Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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Fue así como Lucho Abril Marroquín salio del túnel que, desde el polvoroso accidente de Pisco, era su vida. Todo, a partir de entonces, comenzó a enderezarse. La dulce hija de Francia, absuelta de sus penas gracias a mimos familiares y entonada con dietas normandas de agujereado queso y viscosos caracoles, volvió a la tierra de los Incas con las mejillas rozagantes y el corazón lleno de amor. El reencuentro del matrimonio fue una prolongada luna de miel, besos enajenantes, compulsivos abrazos y otros derroches emotivos que pusieron a los enamorados esposos a las orillas mismas de la anemia. El propangandista médico, serpiente de vigor redoblado con el cambio de piel, recuperó pronto el lugar de preeminencia que tenía en los Laboratorios. A pedido de él mismo, que quería demostrarse que era el de antes, el doctor Schwalb volvió a confiarle la responsabilidad de, por aire, tierra, río, mar, recorrer pueblos y ciudades del Perú publicitando, entre médicos y farmacéuticos, los productos Bayer. Gracias a las virtudes ahorrativas de la esposa, pronto la pareja pudo cancelar todas las deudas contraídas durante la crisis y adquirir, a plazos, un nuevo Volkswagen que, por supuesto, fue también amarillo.

Nada, en apariencia (¿pero acaso no recomienda la sabiduría popular “no fiarse de las apariencias”?), afeaba el marco en el que se desenvolvía la vida de los Abril Marroquín. El propagandista rara vez se acordaba del accidente y, cuando ello ocurría, en vez de pesar sentía orgullo, lo que, mesócrata respetuoso de las formas sociales, se contenía de hacer público. Pero, en la intimidad del hogar, nido de tórtolas, chimenea que arde al compás de violines de Vivaldi, algo había sobrevivido -luz que perdura en los espacios cuando el astro que la emitió ha caducado, uñas y pelos que le crecen al muerto-, de la terapia de la doctora Acémila. Es decir, de un lado, una afición, exagerada para la edad de Lucho Abril Marroquín, a jugar con palitroques, mecanos, trencitos, soldaditos. El departamento se fue llenando de juguetes que desconcertaban a vecinos y sirvientas, y las primeras sombras de la armonía conyugal surgieron porque la francesita comenzó un día a quejarse de que su esposo pasara los domingos y feriados haciendo navegar barquitos de papel en la bañera o volando cometas en el techo. Pero, más grave que esta afición, y a todas luces enemiga de ella, era la fobia contra la niñez que había perseverado en el espíritu de Lucho Abril Marroquín desde la época de los “Ejercicios Prácticos”. No le era posible cruzar a uno de ellos en calle, parque o plaza pública, sin infligirle lo que el vulgo llamaría una crueldad, y en las conversaciones con su esposa solía bautizarlos con expresiones despectivas como “destetados” y “limbómanos”. Esta hostilidad se convirtió en angustia el día en que la blonda quedó nuevamente embarazada. La pareja, talones que el pavor torna hélices, voló a solicitar moral y ciencia a la doctora Acémila. Ésta los escuchó sin asustarse:

– Padece usted de infantilismo y es, al mismo tiempo, un reincidente infanticida potencial -estableció con arte telegráfico- Dos tonterías que no merecen atención, que yo curo con la facilidad que escupo. No tema: estará sano antes que al feto le broten ojos.

¿Lo curaría? ¿Libraría a Lucho Abril Marroquín de esos fantasmas? ¿Sería el tratamiento contra la infantofobia y el herodismo tan aventurero como el que lo emancipó del complejo de rueda y la obsesión de crimen? ¿Cómo terminaría el psicodrama de San Miguel?

