Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor
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Sólo porque sabía lo que me iba a responder le sugerí que hiciera lo que Victor Hugo y Hemingway: escribir de pie. Pero esta vez me equivoqué:
– En la pensión La Tapada suceden cosas interesantes -me dijo, sin siquiera responderme, mientras me hacía dar vueltas, casi al trote, en torno al Monumento a San Martín-. Hay un joven que llora en las noches de luna.
Yo rara vez venía al centro los domingos y estaba sorprendido de ver lo distinta que era la gente de semana de la que veía ahora. En vez de oficinistas de clase media, la plaza estaba colmada de sirvientas en su día de salida, serranitos de mejillas chaposas y zapatones, niñas descalzas con trenzas y, entre la abigarrada muchedumbre, se veían fotógrafos ambulantes y vivanderas. Obligué al escriba a detenerse frente a la dama con túnica que, en la parte central del Monumento, representa a la Patria, y, para ver si lo hacía reír, le conté por qué llevaba ese extravagante auquénido aposentado en su cabeza: al vaciar el bronce, aquí en Lima, los artesanos confundieron la indicación del escultor 'llama votiva' con el llama animal. Ni sonrió, naturalmente. Volvió a cogerme del brazo y mientras me hacía caminar, dando encontronazos a los paseantes, reanudó su monólogo, indiferente a todo lo que lo rodeaba, empezando por mí:
– No se le ha visto la cara, pero cabe suponer que es algún monstruo, ¿hijo bastardo de la dueña de la pensión?, aquejado de taras, jorobas, enanismo, bicefalia, a quien doña Atanasia oculta de día para no asustarnos y sólo de noche deja salir a orearse.
Hablaba sin la menor emoción, como una grabadora, y yo, por tirarle la lengua, le repliqué que su hipótesis me parecía exagerada: ¿no podía tratarse de un muchacho que lloraba penas de amor?
– Si fuera un enamorado, tendría una guitarra, un violín, o cantaría -me dijo, mirándome con un desprecio mitigado por la compasión-. Éste sólo llora.
Hice esfuerzos para que me explicara todo desde el principio, pero él estaba más difuso y reconcentrado que de costumbre. Sólo saqué en claro que alguien, desde hacía muchas noches, lloraba en un rincón de la pensión y que los inquilinos de La Tapada se quejaban. La dueña, doña Atanasia, decía no saber nada y, según el escriba, empleaba "la coartada de los espíritus".
– Es posible también que llore un crimen -especuló Pedro Camacho, con un tono de contador que hace sumas en alta voz, dirigiéndome, siempre del brazo, hacia Radio Central, después de una decena de vueltas al Monumento-. ¿Un crimen familiar? ¿Un parricida que se jala los pelos y se araña la carne de arrepentimiento? ¿Un hijo del de las ratas?
No estaba excitado en lo más mínimo, pero lo noté más distante que otras veces, más incapaz que nunca de escuchar, de conversar, de recordar que tenía alguien al lado. Estaba seguro de que no me veía. Traté de alargar su monólogo, pues era como estar viendo su fantasía en plena acción, pero él, con la misma brusquedad con que había comenzado a hablar del invisible llorón, enmudeció. Lo vi instalarse de nuevo en su cubículo, quitarse el saco negro y la corbatita de lazo, sujetarse la cabellera con una redecilla y enfundarse una peluca de mujer con moño que sacó de otra bolsa de plástico. No pude aguantarme y lancé una carcajada:
– ¿A quién tengo el gusto de tener al frente? -le pregunté, todavía riéndome.
– Debo dar unos consejos a un laboratorista francófilo, que ha matado a su hijo -me explicó, con un retintín burlón, poniéndose en la cara, en vez de las bíblicas barbas de antes, unos aretes de colores y un lunar coquetón-. Adiós, amigo .
