Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor
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Le dije que era cierto, que no me daba vergüenza y sentí que me ardía la cara. Ella también se confundió un poco, pero su curiosidad miraflorina fue más fuerte y disparó hacia el blanco:
– Si te casas con ella, dentro de veinte años serás todavía joven y ella una abuelita. -Me tomó del brazo y me despeñó por las escaleras hacia la sala-. Ven, vamos a oír música y allá me cuentas tu enamoramiento de pe a pa.
Seleccionó un alto de discos -Nat King Cole, Harry Belafonte, Frank Sinatra, Xavier Cugat-, mientras me confesaba que, desde que Javier le contó, se le ponían los pelos de punta pensando en lo que pasaría si se enteraba la familia. ¿Acaso nuestros parientes no eran tan metetes que el día que ella salía con un muchacho distinto diez tíos, ocho tías y cinco primas llamaban a su mamá a contárselo? ¡Yo enamorado con la tía Julia! ¡Qué tal escándalo, Marito! Y me recordó que la familia se hacía ilusiones, que yo era la esperanza de la tribu. Era verdad: mi cancerosa parentela esperaba de mí que fuera algún día millonario, o, en el peor de los casos, Presidente de la República. (Nunca comprendí por qué se había formado una opinión tan alta de mí. En todo caso, no por mis notas del colegio, que nunca fueron brillantes. Tal vez porque, desde chico, les escribía poemas a todas mis tías o porque fui, al parecer, un niño revejido que opinaba de todo.) Le hice jurar a la flaca Nancy que sería una tumba. Ella se moría por saber detalles del romance:
– ¿La Julita sólo te gusta o estás templado de ella?
Alguna vez le había hecho confidencias sentimentales y ahora, puesto que ya sabía, se las hice también. La historia había comenzado como un juego, pero, de repente, exactamente el día en que sentí celos por un endocrinólogo, me di cuenta que me había enamorado. Sin embargo, mientras más vueltas le daba, más me convencía que el romance era un rompecabezas. No sólo por la diferencia de edad. Me faltaban tres años para terminar abogacía y sospechaba que nunca ejercería esa profesión, porque lo único que me gustaba era escribir. Pero los escritores se morían de hambre. Por ahora, sólo ganaba para comprar cigarros, unos cuantos libros e ir al cine. ¿Me iba a esperar la tía Julia hasta que fuera un hombre solvente, si alguna vez llegaba a serlo? Mi prima Nancy era tan buena que, en vez de contradecirme, me daba la razón:
– Claro, sin contar que para entonces a lo mejor la Julita ya no te gusta y la dejas -me decía, con realismo-. Y la pobre habrá perdido su tiempo miserablemente. Pero, dime, ¿ella está enamorada de ti o sólo juega?
Le dije que la tía Julia no era una veleta frívola como ella (lo que realmente le encantó). Pero la misma pregunta me la había hecho yo varias veces. Se la hice también a la tía Julia, unos días después. Habíamos ido a sentarnos frente al mar, en un bello parquecito de nombre impronunciable (Domodossola o algo así) y allí, abrazados, besándonos sin tregua, tuvimos nuestra primera conversación sobre el futuro.
– Me lo sé con lujo de detalles, lo he visto en una bola de cristal -me dijo la tía Julia, sin la menor amargura--. En el mejor de los casos, lo nuestro duraría tres, tal vez unos cuatro años, es decir hasta que encuentres a la mocosita que será la mamá de tus hijos. Entonces me botarás y tendré que seducir a otro caballero. Y aparece la palabra fin.
Le dije, mientras le besaba las manos, que le hacía mal oír radioteatros.
– Cómo se nota que no los oyes nunca -me rectificó-. En los radioteatros de Pedro Camacho rara vez hay amores o cosas parecidas. Ahora, por ejemplo, Olga y yo estamos entretenidísimas con el de las tres. La tragedia de un muchacho que no puede dormir porque, apenas cierra los ojos, vuelve a apachurrar a una pobre niñita.
Le dije, volviendo al tema, que yo era más optimista. Con fogosidad, para convencerme a mí mismo al tiempo que a ella, le aseguré que, fueran cuales fueran las diferencias, el amor duraba poco basado en lo puramente físico. Con la desaparición de la novedad, con la rutina, la atracción sexual disminuía y al final moría (sobre todo en el hombre), y la pareja entonces sólo podía sobrevivir si había entre ellos otros imanes: espirituales, intelectuales, morales. Para esa clase de amor la edad no importaba.
