– Acompáñeme a comprar venenos -me dijo tétricamente Pedro Camacho, desde la puerta, agitando su melena de león-. Nos quedará tiempo para el bebedizo.
Mientras recorríamos las transversales del jirón de la Unión buscando un veneno, el artista me contó que los ratones de la pensión La Tapada habían llegado a extremos intolerables.
– Si se contentaran con correr bajo mi cama, no me importaría, no son niños, a los animales no les tengo fobia -me explicó, mientras olfateaba con su nariz protuberante unos polvos amarillos que, según el bodeguero, podían matar a una vaca-. Pero estos bigotudos se comen mi sustento, cada noche mordisquean las provisiones que dejo tomando el fresco en la ventana. No hay más, debo exterminarlos.
Regateó el precio, con argumentos que dejaban al bodeguero alelado, pagó, hizo que le envolvieran las bolsitas de veneno y fuimos a sentarnos a un café de la Colmena. Pidió su compuesto vegetal y yo un café.
– Tengo una pena de amor, amigo Camacho -le confesé a boca de jarro, sorprendiéndome de mí mismo por la fórmula radioteatral; pero sentí que, hablándole así, me distanciaba de mi propia historia y al mismo tiempo conseguía desahogarme-. La mujer que quiero me engaña con otro hombre.
Me escrutó profundamente, con sus ojitos saltones más fríos y deshumorados que nunca. Su traje negro había sido lavado, planchado y usado tanto que era brillante como una hoja de cebolla.
– El duelo, en estos países aplebeyados, se paga con cárcel -sentenció, muy grave, haciendo unos movimientos convulsivos con las manos-. En cuanto al suicidio, ya nadie aprecia el gesto. Uno se mata y en vez de remordimientos, escalofríos, admiración, provoca burlas. Lo mejor son las recetas prácticas, mi amigo.
Me alegré de haberle hecho confidencias. Sabía que, como para Pedro Camacho no existía nadie fuera de él mismo, mi problema ya ni lo recordaba, había sido un mero dispositivo para poner en acción su sistema teorizante. Oírlo me consolaría más (y con menos consecuencias) que una borrachera. Pedro Camacho, luego de un amago de sonrisa, me pormenorizaba su receta:
– Una carta dura, hiriente, lapidaria a la adúltera -me decía, adjetivando con seguridad-, una carta que la haga sentirse una lagartija sin entrañas, una hiena inmunda. Probándole que uno no es tonto, que conoce su traición, una carta que rezuma desprecio, que le dé conciencia de adúltera. -Calló, meditó un instante y, cambiando ligeramente de tono, me dio la mayor prueba de amistad que podía esperarse de él:- Si quiere, yo se la escribo.
Le agradecí efusivamente, pero le dije que, conociendo sus horarios de galeote, jamás podría aceptar sobrecargarlo de trabajo con mis asuntos privados. (Después lamenté esos escrúpulos, que me privaron de un texto ológrafo del escribidor.)
– En cuanto al seductor -prosiguió inmediatamente Pedro Camacho, con un brillo malvado en los ojos-, lo mejor es el anónimo, con todas las calumnias necesarias. ¿Por qué habría de quedarse aletargada la víctima mientras le crecen cuernos? ¿Por qué permitiría que los adúlteros se solacen fornicando? Hay que estropearles el amor, golpearlos donde les duela, envenenarlos de dudas. Que brote la desconfianza, que comiencen a mirarse con malos ojos, a odiarse. ¿Acaso no es dulce la venganza?
Le insinué que, tal vez, valerse de anónimos no fuera cosa de caballeros, pero él me tranquilizó rápidamente: uno debía portarse con los caballeros como caballero y con los canallas como canalla. Ése era el "honor bien entendido": lo demás era ser idiota.
– Con la carta a ella y los anónimos a él quedan castigados los amantes -le dije-. Pero ¿y mi problema? ¿Quién me va a quitar el despecho, la frustración, la pena?
– Para todo eso no hay como la leche de magnesia -me repuso, dejándome sin ánimos siquiera de reírme-.
