Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor
Здесь есть возможность читать онлайн «Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:La Tía Julia Y El Escribidor
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:5 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 100
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
La Tía Julia Y El Escribidor: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La Tía Julia Y El Escribidor»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
La Tía Julia Y El Escribidor — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La Tía Julia Y El Escribidor», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Me escuchó tan mudo e inexpresivo que me hizo sentir muy incómodo. Y cuando callé, tampoco dijo ni una palabra. Bebió su último trago de yerbaluisa, se puso de pie, murmuró que debía regresar a su taller y partió sin decir hasta luego. ¿Se había ofendido porque le hablé de las llamadas delante de un extraño? Javier creía que sí y me aconsejó que le pidiera excusas. Me prometí no servir nunca más de intercesor a los Genaros.
Esa semana que estuve sin ver a la tía Julia, volví a salir varias noches con amigos de Miraflores a quienes, desde mis amores clandestinos, no había vuelto a buscar. Eran compañeros de colegio o de barrio, muchachos que estudiaban ingeniería, como el Negro Salas, o medicina, como el Colorao Molfino, o que se habían puesto a trabajar, como Coco Lañas, y con quienes, desde niño, había compartido cosas maravillosas: el fulbito y el Parque Salazar, la natación en el Terrazas y las olas de Miraflores, las fiestas de los sábados, las enamoradas y los cines. Pero en estas salidas, después de meses sin frecuentarlos, me di cuenta que algo se había perdido de nuestra amistad. Ya no teníamos tantas cosas en común como antes. Hicimos, las noches de esa semana, las mismas proezas que solíamos hacer: ir al pequeño y vetusto cementerio de Surco, para, merodeando a la luz de la luna entre las tumbas removidas por los temblores, tratar de robarnos alguna calavera; bañarnos desnudos en la enorme piscina del balneario Santa Rosa, vecino a Ancón, todavía construyéndose, y recorrer los lóbregos burdeles de la avenida Grau. Ellos seguían siendo los mismos, hacían los mismos chistes, hablaban de las mismas chicas, pero yo no podía hablarles de las cosas que me importaban: la literatura y la tía Julia. Si les hubiera dicho que escribía cuentos y que soñaba en ser escritor no hay duda que, como la flaca Nancy, hubieran pensado que se me había zafado un tornillo. Y si les hubiera contado -como ellos a mí sus conquistas- que estaba con una señora divorciada, que no era mi amante sino mi enamorada (en el sentido más miraflorino de la palabra) me hubieran creído, según una linda y esotérica expresión muy en boga en esa época, un cojudo a la vela. No les tenía ningún desprecio porque no leyeran literatura, ni me consideraba superior por tener amores con una mujer hecha y derecha, pero lo cierto es que, en esas noches, mientras escarbábamos tumbas entre los eucaliptos y los molles de Surco, o chapoteábamos bajo las estrellas de Santa Rosa, o tomábamos cerveza y discutíamos los precios con las putas de Nanette, yo me aburría y pensaba más en "Los juegos peligrosos" (que tampoco esta semana había aparecido en "El Comercio") y en la tía Julia que en lo que me decían.
Cuando le conté a Javier el decepcionante reencuentro con mis compinches del barrio, me respondió, sacando pecho:
– Es que siguen siendo unos mocosos. Usted y yo ya somos hombres, Varguitas.
XII
En el centro polvoriento de la ciudad, al mediar el jirón Ica, hay una vieja casa de balcones y celosías cuyas paredes maculadas por el tiempo y los incultos transeúntes (manos sentimentales que graban flechas y corazones y rasgan nombres de mujer, dedos aviesos que esculpen sexos y palabrotas) dejan ver todavía, como a lo lejos, celajes de la que fuera pintura original, ese color que en la Colonia adornaba mansiones aristocráticas: el azul añil. La construcción, ¿antigua residencia de marqueses?, es hoy una endeble fábrica reparchada que resiste de milagro, no ya los temblores, incluso los moderados vientos limeños y hasta la discretísima garúa. Corroída de arriba abajo por las polillas, anidada de ratas y de musarañas, ha sido dividida y subdividida muchas veces, patios y cuartos que la necesidad vuelve colmenas, para albergar más y más inquilinos. Una muchedumbre de condición modesta vive entre (y puede perecer aplastada bajo) sus frágiles tabiques y raquíticos techos. Allí, en la segunda planta, en media docena de habitaciones llenas de ancianidad y cachivaches, tal vez no pulquérrimas, pero sí moralmente intachables, funciona la Pensión Colonial.
Sus dueños y administradores son los Bergua, una familia de tres personas que vino a Lima desde la empedrada ciudad serrana de las innumerables iglesias, Ayacucho, hace más de treinta años, y que aquí, oh manes de la vida, ha ido declinando en lo físico, en lo económico, en lo social y hasta en lo psíquico, y que, sin duda, en esta Ciudad de los Reyes entregará su alma y transmigrará a pez, ave o insecto.
