Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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El Negro-Negro había sido escogido por Javier para rematar la noche porque era un lugar con cierta aureola de bohemia intelectual -los jueves se daban pequeños espectáculos: piezas en un acto, monólogos, recitales, y solían concurrir allí pintores, músicos y escritores-, pero también porque era la boite más oscura de Lima, un sótano en los portales de la Plaza San Martín que no tenía más de veinte mesas, con una decoración que creíamos 'existencialista'. Era un sitio que, las pocas veces que había ido, me daba la ilusión de estar en una cave de Saint Germain des Près, Nos sentaron en una mesita a la orilla de la pista de baile y Javier, más rumboso que nunca, pidió cuatro whiskies. Él y Nancy se pararon de inmediato a bailar y yo, en el reducto estrecho y atestado, seguí hablándole a Julia de teatro y de Arthur Miller. Estábamos muy juntos, con las manos entrelazadas, ella me escuchaba con abnegación y yo le decía que esa noche había descubierto el teatro: podía ser algo tan complejo y profundo como la novela, e, incluso, por ser algo vivo, en cuya materialización intervenían seres de carne y hueso, y otras artes, la pintura, la música, era tal vez superior.

– De repente, cambio de género y en lugar de cuentos me pongo a escribir dramas -le dije, excitadísimo-. ¿Qué me aconsejas?

– En lo que a mí respecta, no hay inconveniente -me contestó la tía Julia, poniéndose de pie-. Pero ahora, Varguitas, sácame a bailar y dime cositas al oído. Entre pieza y pieza, si quieres, te doy permiso para que me hables de literatura.

Seguí sus instrucciones al pie de la letra. Bailamos muy apretados, besándonos, yo le decía que estaba enamorado de ella, ella que estaba enamorada de mí, y ésa fue la primera vez que, ayudado por el ambiente íntimo, incitante, turbador, y por los whiskies de Javier, no disimulé el deseo que me provocaba; mientras bailábamos mis labios se hundían con morosidad en su cuello, mi lengua entraba a su boca y sorbía su saliva, la estrechaba con fuerza para sentir sus pechos, su vientre y sus muslos, y luego, en la mesa, al amparo de las sombras, le acaricié las piernas y los senos. Así estábamos, aturdidos y gozosos, cuando la prima Nancy, en una pausa entre dos boleros, nos heló la sangre:

– Dios mío, fíjense quien está ahí: el tío Jorge.

Era un peligro que hubiéramos debido tener en cuenta. El tío Jorge, el más joven de los tíos, congeniaba audazmente, en una vida super-agitada, toda clase de negocios y aventuras empresariales, con una intensa vida nocherniega, de faldas, fiestas y copas. De él se contaba un malentendido tragicómico, que tuvo como escenario otra boite: El Embassy. Acababa de comenzar el show, la muchacha que cantaba no podía hacerlo porque, desde una de las mesas, un borrachín la interrumpía con malacrianzas. Ante la boite atestada, el tío Jorge se había puesto de pie, rugiendo como un Quijote: "Silencio, miserable, yo te voy a enseñar a respetar a una dama", y avanzado hacia el majadero en actitud pugilística, sólo para descubrir, un segundo después, que estaba haciendo el ridículo, pues la interrupción de la cantante por el seudocliente era parte del show. Ahí estaba, en efecto, sólo a dos mesas de nosotros, muy elegante, la cara apenas revelada por los fósforos de los fumadores y las linternas de los mozos. A su lado reconocí a su mujer, la tía Gaby, y pese a estar apenas a un par de metros de nosotros, ambos se empeñaban en no mirar a nuestro lado. Era clarísimo: me habían visto besando a la tía Julia, se habían dado cuenta de todo, optaban por una ceguera diplomática. Javier pidió la cuenta, salimos del Negro-Negro casi inmediatamente, los tíos Jorge y Gaby se abstuvieron de mirarnos incluso cuando pasamos rozándolos. En el taxi a Miraflores -los cuatro íbamos mudos y con las caras largas- la flaca Nancy resumió lo que todos pensábamos: "Adiós trabajos, se armó el gran escándalo".

