– En resumen, usted quiso matar a la niña y la mató -graficó su pensamiento la doctora-. Y luego, acobardado de su acto, temeroso de la policía o el infierno, quiso ser atropellado por el camión, para recibir una pena o como coartada por el asesinato.
– Pero, pero -balbuceó, ojos que al desorbitarse y frente que al sudar delatan supina desesperación, el propagandista médico-. ¿Y el guardia civil? ¿También lo maté yo?
– ¿Quién no ha matado alguna vez un guardia civil?-reflexionó la científico-. Tal vez usted, tal vez el camionero, tal vez fue un suicidio. Pero ésta no es una función de gancho, donde entran dos con una entrada. Ocupémonos de usted.
Le explicó que, al contradecir sus genuinos impulsos, los hombres resentían a su espíritu y éste se vengaba procreando pesadillas, fobias, complejos, angustia, depresión.
– No se puede pelear consigo mismo, porque en ese combate sólo hay un perdedor -pontificó la apóstol-. No se avergüence de lo que es, consuélese pensando que todos los hombres son hienas y que ser bueno significa, simplemente, saber disimular. Mírese al espejo y dígase: soy un infanticida y un cobarde de la velocidad. Basta de eufemismos: no me hable de accidentes ni del síndrome de la rueda.
Y, pasando a los ejemplos, le contó que a los escuálidos onanistas que venían a rogarle de rodillas que los curara les regalara revistas pornográficas y a los pacientes drogadictos, escorias que reptan por los suelos y se mesan los pelos hablando de la fatalidad, les ofrecía pitos de marihuana y puñados de coca.
– ¿Va a recetarme que siga matando niños? -rugió, cordero que se metamorfosea en tigre, el propagandista médico.
Si es su gusto, ¿por qué no? -le repuso fríamente la psicólogo. Y le previno:- Nada de levantarme la voz. No soy de esos mercaderes que creen que el cliente siempre tiene razón.
Lucho Abril Marroquín volvió a zozobrar en llanto. Indiferente, la doctora Lucía Acémila caligrafió durante diez minutos varias hojas con el título general de: “Ejercicios para aprender a vivir con sinceridad”. Se las entregó y le dio cita para ocho semanas después. Al despedirlo, con un apretón de manos, le recordó que no olvidara el régimen matutino de ciruelas secas.
Como la mayoría de los pacientes de la doctora Acémila, Lucho Abril Marroquín salió del consultorio sintiéndose víctima de una emboscada psíquica, seguro de haber caído en las redes de una extravagante desquiciada, que agravaría sus males si cometía el desatino de seguir sus recetas. -Estaba decidido a desaguar los "Ejercicios" por el excusado sin mirarlos. Pero esa misma noche, debilitante insomnio que incita a los excesos, los leyó. Le parecieron patológicamente absurdos y se rió tanto que le vino hipo (lo conjuró bebiendo un vaso de agua al revés, como le había enseñado su madre); luego, sintió una urticante curiosidad. Como distracción, para llenar las horas vacías de sueño, sin creer en su virtud terapéutica, decidió practicarlos.
No le costó trabajo encontrar en la sección juguetes de Sears el auto, el camión número uno y el camión número dos que le hacían falta, así como los muñequitos encargados de representar a la niña, al guardia, a los 1adrones y a él mismo. Conforme a las instrucciones, pintó los vehículos con los colores originales que recordaba, así como las ropas de los muñequitos. (Tenía aptitud para la pintura, de modo que el uniforme del guardia y las ropas humildes y las costras de la niña le salieron muy bien.) Para mimar los arenales pisqueños, empleó un pliego de papel de envolver, al que, extremando el prurito de fidelidad, pintó en un extremo el Océano Pacífico: una franja azul con orla de espuma. El primer día, le tomó cerca de una hora, arrodillado en el suelo del living-comedor de su casa, reproducir la historia, y cuando terminó, es decir cuando los ladrones se precipitaban sobre el propagandista médico para despojarlo, quedó casi tan aterrado y adolorido como el día del suceso. De espaldas en el suelo, sudaba frío y sollozaba.
