Estaba saliendo de la ciudad, entrando a la carretera. Había hecho y deshecho tantas veces esa ruta -en ómnibus, en colectivo, conducido o conduciendo- que la conocía de memoria. La asfaltada cinta negra se perdía a lo lejos, entre médanos y colinas peladas, sin brillos de azogue que revelaran vehículos. Tenía delante un camión viejo y tembleque, e iba ya a pasarlo cuando divisó el puente y la encrucijada donde la ruta del Sur hace una horquilla y despide a esa carretera que sube a la sierra, en dirección a las metálicas montañas de Castrovirreina. Decidió entonces, prudencia de hombre que ama su máquina y teme la ley, esperar hasta después del desvío. El camión no iba a más de cincuenta kilómetros por hora y Lucho Abril Marroquín, resignado, disminuyó la velocidad y se mantuvo a diez metros de él. Veía, acercándose, el puente, la encrucijada, endebles construcciones -quioscos de bebidas, expendios de cigarrillos, la caseta del tránsito- y siluetas de personas cuyas caras no distinguía -estaban a contraluz- yendo y viniendo junto a las cabañas.
La niña apareció de improviso, en el instante en que acababa de cruzar el puente y pareció surgir de debajo del camión. En el recuerdo de Lucho Abril Marroquín quedaría grabada siempre esa figurilla que, súbitamente, se interponía entre él y la pista, la carita asustada y las manos en alto, y venía a incrustarse como una pedrada contra la proa del Volkswagen. Fue tan intempestivo que no atinó a frenar ni a desviar el auto hasta después de la catástrofe (del comienzo de la catástrofe). Consternado, y con la extraña sensación de que se trataba de algo ajeno, sintió el sordo impacto del cuerpo contra el parachoque, y lo vio elevarse, trazar una parábola y caer ocho o diez metros más allá.
Ahora sí frenó, tan en seco que el volante le golpeó el pecho, y, con un aturdimiento blancuzco y un zumbido insistente, bajó velozmente del Volkswagen y corriendo, tropezando, pensando "soy argentino, mato niños”, llegó hasta la criatura y la alzó en brazos. Tendría cinco o seis años, iba descalza y mal vestida, con la cara, las manos y las rodillas encostradas de mugre. No sangraba por ninguna parte visible, pero tenía los ojos cerrados, y no parecía respirar. Lucho Abril Marroquín, cimbreándose como borracho, daba vueltas sobre el sitio, miraba a derecha y a izquierda y gritaba a los arenales, al viento, a las lejanas olas: "Una ambulancia, un médico". Como en sueños, alcanzó a percibir que por el desvío de la sierra bajaba un camión y tal vez notó que su velocidad era excesiva para un vehículo que se aproxima a un cruce de caminos. Pero, si llegó a advertirlo, inmediatamente su atención se distrajo al descubrir que llegaba a su lado, corriendo, un guardia desprendido de las cabañas. Acezante, sudoroso, funcional, el custodio del orden, mirando a la niña le preguntó: “¿Está soñada o ya muerta?".
Lucho Abril Marroquín se preguntaría el resto de los años que le quedaban de vida cuál había sido en ese momento la respuesta justa. ¿Estaba malherida o había expirado la criatura? No alcanzó a responder al acezante guardia civil porque éste, apenas hizo la pregunta, puso tal cara de horror que Lucho Abril Marroquín alcanzó a volver la cabeza justo a tiempo para comprender que el camión que bajaba de la sierra se les venía enloquecidamente encima, bocineando. Cerró los ojos, un estruendo le arrebató la niña de los brazos y lo sumió en una oscuridad con estrellitas, Siguió oyendo un ruido atroz, gritos, ayes, mientras permanecía en un estupor de naturaleza casi mística.