Ya sé, le parecerá un materialismo exagerado. Pero, hágame caso, tengo experiencia de la vida. La mayor parte de las veces, las llamadas penas de corazón, etcétera, son malas digestiones, frejoles tercos que no se deshacen, pescado pasado de tiempo, estreñimiento. Un buen purgante fulmina la locura de amor.
Esta vez no había duda, era un humorista sutil, se burlaba de mí y de sus oyentes, no creía palabra de lo que decía, practicaba el aristocrático deporte de probarse a sí mismo que los humanos éramos unos irremisibles imbéciles.
– ¿Ha tenido usted muchos amores, una vida sentimental muy rica? -le pregunté.
– Muy rica, sí -asintió, mirándome a los ojos por sobre la taza de menta y yerbaluisa que se había llevado a la boca-. Pero yo no he amado nunca a una mujer de carne y hueso.
Hizo una pausa efectista, como midiendo el tamaño de mi inocencia o estupidez.
– ¿Cree usted que sería posible hacer lo que hago si las mujeres se tragaran mi energía? -me amonestó, con asco en la voz-. ¿Cree que se pueden producir hijos e historias al mismo tiempo? ¿Que uno puede inventar, imaginar, si se vive bajo la amenaza de la sífilis? La mujer y el arte son excluyentes, mi amigo. En cada vagina está enterrado un artista. Reproducirse, ¿qué gracia tiene? ¿No lo hacen los perros, las arañas, los gatos? Hay que ser originales, mi amigo.
Sin solución de continuidad se puso de pie de un salto, advirtiéndome que tenía el tiempo justo para el radioteatro de las cinco. Sentí desilusión, me hubiera pasado la tarde escuchándolo, tenía la impresión de, sin quererlo, haber tocado un punto neurálgico de su personalidad.
En mi oficina de Panamericana, estaba esperándome la tía Julia. Sentada en mi escritorio como una reina, recibía los homenajes de Pascual y del Gran Pablito, que, solícitos, movedizos, le mostraban los boletines y le explicaban cómo funcionaba el Servicio. Se la veía risueña y tranquila; al entrar yo, se puso seria y palideció ligeramente.
– Vaya, qué sorpresa -dije, por decir algo.
Pero la tía Julia no estaba para eufemismos.
– He venido a decirte que a mí nadie me cuelga el teléfono -me dijo, con voz resuelta-. Y mucho menos un mocoso como tú. ¿Quieres decirme qué mosca te ha picado?
Pascual y el Gran Pablito quedaron estáticos y movían las cabezas de ella a mí y viceversa, interesadísimos en ese comienzo de drama. Cuando les pedí que se fueran un momento, pusieron unas caras enfurecidas, pero no se atrevieron a rebelarse. Partieron lanzando a la tía Julia unas miradas llenas de malos pensamientos.
– Te colgué el teléfono pero en realidad tenía ganas de apretarte el pescuezo -le dije, cuando nos quedamos solos.
– No te conocía esos arranques -dijo ella, mirándome a los ojos-. ¿Se puede saber qué te pasa?
– Sabes muy bien lo que me pasa, así que no te hagas la tonta -dije yo.
¿Estás celoso porque salí a almorzar con el doctor Osores? -me preguntó, con un tonito burlón-. Cómo se nota que eres un mocoso, Marito.
– Te he prohibido que me llames Marito -le recordé. Sentía que la irritación me iba dominando, que me temblaba la voz y ya no sabía lo que le decía-. Y ahora te prohíbo que me llames mocoso.
Me senté en la esquina del escritorio y, como haciendo contrapunto, la tía Julia se puso de pie y dio unos pasos hacia la ventana. Con los brazos cruzados sobre el pecho, se quedó mirando la mañana gris, húmeda, discretamente fantasmal. Pero no la veía, buscaba las palabras para decirme algo. Vestía un traje azul y unos zapatos blancos y, repentinamente, tuve ganas de besarla.
– Vamos a poner las cosas en su sitio -me dijo al fin, dándome siempre la espalda-. Tú no puedes prohibirme nada, ni siquiera en broma, por la sencilla razón de que no eres nada mío. No eres mi marido, no eres mi novio, no eres mi amante. Este jueguecito de cogernos de la mano, de besarnos en el cine, no es serio, y, sobre todo, no te da derechos sobre mí. Tienes que meterte eso en la cabeza, hijito.
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