Pero, como en una buena película de suspenso, en los días siguientes no pasó nada. Ningún indicio permitía advertir que la tribu familiar había sido alertada por los tíos Jorge y Gaby. El tío Lucho y la tía Olga no dijeron una palabra a la tía Julia que le permitiera suponer que sabían, y ese jueves, cuando, valientemente, me presenté en su casa a almorzar, estuvieron conmigo tan naturales y afectuosos como de costumbre. La prima Nancy tampoco fue objeto de ninguna pregunta capciosa por parte de la tía Laura y el tío Juan. En mi casa, los abuelos parecían en la luna y me seguían preguntando, con el aire más angelical del mundo, si acompañaba siempre al cine a la Julita, "que era tan cinemera". Fueron unos días desasosegados, en que, extremando las precauciones, la tía Julia y yo decidimos no vernos ni siquiera a ocultas por lo menos una semana. Pero, en cambio, hablábamos por teléfono. La tía Julia salía a telefonearme desde la bodega de la esquina, por lo menos tres veces al día, y nos comunicábamos nuestras respectivas observaciones sobre la temida reacción de la familia y hacíamos toda clase de hipótesis. ¿Sería posible que el tío Jorge hubiera decidido guardar el secreto? Yo sabía que eso era impensable dentro de las costumbres familiares. ¿Y entonces? Javier adelantaba la tesis de que la tía Gaby y el tío Jorge hubieran tenido encima tantos whiskies que no se dieran bien cuenta de las cosas, que en su memoria sólo quedara una remota sospecha, y que no habían querido desatar un escándalo por algo no absolutamente comprobado. Un poco por curiosidad, otro por masoquismo, hice esa semana un recorrido por los hogares del clan, para saber a qué atenerme. No noté nada anormal, salvo una omisión curiosa, que me suscitó una pirotecnia de especulaciones. La tía Hortensia, que me invitó un té con biscotelas, en dos horas de conversación no mencionó ni una sola vez a la tía Julia. "Saben todo y están planeando algo", le aseguraba yo a Javier, y él, harto de que no le hablara de otra cosa, respondía: "En el fondo, estás muerto de ganas de que haya ese escándalo para tener de qué escribir".

En esa semana, fecunda en acontecimientos, me vi inesperadamente convertido en protagonista de una riña callejera y en algo así como guardaespaldas de Pedro Camacho. Salía yo de la Universidad de San Marcos, luego de averiguar los resultados de un examen de Derecho Procesal, lleno de remordimientos por haber sacado nota más alta que mi amigo Velando, quien era el que sabía, cuando, al cruzar el Parque Universitario, me topé con Genaro-papá, el patriarca de la falange propietaria de las Radios Panamericana y Central. Fuimos juntos hasta la calle Belén, conversando. Era un caballero siempre vestido de oscuro y siempre serio, al que el escriba boliviano se refería a veces llamándolo, era fácil suponer por qué, 'El negrero'.

– Su amigo, el genio, está siempre dándome dolores de cabeza -me dijo-. Me tiene hasta la coronilla. Si no fuera tan productivo ya lo hubiera puesto de patitas en la calle.

– ¿Otra protesta de la embajada argentina? -le pregunté.

– No sé qué enredos anda armando -se quejó-. Se ha puesto a tomarle el pelo a la gente, a pasar personajes de un radioteatro a otro y a cambiarles los nombres, para confundir a los oyentes. Ya mi mujer me lo había advertido y ahora llaman por teléfono, hasta han llegado dos cartas. Que el cura de Mendocita se llama como el Testigo de Jehová y éste como el cura. Yo ando muy ocupado para oír radioteatros. ¿Usted los oye alguna vez?

Estábamos bajando por la Colmena hacia la Plaza San Martín, entre ómnibus que salían a provincias y cafetines de chinos, y yo recordé que, hacía unos días, hablando de Pedro Camacho, la tía Julia me había hecho reír y confirmado mis sospechas de que el escribidor era un humorista que disimulaba:

– Pasó algo rarísimo: la chica tuvo al peladingo, se murió en el parto y lo enterraron con todas las de ley. ¿Cómo te explicas que en el capítulo de esta tarde aparezcan bautizándolo en la Catedral?

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