Mucho después sabría que había sido arrollado, no porque existiese una justicia inmanente, encargada de realizar el equitativo refrán "Ojo por ojo, diente por diente", sino porque al camión de las minas se le habían vaciado los frenos. Y sabría también que el guardia civil había muerto instantáneamente desnucado y que la pobre niña -verdadera hija de Sófocles-, en este segundo accidente (por si el primero no lo había conseguido), no sólo había quedado muerta sino espectacularmente alisada al pasarle encima, carnaval de alegría para los satanes, la doble rueda trasera del camión.
Pero, al cabo de los años, Lucho Abril Marroquín se diría que de todas las instructivas experiencias de esa mañana, la más indeleble había sido, no el primero ni el segundo accidente, sino lo que vino después. Porque, curiosamente, pese a la violencia del impacto (que lo tendría muchas semanas en el Hospital del Empleado, reconstruyendo su esqueleto, averiado de innumerables fracturas, luxaciones, cortes y desgarrones), el propagandista médico no perdió el sentido o sólo lo perdió unos segundos. Cuando abrió los ojos supo que todo acababa de ocurrir, porque, de las cabañas que tenía al frente, venían corriendo, siempre a contraluz, diez, doce, tal vez quince pantalones, faldas. No podía moverse, pero no sentía dolor, sólo una aliviada serenidad. Pensó que ya no tenía que pensar; pensó en la ambulancia, en médicos, en enfermeras solícitas. Ahí estaban, ya habían llegado, trató de sonreír a las caras que se inclinaban hacia él. Pero entonces, por unas cosquillas, agujazos y punzadas, comprendió que los recién venidos no estaban auxiliándolo: le arrancaban el reloj, le metían los dedos a los bolsillos, a manotones le sacaban la cartera, de un jalón se apoderaban de la medalla del Señor de Limpias que llevaba al cuello desde su primera comunión. Ahora sí, lleno de admiración por los hombres, Lucho Abril Marroquín se hundió en la noche.
Esa noche, para todos los efectos prácticos, duró un año. Al principio, las consecuencias de la catástrofe habían parecido sólo físicas. Cuando Lucho Abril Marroquín recobró el sentido estaba en Lima, en un cuartito del hospital, fajado de pies a cabeza, y a los flancos de su cama, ángeles de la guarda que devuelven la paz al agitado, mirándolo con inquietud se hallaban la blonda connacional de Juliette Gréco y el Dr. Schwalb de los Laboratorios Bayer. En medio de la ebriedad que le producía el olor a cloroformo, sintió alegría y por sus mejillas corrieron lágrimas al sentir los labios de su esposa sobre las gasas que le cubrían la frente.
La sutura de huesos, retorno de músculos y tendones a su lugar correspondiente y el cierre y cicatrización de heridas, es decir la compostura de la mitad animal de su persona tomó algunas semanas, que fueron relativamente llevaderas, gracias a la excelencia de los facultativos, la diligencia de las enfermeras, la devoción magdalénica de su esposa y la solidaridad de los Laboratorios, que se mostraron impecables desde el punto de vista del sentimiento y la cartera. En el Hospital del Empleado, en plena convalecencia, Lucho Abril Marroquín se entero de una noticia halagadora: la francesita había concebido y dentro de siete meses sería madre de un hijo suyo.
Fue después que abandonó el hospital y se reintegró a su casita de San Miguel y a su trabajo, que se revelaron las secretas, complicadas heridas que los accidentes habían causado a su espíritu. El insomnio era el más benigno de los males que se abatieron sobre él. Se pasaba las noches en vela, ambulando por la casita a oscuras, fumando sin cesar, en estado de viva agitación y pronunciando entrecortados discursos en los que a su esposa le maravillaba escuchar una palabra recurrente: "Herodes". Cuando el desvelo fue químicamente derrotado con somníferos, resultó peor: el sueño de Abril Marroquín era visitado por pesadillas en las que se veía despedazando a su hija aún no nacida. Sus desatinados aullidos comenzaron aterrorizando a su esposa y terminaron haciéndola abortar un feto de sexo probablemente femenino. "Los sueños se han cumplido, he asesinado a mi propia hija, me iré a vivir a Buenos Aires”, repetía día y noche, lúgubremente, el onírico filicida.
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