Apenas di media vuelta para irme, sentí -renaciente, parejo, seguro de sí mismo, compulsivo, eterno- el teclear de la Remington. En el colectivo a Miraflores, iba pensando en la vida de Pedro Camacho. ¿Qué medio social, qué encadenamiento de personas, relaciones, problemas, casualidades, hechos, habían producido esa vocación literaria (¿literaria? ¿pero qué, entonces?) que había logrado realizarse, cristalizar en una obra y obtener una audiencia? ¿Cómo se podía ser, de un lado, una parodia de escritor y, al mismo tiempo, el único que, por tiempo consagrado a su oficio y obra realizada, merecía ese nombre en el Perú? ¿Acaso eran escritores esos políticos, esos abogados, esos pedagogos, que detentaban el título de poetas, novelistas, dramaturgos, porque, en breves paréntesis de vidas consagradas en sus cuatro quintas partes a actividades ajenas a la literatura, habían producido una plaquette de versos o una estreñida colección de cuentos? ¿Por qué esos personajes que se servían de la literatura como adorno o pretexto iban a ser más escritores que Pedro Camacho, quien sólo vivía para escribir? ¿Porque ellos habían leído (o, al menos, sabían que deberían haber leído) a Proust, a Faulkner, a Joyce, y Pedro Camacho era poco más que un analfabeto? Cuando pensaba en estas cosas sentía tristeza y angustia. Cada vez me resultaba más evidente que lo único que quería ser en la vida era escritor y cada vez, también, me convencía más que la única manera de serlo era entregándose a la literatura en cuerpo y alma. No quería de ningún modo ser un escritor a medias y a poquitos, sino uno de verdad, como ¿quién? Lo más cercano a ese escritor a tiempo completo, obsesionado y apasionado con su vocación, que conocía, era el radionovelista boliviano: por eso me fascinaba tanto.
En casa de los abuelos, me estaba esperando Javier, rebosante de felicidad, con un programa dominical para resucitar muertos. Había recibido la mensualidad que le giraban sus padres desde Piura, con una buena propina por las Fiestas Patrias, y decidido que nos gastáramos esos soles extras los cuatro juntos.
– En homenaje a ti, he hecho un programa intelectual y cosmopolita -me dijo, dándome unas palmadas estimulantes-. Compañía argentina de Francisco Petrone, comida alemana en el Rincón Toni y fin de fiesta francesa en el Negro-Negro, bailando boleros en la oscuridad.
Así como, en mi corta vida, Pedro Camacho era lo más próximo a un escritor que había visto, Javier era, entre mis conocidos, lo más parecido a un príncipe renacentista por su generosidad y exuberancia. Era, además, de una gran eficiencia: ya la tía Julia y Nancy estaban informadas de lo que nos esperaba esa noche y ya tenía él en el bolsillo las entradas para el teatro. El programa no podía ser más seductor y disipó de golpe todas mis lúgubres reflexiones sobre la vocación y el destino pordiosero de la literatura en el Perú. Javier también estaba muy contento: desde hacía un mes salía con Nancy y esa asiduidad tomaba caracteres de romance formal. Haberle confesado a mi prima mis amores con la tía Julia le había sido utilísimo porque, con el pretexto de servirnos de celestinos y facilitarnos las salidas, se las arreglaba para ver a Nancy varias veces por semana. Mi prima y la tía Julia eran ahora inseparables: iban juntas de compras, al cine e intercambiaban secretos. Mi prima se había vuelto una entusiasta hada madrina de nuestro romance y una tarde me levantó la moral con esta reflexión: "La Julita tiene una manera de ser que borra todas las diferencias de edad, primo".
El magno programa de ese domingo (en el que, creo, se decidió estelarmente buena parte de mi futuro) comenzó bajo los mejores auspicios. Había pocas ocasiones, en la Lima de los años cincuenta, de ver teatro de calidad, y la compañía argentina de Francisco Petrone trajo una serie de obras modernas, que no se habían dado en el Perú. Nancy recogió a la tía Julia donde la tía Olga y ambas se vinieron al centro en taxi. Javier y yo las esperábamos en la puerta del Teatro Segura. Javier, que en esas cosas solía excederse, había comprado un palco, que resultó el único ocupado, de modo que fuimos un centro de observación casi tan visible como el escenario. Con mi mala conciencia, supuse que varios parientes y conocidos nos verían y maliciarían. Pero apenas comenzó la función, se esfumaron esos temores. Representaban "La muerte de un viajante", de Arthur Miller, y era la primera pieza que yo veía de carácter no tradicional, irrespetuosa de las convenciones de tiempo y espacio. Mi entusiasmo y excitación fueron tales que, en el entreacto, comencé a hablar hasta por los codos, haciendo un elogio fogoso de la obra, comentando sus personajes, su técnica, sus ideas, y luego, mientras comíamos embutidos y tomábamos cerveza negra en el Rincón Toni de la Colmena, seguí haciéndolo de una manera tan absorbente que Javier, después, me amonestó: "Parecías una lora a la que le hubieran dado yohimbina". Mi prima Nancy, a quien mis veleidades literarias siempre le habían parecido una extravagancia semejante a la que tenía el tío Eduardo -un viejecito hermano del abuelo, juez jubilado que se dedicaba al infrecuente pasatiempo de coleccionar arañas-, después de oírme perorar tanto sobre la obra que acabábamos de ver, sospechó que mis inclinaciones podían tener mal fin: "Te estás volviendo locumbeta, flaco".
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