Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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– La invitación la ha dejado impresionada -nos contó-. Porque, ¿quieres decirme qué pelagatos de Miraflores invita a una chica a los toros?

– ¿Cómo has hecho? -le pregunté-. ¿Te sacaste la lotería?

– He vendido la radio de la pensión -nos dijo, sin el menor remordimiento-. Creen que ha sido la cocinera y la han despedido por ladrona.

Nos explicó que tenía preparado un plan infalible. En media corrida, sorprendería a la flaca Nancy con un regalo persuasivo: una mantilla española. Javier era un gran admirador de la Madre Patria y de todo lo que se relacionaba con ella: los toros, la música flamenca, Sarita Montiel. Soñaba con ir a España (como yo con ir a Francia) y lo de la mantilla se le había ocurrido al ver un aviso del periódico. Le había costado su sueldo de un mes en el Banco de Reserva pero estaba seguro que la inversión tendría frutos. Nos explicó cómo iban a ocurrir las cosas. Llevaría la mantilla a los toros discretamente envuelta y esperaría un momento de gran emoción para abrir el paquete, desplegar la prenda y colocarla sobre los hombros delicados de mi prima. ¿Qué pensábamos? ¿Cuál sería la reacción de la flaquita? Yo le aconsejé que redondeara las cosas, regalándole también una peineta sevillana y unas castañuelas y que le cantara un fandango, pero la tía Julia lo apoyó con entusiasmo y le dijo que todo lo que había planeado era lindo y que la Nancy, si tenía corazón, se emocionaría hasta los huesos. Ella, si un muchacho le hacía esas demostraciones, quedaría conquistada.

– ¿No ves lo que te digo siempre? -me dijo, igual que si estuviera riñéndome-. Javier sí que es un romántico, enamora como se debería enamorar.

Javier, encantado, nos propuso que saliéramos los cuatro juntos, cualquier día de la próxima semana, al cine, a tomar té, a bailar.

– ¿Y qué diría la flaca Nancy si nos ve de pareja? -le puse los pies en la tierra.

Pero él nos echó un baldazo de agua fría:

– No seas tonto, sabe todo y le parece muy bien, se lo conté el otro día. -Y al ver nuestra sorpresa, añadió, con cara de travieso:- Pero si con tu prima yo no tengo secretos, si ella, haga lo que haga, terminará casándose conmigo.

Me quedé preocupado al saber que Javier le había contado nuestro romance. Éramos muy unidos y estaba seguro que no iría a delatarnos, pero se le podía escapar algo, y la noticia correría como un incendio por el bosque familiar. La tía Julia se había quedado muda, pero ahora disimulaba dando bríos a Javier en su proyecto taurino-sentimental. Nos despedimos en la puerta del Edificio Panamericano y quedamos con la tía Julia en que nos veríamos esa noche, con el pretexto del cine. Al besarla, le dije al oído: "Gracias al endocrinólogo, me he dado cuenta que estoy enamorado de ti". Ella asintió: "Así estoy viendo, Varguitas".

Me la quedé viendo alejarse, con Javier, hacia el paradero de los colectivos, y sólo entonces advertí la gente aglomerada a las puertas de Radio Central. Eran sobre todo mujeres jóvenes, aunque había también algunos hombres. Estaban en filas de a dos, pero, a medida que llegaba más gente, la formación se descomponía, entre codazos y empujones. Me acerqué a curiosear porque supuse que la razón tenía que ser Pedro Camacho. En efecto, eran coleccionistas de autógrafos. Por la ventana del cubículo, vi al escriba, escoltado por Jesusito y por Genaro-papá, rasguñando una firma con arabescos en cuadernos, libretas, hojitas sueltas, periódicos, y despidiendo a sus admiradores con un gesto olímpico. Ellos lo miraban con embelesamiento y se le acercaban en actitud tímida, balbuceando palabras de aprecio.

– Nos da dolores de cabeza, pero, no hay duda, es el rey de la radiotelefonía nacional -me dijo Genaro-hijo, poniéndome una mano en el hombro y señalando el gentío:- ¿Qué te parece esto?

Le pregunté desde cuándo funcionaba lo de los autógrafos.

