Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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Adquirió la costumbre de entregarse a esta gimnasia durante sus idas y venidas entre el Laboratorio y San Miguel. Para no repetirse, hacía al comenzar una rápida síntesis de los cargos acumulados en la reflexión anterior y pasaba a desarrollar uno nuevo. Los temas se imbricaban unos en otros con facilidad y nunca se quedó sin argumentos.

El delito económico, por ejemplo, le dio materia para treinta kilómetros. Porque ¿no era desolador cómo ellos arruinaban el presupuesto familiar? Gravaban los ingresos paternos en relación inversa a su tamaño, no sólo por su glotonería pertinaz y la delicadeza de su estómago, que exigían alimentos especiales, sino por las infinitas instituciones que ellos habían generado, comadronas, cunas maternales, puericultorios, jardines de infancia, niñeras, circos, parvularios, matinales, jugueterías, juzgados de menores, reformatorios, sin mencionar las especialidades en niños que, arborescentes parásitos que asfixian a las plantas-madres, le habían nacido a la Medicina, la Psicología, la Odontología y otras ciencias, ejército en suma de gentes que debían ser vestidas, alimentadas y jubiladas por los pobres padres .

Lucho Abril Marroquín se encontró un día a punto de llorar, pensando en esas madres jóvenes, celosas cumplidoras de la moral y el qué dirán, que se entierran en vida para cuidar a sus crías, y renuncian a fiestas, cines, viajes, con lo que terminan siendo abandonadas por esposos, que, de tanto salir solos, terminan fatídicamente por pecar. ¿Y cómo pagaban las crías esos desvelos y padecimientos? Creciendo, formando hogar aparte, abandonando a sus madres en la orfandad de la vejez.

Por este camino, insensiblemente, llegó a desbaratar el mito de su inocencia y bondad. ¿Acaso, con la consabida coartada de que carecían de uso de razón, no cercenaban las alas a las mariposas, metían a los pollitos vivos en el horno, dejaban patas arriba a las tortugas hasta que morían y les reventaban los ojos a las ardillas? ¿La honda para matar pajaritos era arma de adultos? ¿Y no se mostraban implacables con los niños más débiles? Por otra parte, ¿cómo se podía llamar inteligentes a seres que, a una edad en que cualquier gatito ya se procura el sustento, todavía se bambolean torpemente, se dan de bruces contra las paredes y se hacen chichones?

Lucho Abril Marroquín tenía un sentido estético aguzado y esto le dio madeja para muchas caminatas. Él hubiera querido que todas las mujeres se conservaran lozanas y duras hasta la menopausia y le apenó inventariar los estragos que causaban a las madres los partos: las cinturas de avispa que cabían en una mano estallaban en grasa y también senos y nalgas y esos estómagos tersos, láminas de carnoso metal que los labios no abollan, se ablandaban, hinchaban, descolgaban, rayaban, y algunas señoras, a consecuencia de los pujos y calambres de los partos difíciles, quedaban chuecas como patos. Con alivio, Lucho Abril Marroquín, rememorando el cuerpo estatuario de la francesita que llevaba su nombre, se alegró de que hubiera parido, no un ser rollizo y devastador de su belleza, sino, apenas, un detritus de hombre. Otro día, se percató, mientras se desalteraba -las ciruelas secas habían convertido a su estómago en un tren inglés- que ya no lo estremecía pensar en Herodes. Y una mañana se descubrió dando un coscorrón a un niño mendigo.

Supo entonces que, sin proponérselo, había pasado, naturalidad con que viajan los astros de la noche al día, a los “Ejercicios Prácticos”. La doctora Acémila había subtitulado Acción Directa estas instrucciones y a Lucho Abril Marroquín le parecía estar oyendo su científica voz mientras las releía. Éstas sí, a diferencia de las teóricas, eran precisas. Se trataba, una vez adquirida conciencia clara de las calamidades que ellos traían, de tomar, a nivel individual, pequeñas represalias. Era preciso hacerlo de manera discreta, teniendo en cuenta las demagogias del género "infancia desvalida", "al niño ni con una rosa" y “los azotes causan complejos".