Hoy, la Pensión Colonial vive una atribulada decadencia, y sus clientes son personas humildes e insolventes, en el mejor caso curitas provincianos que vienen a la capital a hacer trámites arzobispales, y en el peor campesinotas de mejillas amoratadas y ojos de vicuña que guardan sus monedas en pañuelos rosados y rezan el rosario en quechua. No hay sirvientas en la pensión, desde luego, y todo el trabajo de tender las camas, arreglar, hacer la compra, preparar la comida, recae sobre la señora Margarita Bergua y su hija, una doncella de cuarenta años que responde al perfumado nombre de Rosa. La señora Margarita Bergua es (como su nombre en diminutivo parecería indicar) una mujer muy renacuaja, delgadita, con más arrugas que una pasa, y que curiosamente huele a gato (ya que no hay gatos en la pensión). Trabaja sin descanso desde la madrugada hasta el anochecer, y sus evoluciones por la casa, por la vida, son espectaculares, pues, teniendo una pierna veinte centímetros más corta que la otra, usa un zapato tipo zanco, con plataforma de madera parecida a caja de lustrabotas, que le construyó hace ya muchos años un habilidoso retablista ayacuchano, y que al arrastrarse por el suelo de tablas produce conmoción. Siempre fue ahorrativa, pero, con los años, esta virtud degeneró en manía y ahora no cabe duda que le conviene el acre adjetivo de tacaña. Por ejemplo, no permite que ningún pensionista se bañe sino el primer viernes de cada mes y ha impuesto la argentina costumbre -tan popular en los hogares del hermano país- de no jalar la cadena del excusado sino una vez al día (lo hace ella misma, antes de acostarse) a lo que la Pensión Colonial debe, en un ciento por ciento, ese tufillo constante, espeso y tibio, que, sobre todo al principio, marea a los pensionistas (ella, imaginación de mujer que guisa respuestas para todo, sostiene que gracias a él duermen mejor).
La señorita Rosa tiene (o más bien tenía, porque después de la gran tragedia nocturna hasta eso cambió) alma y dedos de artista. De niña, en Ayacucho, cuando la familia estaba en su apogeo (tres casas. de piedra y unas tierritas con ovejas) comenzó a aprender piano y lo aprendió tan bien que llegó a dar un recital en el Teatro de la ciudad al que asistieron el alcalde y el prefecto y en el que sus padres, oyendo los aplausos, lloraron de emoción. Estimulados por esta gloriosa velada, en la que también zapatearon unas ñustas, los Bergua decidieron vender todo lo que tenían y mudarse a Lima para que su hija llegara a ser concertista. Por eso adquirieron esa casona (que luego fueron vendiendo y alquilando a pedazos), por eso compraron un piano, por eso matricularon a la dotada criatura en el Conservatorio Nacional. Pero la gran ciudad lasciva destrozó rápido las ilusiones provincianas. Pues pronto descubrieron los Bergua algo que no hubieran sospechado jamás: Lima era un antro de un millón de pecadores y todos ellos, sin una miserable excepción, querían cometer estupro con la inspirada ayacuchana. Era al menos lo que, ojazos que el susto redondea y moja, contaba la adolescente de bruñidas trenzas mañana, tarde y noche: el profesor de solfeo se había lanzado sobre ella bufando y pretendido consumar el pecado sobre un colchón de partituras, el portero del Conservatorio le había consultado obscenamente "¿quisieras ser mi meretriz?", dos compañeros la habían invitado al baño para que los viera hacer pipí, el policía de la esquina al que preguntó una dirección confundiéndola con alguien la había querido ordeñar y en el ómnibus, el conductor, al cobrarle el pasaje le había pellizcado el pezón… Decididos a defender la integridad de ese himen que, moral serrana de preceptos indoblegables como mármoles, la joven pianista sólo a su futuro amo y esposo debería sacrificar, los Bergua cancelaron el Conservatorio, contrataron a una señorita que daba clases a domicilio, vistieron a Rosa como monja y le prohibieron salir a la calle salvo acompañada por ellos dos. Han pasado veinticinco años desde entonces, y, en efecto, el himen sigue entero y en su sitio, pero a estas alturas ya la cosa no tiene mucho mérito, porque fuera de ese atractivo -tan desdeñado, además, por los jóvenes modernos- la ex-pianista (desde la tragedia las clases fueron suprimidas y el piano vendido para pagar el hospital y los médicos) carece de otros que ofrecer. Se ha entumecido, torcido, achicado, y, sumergida en esas túnicas anti-afrodisíacas que acostumbra llevar y en esos capuchones que ocultan su pelo y su frente, más parece un bulto andante que una mujer. Ella insiste en que los hombres la tocan, la amedrentan con proposiciones fétidas y quieren violarla, pero, a estas alturas, hasta sus padres se preguntan si esas quimeras fueron alguna vez verdad.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «La Tía Julia Y El Escribidor»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La Tía Julia Y El Escribidor» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «La Tía Julia Y El Escribidor» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.