– Desde hace una semana, media hora al día, de seis a seis y media, hombre poco observador -me dijo el empresario progresista-. ¿No lees los avisos que publicamos, no oyes la radio en la que trabajas? Yo era escéptico, pero mira cómo me equivoqué. Creí que sólo habría gente para dos días y ahora veo que esto puede funcionar un mes.

Me invitó a tomar un trago al Bar del Bolívar. Yo pedí una Coca-Cola, pero él insistió en que lo acompañara con un whisky.

– ¿Te das cuenta lo que significan estas colas? -me explicó-. Son una demostración pública de que los radioteatros de Pedro calan en el pueblo.

Le dije que no me cabía duda y él me hizo poner colorado recomendándome que, como yo tenía "aficiones literarias", siguiera el ejemplo del boliviano, aprendiera sus recursos para conquistar a las muchedumbres. "No debes encerrarte en tu torre de marfil", me aconsejó. Había mandado imprimir cinco mil fotos de Pedro Camacho y a partir del lunes los cazadores de autógrafos las recibirían como obsequio. Le pregunté si el escriba había amortiguado sus descargas contra los argentinos.

– Ya no importa, ahora puede hablar pestes contra quienquiera -me dijo, con aire misterioso-. ¿No sabes la gran noticia? El General no se pierde los radioteatros de Pedro.

Me dio precisiones, para convencerme. El General, como las cuestiones de gobierno no le daban tiempo para oírlos durante el día, se los hacía grabar y los escuchaba cada noche, uno tras otro, antes de dormir. La Presidenta en persona se lo había contado a muchas señoras de Lima.

– Parece que el General es un hombre sensible, a pesar de lo que dicen -concluyó Genaro-hijo-. De modo que si la cumbre está con nosotros, qué más da que Pedro se dé gusto contra los ches. ¿No se lo merecen?

La conversación con Genaro-hijo, la reconciliación con la tía Julia, algo, me había estimulado mucho y regresé al altillo a escribir con ímpetu mi cuento de los levitadores, mientras Pascual despachaba los boletines. Ya tenía el final: en uno de esos juegos, un palomilla levitaba más alto que los otros, caía con fuerza, se rompía la nuca y moría. La última frase mostraría las caras sorprendidas, asustadas de sus compañeros, contemplándolo, bajo un tronar de aviones. Sería un relato espartano, preciso como un cronómetro, al estilo de Hemingway.

Unos días después, fui a visitar a mi prima Nancy, para saber cómo había tomado la historia de la tía Julia. La encontré todavía bajo los efectos de la Operación Mantilla:

– ¿Te das cuenta el papelón que pasé por ese idiota? -decía, mientras correteaba por toda la casa, buscando a Lasky-. De repente, en plena Plaza de Acho, abrió un paquete, sacó una capa de torero y me la puso encima. Todo el mundo se quedó mirándome, hasta el toro se moría de risa. Me hizo tenerla puesta toda la corrida. Y quería que saliera a la calle con esa cosa, figúrate. ¡Nunca he pasado tanta vergüenza en mi vida!

Encontramos a Lasky bajo la cama del mayordomo -además de ser peludo y feo, era un perro que siempre quería morderme-, lo llevamos a su jaula y la flaca Nancy me arrastró a su dormitorio a ver el cuerpo del delito. Era una prenda modernista y hacía pensar en jardines exóticos, en carpas de gitanas, en burdeles de lujo: tornasolada, anidaban en sus pliegues todos los matices del rojo, desde el bermellón sangre hasta el rosáceo arrebol, tenía nudosos y largos flecos negros y sus pedrerías y oropeles brillaban tanto que producían mareos. Mi prima hacía pases taurinos o se envolvía en ella, riéndose a carcajadas. Le dije que no le permitía burlarse de mi amigo y le pregunté si por fin le iba a hacer caso.

– Lo estoy pensando -me repuso, igual que siempre-. Pero como amigo me encanta.

Le dije que era una coqueta sin corazón, que Javier había llegado al robo para hacerle ese regalo.

– ¿Y tú? -me dijo, doblando y guardando la mantilla en el ropero-. ¿Es cierto que estás con la Julita? ¿No te da vergüenza? ¿Con la hermana de la tía Olga?

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