Lo cierto es que al principio le costó trabajo, y, cuando cruzaba a uno de ellos en la calle, éste y él mismo no sabían si aquella mano en la infantil cabecita era un castigo o una caricia tosca. Pero, seguridad que da la práctica, poco a poco fue superando la timidez y las ancestrales inhibiciones, envalentonándose, mejorando sus marcas, tomando iniciativas, y al cabo de unas semanas, conforme al pronóstico de los "Ejercicios", notó que aquellos coscorrones que repartía en las esquinas, aquellos pellizcos que provocaban moretones, aquellos pisotones que hacían berrear a los recipiendarios, ya no eran un quehacer que se imponía por razones de moral y teoría, sino una suerte de placer. Le gustaba ver llorar a esos vendedores que se acercaban a ofrecerle la suerte y sorpresivamente recibían un bofetón, y se excitaba como en los toros cuando el lazarillo de una ciega que lo había abordado, platillo de latón que tintinea en la mañana, caía al suelo sobándose la canilla que acababa de alojar su puntapié. Los "Ejercicios Prácticos" eran riesgosos, pero, al propagandista médico que se reconoció un corazón temerario, esto en vez de disuadirlo lo estimuló. Ni siquiera el día en que reventó una pelota y fue perseguido con palos y piedras por una jauría de pigmeos, cejó en su empeño.

Así, en las semanas que duró el tratamiento, cometió muchas de aquellas acciones que, pereza mental que idiotiza a las gentes, se suele llamar maldades. Decapitó las muñecas con que, en los parques, las niñeras las entretenían, arrebató chupetes, tofis, caramelos que estaban a punto de llevarse a la boca y los pisoteó o echó a los perros, Fue a merodear por circos, matinales y teatros de títeres y, hasta que se le entumecieron los dedos, jaló trenzas y orejas, pellizcó bracitos, piernas, potitos, y, por supuesto, usó de la secular estratagema de sacarles la lengua y hacerles muecas, y, hasta la afonía y la ronquera les habló del Cuco, del Lobo Feroz, del Policía, del Esqueleto, de la Bruja, del Vampiro, y demás personajes creados por la imaginación adulta para asustarlos.

Pero, bola de nieve que al rodar monte abajo se vuelve aluvión, un día Lucho Abril Marroquín se asustó tanto que se precipitó, en un taxi para llegar más pronto, al consultorio de la doctora Acémila. Apenas entró en el severo despacho, sudando hielo, la voz temblorosa, exclamó:

– Iba a empujar a una niña bajo las ruedas del tranvía a San Miguel. Me contuve en el último instante, porque vi un policía. -Y, sollozando como uno de ellos , gritó:- ¡He estado a punto de volverme un criminal, doctora!

– Criminal ya lo ha sido, joven desmemoriado -le recordó la psicólogo, pronunciando cada sílaba. Y, después de observarlo de arriba abajo, complacida, sentenció:- Está usted curado.

Lucho Abril Marroquín recordó entonces -fogonazo de luz en las tinieblas, lluvia de estrellas sobre el mar- que había venido en ¡un taxi! Iba a caer de rodillas pero la sabia lo contuvo:

– Nadie me lame las manos, salvo mi gran danés. ¡Basta de efusiones! Puede retirarse, pues nuevos amigos esperan. Recibirá la factura en su oportunidad.

“Es verdad, estoy curado", se repetía feliz el propagandista médico: la última semana había dormido siete horas diarias y, en vez de pesadillas, había tenido gratos sueños en los que, en playas exóticas, se dejaba tostar por un sol futbolístico, viendo el pausado caminar de las tortugas entre palmeras lanceoladas y las pícaras fornicaciones de los delfines en las ondas azules. Esta vez, deliberación y alevosía del hombre fogueado, tomo otro taxi hacia los Laboratorios y, durante el trayecto, lloró al comprobar que el único efecto que le producía rodar sobre la vida era, no ya el terror sepulcral, la angustia cósmica, sino apenas un ligero mareo. Corrió a besar las manos amazónicas de don Federico Téllez Unzátegui, llamándolo “mi consejero salvador, mi nuevo padre”, gesto y palabras que su jefe aceptó con la deferencia que todo amo que se respete debe a sus esclavos, señalándole de todos modos, calvinista de corazón sin puertas para el sentimiento, que, curado o no de complejos homicidas, debía llegar puntual a “Antirroedores S. A.”, so pena de multa.

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