eruditos que enceguecen consultando los polvosos manuscritos de la Biblioteca Vaticana, una tesis que titularía: "Del vicio solitario como ciudadela de la castidad eclesial”. Rechazado airadamente su proyecto, renunció al viaje a Roma y fue a sepultarse en el infierno de Mendocita, de donde no saldría más.

Él mismo eligió el barrio cuando supo que todos los sacerdotes de Lima le temían como a la peste, no tanto por la concentración microbiana que había hecho de su jeroglífica topografía de arenosas veredas y casuchas de materiales variopintos -cartón, calamina, estera, tabla, trapo y periódico- un laboratorio de las formas más refinadas de la infección y la parasitosis, como por la violencia social que imperaba en Mendocita. La barriada, en efecto, era en ese entonces una Universidad del Delito, en sus especialidades más proletarias: robo por efracción o escalamiento, prostitución, chavetería, estafa al menudeo, tráfico de pichicata y cafichazgo.

El Padre Seferino Huanca Leyva construyó con sus manos, en un par de días, una casucha de adobes a la que no le puso puerta, llevó allí un camastro de segunda mano y un colchón de paja comprados en la Parada, y anunció que todos los días oficiaría a las siete una misa al aire libre. Hizo saber también que confesaría de lunes a sábado, a las mujeres de dos a seis y a. los hombres de siete a medianoche, para evitar promiscuidades. Y advirtió que, en las mañanas, de ocho a dos de la tarde, se proponía organizar un Parvulario donde los chicos del barrio aprenderían el alfabeto, los números y el catecismo. Su entusiasmo se hizo añicos contra la dura realidad. Su clientela a las misas madrugadoras fueron apenas un puñado de ancianos y ancianas legañosos, de agonizantes reflejos corporales, que, a veces, sin saberlo, practicaban esa impía costumbre de las gentes de cierto país (¿conocido por sus vacas y por sus tangos?) de soltar cuescos y hacer sus necesidades con la ropa puesta durante el oficio. Y, en lo que se refiere a la confesión de las tardes y al Parvulario de las mañanas, no compareció ni un curioso de casualidad.

¿Qué ocurría? El curandero del barrio, Jaime Concha, un fornido ex-sargento de la Guardia Civil que había colgado el uniforme desde que su institución le ordenó ejecutar a balazos a un pobre amarillo llegado como polizonte hasta el Callao desde algún puerto de Oriente, y dedicado desde entonces con tanto éxito a la medicina plebeya que tenía realmente en un puño el corazón de Mendocita, había visto con recelo la llegada de un posible competidor y organizado el boicot de la parroquia.

Enterado de esto por una delatora (la ex-bruja de Mendocita, doña Mayte Unzátegui, una vasca de sangre azul añil venida a menos y desalojada como reina y señora del barrio por Jaime Concha), el Padre Seferino Huanca Leyva supo, alegrías que empañan la vista y abrasan el pecho, que había llegado por fin el momento propicio para poner en acción su teoría de la prédica armada. Como un anunciador de circo, recorrió las mosqueadas callejuelas diciendo a voz en cuello que ese domingo, a las once de la mañana, en el canchón de los partidos de fútbol, él y el curandero averiguarían, a los puños, quién de los dos era el más macho. Cuando el musculoso Jaime Concha se presentó a la casucha de adobe a preguntar al Padre Seferino si debía interpretar eso como un desafío a trompearse, el hombre del Chirimoyo se limitó a preguntarle a su vez, fríamente, si prefería que las manos, en vez de ir desnudas a la pelea, fueran armadas de chavetas. El ex-sargento se alejó, contorsionándose de risa y explicando a los vecinos que él, cuando era guardia civil, acostumbraba matar de un cocacho en el cerebro a los perros bravos que se encontraba por la calle.

La pelea del sacerdote y el curandero concitó una expectativa extraordinaria y no sólo Mendocita entera, sino también la Victoria, el Porvenir, el Cerro San Cosme y el Agustino vinieron a presenciarla. El Padre Seferino se presentó con pantalón y camiseta y se persignó antes del combate. Este fue corto pero llamativo. El hombre del Chirimoyo era físicamente menos potente que el ex-guardia civil pero lo superaba en tretas. De arranque le echó un pocotón de polvo de ají en los ojos que llevaba preparado (después explicaría a la hinchada: "En las trompeaduras criollas todo vale"), y cuando el gigantón, Goliat deteriorado por el hondazo inteligente de David, comenzó a dar traspiés, ciego, lo debilitó con una andanada de patadas en las partes pudendas hasta que lo vio doblarse. Sin darle tregua, inició entonces un ataque frontal contra su cara, a derechazos y zurdazos, y sólo cambió de estilo cuando lo tuvo tumbado sobre la tierra. Allí consumó la masacre, pisoteándole las costillas y el estómago. Jaime Concha, rugiendo de dolor y de vergüenza, se confesó derrotado. Entre aplausos, el Padre Seferino Huanca Leyva cayó de rodillas y oró devotamente, la cara al cielo y las manos en cruz.

Este episodio -que se abrió paso hasta las páginas de los periódicos y que incomodó al arzobispo- comenzó a ganarle al Padre Seferino las simpatías de sus todavía potenciales parroquianos. A partir de entonces, las misas matutinas se vieron más concurridas y algunas almas pecadoras, sobre todo femeninas, solicitaron confesión, aunque, por supuesto, esos raros casos no llegaban a ocupar ni la décima parte de los dilatados horarios que -calculando, a ojo, la capacidad pecadora de Mendocita- había fijado el optimista párroco. Otro hecho bien recibido en el barrio y que le ganó nuevos clientes, fue su comportamiento con Jaime Concha después de su humillante derrota. Él mismo ayudó a las vecinas a echarle mercurio cromo y árnica, y le hizo saber que no lo expulsaba de Mendocita, y que, por el contrario, generosidad de Napoleones que invitan champaña y casan con su hija al general cuyo ejército acaban de volatilizar, estaba dispuesto a asociarlo a la parroquia en calidad de sacristán. El curandero quedó autorizado a seguir proporcionando filtros para la amistad y la enemistad, el mal de ojo y el amor, pero a tarifas moderadas que estipulaba el propio párroco, y sólo quedó prohibido de ocuparse de cuestiones relativas al alma. También le permitió seguir ejerciendo de huesero, para aquellos vecinos que se luxaban o sentían, a condición de que no intentara curar a enfermos de otra índole, los mismos que debían ser encaminados al hospital.

La manera como el Padre Seferino Huanca Leyva consiguió atraer, moscas que sienten la miel, alcatraces que divisan el pez, hacia su desairado Parvulario a los chiquillos de Mendocita, fue poco ortodoxa y le ganó la primera advertencia seria de la Curia. Hizo saber que por cada semana de asistencia, los niños recibirían de regalo una estampita. Este cebo hubiera resultado insuficiente para la desalada concurrencia de desarrapados que motivó, si las eufemísticas "estampitas" del muchacho del Chirimoyo no hubieran sido, en realidad, imágenes desvestidas de mujeres que era difícil confundir con vírgenes. A ciertas madres de familia que se mostraron extrañadas de sus métodos pedagógicos, el párroco les aseguró, solemnemente, que, aunque pareciera mentira, las "estampitas" mantendrían a sus cachorros lejos de la carne impura y los harían menos traviesos, más dóciles y soñolientos.

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