XI

Se acercaban los exámenes de medio año en la Facultad y yo, que desde los amores con la tía Julia asistía menos a clases y escribía más cuentos (pírricos), estaba mal preparado para este trance. Mi salvación era un compañero de estudios, un camanejo llamado Guillermo Velando. Vivía en una pensión del centro, por la Plaza Dos de Mayo, y era un estudiante modelo, que no perdía una clase, apuntaba hasta la respiración de los profesores y aprendía de memoria, como yo versos, los artículos de los Códigos. Siempre estaba hablando de su pueblo, donde tenía una novia, y sólo esperaba recibirse de abogado para dejar Lima, ciudad que odiaba, e instalarse en Camaná, donde batallaría por el progreso de su tierra. Me prestaba sus apuntes, me soplaba en los exámenes y cuando éstos se venían encima yo iba a su pensión, a que me diera alguna síntesis milagrosa sobre lo que habían hecho en clases.

De allí venía ese domingo, después de pasar tres horas en el cuarto de Guillermo, con la cabeza revoloteante de fórmulas forenses, asustado de la cantidad de latinajos que había que memorizar, cuando, llegando a la Plaza San Martín, vi a lo lejos, en la plomiza fachada de Radio Central, la ventanita abierta del cubículo de Pedro Camacho. Por supuesto, decidí ir a darle los buenos días. Mientras más lo frecuentaba -aunque nuestra relación siguiera sujeta a brevísimas charlas en torno a una mesa de café- el hechizo que ejercían sobre mí su personalidad, su físico, su retórica, era mayor. Mientras cruzaba la plaza hacia su oficina iba pensando, una vez más, en esa voluntad de hierro que daba al ascético hombrecillo su capacidad de trabajo, esa aptitud para producir, mañana y tarde, tarde y noche, tormentosas historias. A cualquier hora del día que me acordaba de él, pensaba: "Está escribiendo" y lo veía, como lo había visto tantas veces, golpeando con dos deditos rápidos las teclas de la Remington y mirando el rodillo con sus ojos alucinados, y sentía una curiosa mezcla de piedad y envidia.

La ventana del cubículo estaba entreabierta -se podía oír el ruido acompasado de la máquina- y yo la empujé, al tiempo que lo saludaba: "Buenos días, señor trabajador". Pero tuve la impresión de haberme equivocado de lugar o de persona, y sólo después de varios segundos reconocí, bajo el disfraz compuesto de guardapolvo blanco, gorrita de médico y grandes barbas negras rabínicas, al escriba boliviano. Seguía escribiendo inmutable, sin mirarme, ligeramente curvado sobre el escritorio. Al cabo de un momento, como haciendo una pausa entre dos pensamientos, pero sin volver la cabeza hacia mí, le oí decir con su voz de timbre perfecto y acariciador:

– El ginecólogo Alberto de Quinteros está haciendo parir trillizos a una sobrina, y uno de los renacuajos se ha atravesado. ¿Puede esperarme cinco minutos? Hago una cesárea a la muchacha y nos tomamos una yerbaluisa con menta.

Esperé, fumando un cigarrillo, sentado en el alféizar de la ventana, que acabara de traer al mundo a los trillizos atravesados, operación que, en efecto, no le tomó más de unos minutos. Luego, mientras se quitaba el disfraz, lo doblaba escrupulosamente y, junto con las postizas barbas patriarcales, lo guardaba en una bolsa de plástico, le dije:

– Para un parto de trillizos, con cesárea y todo, sólo necesita cinco minutos, qué más quiere. Yo me he demorado tres semanas para un cuento de tres muchachos que levitan aprovechando la presión de los aviones.

Le conté, mientras íbamos al Bransa, que, después de muchos relatos fracasados, el de los levitadores me había parecido decoroso y que lo había llevado al Suplemento Dominical de "El Comercio", temblando de miedo. El director lo leyó delante de mí y me dio una respuesta misteriosa: "Déjelo, ya se verá qué hacemos con él". Desde entonces, habían pasado dos domingos en que yo, afanoso, me precipitaba a comprar el diario y hasta ahora nada. Pero Pedro Camacho no perdía tiempo con problemas ajenos:

– Sacrifiquemos el refrigerio y caminemos -me dijo, cogiéndome del brazo, cuando ya iba a sentarme, y regresándome hacia la Colmena-. Tengo en las pantorrillas un cosquilleo que anuncia calambre. Es la vida sedentaria. Me hace falta ejercicio.

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