– Suena bonito y me convendría que fuera verdad -dijo la tía Julia, frotando contra mi mejilla una nariz que siempre estaba fría--. Pero es mentira de principio a fin. ¿Lo físico algo secundario? Es lo más importante para que dos personas se aguanten, Varguitas.
¿Había vuelto a salir con el endocrinólogo?
– Me ha llamado varias veces -me dijo, fomentando mi expectación. Luego, besándome, despejó la incógnita:- Le he dicho que no voy a salir más con él.
En el colmo de la felicidad, yo le hablé mucho rato de mi cuento sobre los levitadores: tenía diez páginas, estaba saliendo bien y trataría de publicarlo en el Suplemento de "El Comercio" con una dedicatoria críptica: Al femenino de Julio
X
La tragedia de Lucho Abril Marroquín, joven propagandista médico al que todo auguraba un futuro promisor, comenzó una soleada mañana de verano, en las afueras de una localidad histórica: Pisco. Acababa de terminar el recorrido que, desde que asumió esa profesión itinerante, hacía diez años, lo llevaba por los pueblos y ciudades del Perú, visitando consultorios y farmacias para regalar muestras y prospectos de los Laboratorios Bayer, y se disponía a regresar a Lima. La visita a los facultativos y químicos del lugar le había tomado unas tres horas. Y aunque en el Grupo Aéreo N. 9, de San Andrés, tenía un compañero de colegio, que era ahora capitán, en cuya casa solía quedarse a almorzar cuando venía a Pisco, decidió regresar a la capital de una vez. Estaba casado, con una muchacha de piel blanca y apellido francés, y su sangre joven y su corazón enamorado lo urgían a retornar cuanto antes a los brazos de su cónyuge.
Era un poco más de mediodía. Su flamante Volkswagen, adquirido a plazos al mismo tiempo que el vínculo matrimonial -tres meses atrás-, lo esperaba, parqueado bajo un frondoso eucalipto de la plaza. Lucho Abril Marroquín guardó la valija con muestras y prospectos, se quitó la corbata y el saco (que, según las normas helvéticas del Laboratorio, debían llevar siempre los propagandistas para dar una impresión de seriedad), confirmó su decisión de no visitar a su amigo aviador, y en vez de un almuerzo en regla, acordó tomar sólo un refrigerio para evitar que una sólida digestión le hiciera más soñolientas las tres horas de desierto.
Cruzó la plaza hacia la Heladería Piave, ordenó al italiano una Coca-Cola y un helado de melocotón, y, mientras consumía el espartano almuerzo, no pensó en el pasado de ese puerto sureño, el multicolor desembarco del dudoso héroe San Martín y su Ejército Libertador, sino, egoísmo y sensualidad de los hombres candentes, en su tibia mujercita -en realidad, casi una niña-, nívea, de ojos azules y rizos dorados, y en cómo, en la oscuridad romántica de las noches, sabía llevarlo a unos extremos de fiebre neroniana cantándole al oído, con quejidos de gatita lánguida, en la lengua erótica por excelencia (un francés tanto más excitante cuanto más incomprensible), una canción titulada "Las hojas muertas". Advirtiendo que esas reminiscencias maritales comenzaban a inquietarlo, cambió de pensamientos, pagó y salió.
En un grifo próximo llenó el tanque de gasolina, el radiador de agua, y partió. Pese a que a esa hora, de máximo sol, las calles de Pisco estaban vacías, conducía despacio y con cuidado, pensando, no en la integridad de los peatones, sino en su amarillo Volkswagen, que, después de la blonda francesita, era la niña de sus ojos. Iba pensando en su vida. Tenía veintiocho años. Al terminar el colegio, había decidido ponerse a trabajar, pues era demasiado impaciente para la transición universitaria. Había entrado a los Laboratorios aprobando un examen. En estos diez años había progresado en sueldo y posición, y su trabajo no era aburrido. Prefería actuar en la calle que vegetar tras un escritorio. Sólo que, ahora, no era cuestión de pasarse la vida en viajes, dejando a la delicada flor de Francia en Lima, ciudad que, es bien sabido, está llena de tiburones que viven al acecho de las sirenas. Lucho Abril Marroquín había hablado con sus jefes. Lo apreciaban y lo habían animado: continuaría viajando sólo unos meses y a comienzos del próximo año le darían una colocación en provincias. Y el Dr. Schwalb, suizo lacónico, había precisado: "Una colocación que será una promoción". Lucho Abril Marroquín no podía dejar de pensar que tal vez le ofrecerían la gerencia de la filial de Trujillo, Arequipa o Chiclayo. ¿Qué más podía pedir?
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