Pero los días siguientes fue disminuyendo la impresión nerviosa, y la operación asumió virtualidades deportivas, un ejercicio que lo devolvía a la niñez y entretenía esas horas que no hubiera sabido ocupar, ahora que estaba sin esposa, él que nunca se había ufanado de ser ratón de biblioteca o melómano. Era como armar un mecano, un rompecabezas o hacer crucigramas. A veces, en el almacén de los Laboratorios Bayer, mientras distribuía muestras a los propagandistas, se sorprendía escarbando en la memoria, en pos de algún detalle, gesto, motivo de lo ocurrido que le permitiera introducir alguna variante, alargar las representaciones de esa noche. La señora que venía a hacer la limpieza, al ver el suelo del living-comedor ocupado por muñequitos de madera y autitos de plástico, le preguntó si pensaba adoptar un niño, advirtiéndole que en ese caso le cobraría más. Conforme a la progresión señalada por los "Ejercicios", efectuaba ya para entonces, cada noche, dieciséis representaciones a escala liliputiense del ¿accidente?
La parte de los "Ejercicios para aprender a vivir con sinceridad" concerniente a los niños le pareció más descabellada que el palitroque, pero, ¿inercia que arrastra al vicio o curiosidad que hace avanzar la ciencia?, también la obedeció. Estaba subdividida en dos partes: "Ejercicios Teóricos" y "Ejercicios Prácticos", y la doctora Acémila señalaba que era imprescindible que aquellos antecedieran a éstos, pues ¿no era el hombre un ser racional en el que las ideas precedían a los actos? La parte teórica daba amplio crédito al espíritu observador y especulativo del propagandista médico. Se limitaba a prescribir: "Reflexione diariamente sobre las calamidades que causan los niños a la humanidad". – Había que hacerlo a cualquier hora y sitio, de manera sistemática.
¿Qué mal hacían a la humanidad los inocentes párvulos? ¿No eran la gracia, la pureza, la alegría, la vida?, se preguntó Lucho Abril Marroquín, la mañana del primer ejercicio teórico, mientras caminaba los cinco kilómetros de ida a la oficina. Pero, más por darle gusto al papel que por convicción, admitió que podían ser ruidosos. En efecto, lloraban mucho, a cualquier hora y por cualquier motivo, y, como carecían de uso de razón, no tenían en cuenta el perjuicio que esa propensión causaba ni podían ser persuadidos de las virtudes del silencio. Recordó entonces el caso de ese obrero que, luego de extenuantes jornadas en el socavón, volvía al hogar y no podía dormir por el llanto frenético del recién nacido al que finalmente había ¿asesinado? ¿Cuántos millones de casos parecidos se registrarían en el globo? ¿Cuántos obreros, campesinos, comerciantes y empleados, que -alto costo de la vida, bajos salarios, escasez de viviendas- vivían en departamentos estrechos y compartían sus cuartos con la prole, estaban impedidos de disfrutar de un merecido sueño por los alaridos de un niño incapaz de decir si sus berridos significaban diarrea o ganas de más teta?
Buscando, buscando, esa tarde, en los cinco kilómetros de vuelta, Lucho Abril Marroquín encontró que se les podía achacar también muchos destrozos. A diferencia de cualquier animal, tardaban demasiado en valerse por sí mismos, ¡y cuántos estragos resultaban de esa tara! Todo lo rompían, carátula artística o florero de cristal de roca, traían abajo las cortinas que quemándose los ojos había cosido la dueña de casa, y sin el menor embarazo aposentaban sus manos embarradas de caca en el almidonado mantel o la mantilla de encaje comprada con privación y amor. Sin contar que solían meter sus dedos en los enchufes y provocar cortocircuitos o electrocutarse estúpidamente con lo que eso significaba para la familia: cajoncito blanco, nicho, velorio, aviso en “El Comercio”, ropas de luto, duelo.
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