Se secó los ojos y volvió a encender el motor. Se había serenado superficialmente, pero, en sus entrañas, crepitaba una hoguera. Mientras, muy despacio, el Sedán proseguía hacia su casita de la avenida Pedro de Osma, se iba diciendo que, así como iban a la playa desnudas era natural que, en su ausencia, fueran también a fiestas, usaran pantalones, frecuentaran hombres, que se vendieran, ¿recibían tal vez a sus galanes en su propio hogar?, ¿sería doña Zoila la encargada de fijar las tarifas y cobrarlas? Ricardo y Federico-hijo tendrían probablemente a su cargo la inmunda tarea de reclutar a los clientes. Ahogándose, don Federico Téllez Unzátegui vio armarse este estremecedor reparto: tus hijas, las rameras; tus hijos, los cafiches, y tu esposa, la alcahueta.
El cotidiano trato con la violencia -después de todo, había dado muerte a miles de millares de seres vivos- había hecho de don Federico un hombre al que no se podía provocar sin riesgo grave. Una vez, un ingeniero agrónomo con pretensiones de dietista, había osado decir en su delante que, dada la falta de ganadería en el Perú, era necesario intensificar la cría del cuy con miras a la alimentación nacional. Educadamente, don Federico Téllez Unzátegui recordó al atrevido que el cuy era primo hermano de la rata. Éste, reincidiendo, citó estadísticas, habló de virtudes nutritivas y carne gustosa al paladar. Don Federico procedió entonces a abofetearlo y cuando el dietista rodó por los suelos sobándose la cara lo llamó lo que era: desfachatado y publicista de homicidas. Ahora, al bajar del automóvil, cerrarlo, avanzar sin premura, cejijunto, muy pálido, hacia la puerta de su casa, el hombre de Tingo María sentía ascender por su interior, como el día que escarmentó al dietista, una lava volcánica. Llevaba en su mano derecha, como barra candente, la revista infernal, y sentía una fuerte comezón en los ojos.
Estaba tan turbado que no conseguía imaginar un castigo capaz de parangonarse con la falta. Sentía la mente brumosa, la ira disolvía las ideas, y eso aumentaba su amargura, pues don Federico era un hombre en quien la razón decidía siempre la conducta, y que despreciaba a esa raza de primarios que actuaban, como las bestias, por instinto y pálpito antes que por convicción. Pero esta vez, mientras sacaba la llave y, con dificultad, porque la rabia le entorpecía los dedos, abría y empujaba la puerta de su casa, comprendió que no podía actuar serena, calculadamente, sino bajo el dictado de la cólera, siguiendo la inspiración del instante. Luego de cerrar la puerta, respiró hondo, tratando de calmarse. Le daba vergüenza que esos ingratos fueran a advertir la magnitud de su humillación.
Su casa tenía, abajo, un pequeño vestíbulo, una salita, el comedor y la cocina, y los dormitorios en la planta alta. Don Federico divisó a su mujer desde el quicio de la sala. Estaba junto al aparador, masticando con arrobo alguna repugnante golosina -caramelo, chocolate, pensó don Federico, fruna, tofi- cuyos restos conservaba en los dedos. Al verlo, le sonrió con ojos intimidados, señalando lo que comía con un gesto de resignación dulzona.
Don Federico avanzó sin apresurarse, desplegando la revista con las dos manos, para que su esposa pudiera contemplar la carátula en toda su indignidad. La puso bajo sus ojos, sin decir palabra, y gozó viéndola palidecer violentamente, desorbitarse y abrir la boca de la que comenzó a correr un hilillo de saliva contaminado de galleta. El hombre de Tingo María levantó la mano derecha y abofeteó a la trémula mujer con toda su fuerza. Ella dio un quejido, tropezó y cayó de rodillas; seguía mirando la carátula con una expresión de beatería, de iluminación mística. Alto, erecto, justiciero, don Federico la contemplaba acusadoramente. Luego, llamó con sequedad a las culpables:
– ¡Laura! ¡Teresa!
Un rumor le hizo volver la cabeza. Ahí estaban, al pie de la escalera. No las había sentido bajar. Teresa, la mayor, llevaba un guardapolvo, como si hubiera estado haciendo la limpieza, y Laura vestía el uniforme de colegio. Las muchachas miraban, confusas, a la madre arrodillada, al padre que avanzaba, lento, hierático, sumo sacerdote yendo al encuentro de la piedra de los sacrificios donde esperan el cuchillo y la vestal, y, por fin, a la revista, que don Federico, llegado junto a ellas, les ponía judicialmente ante los ojos. La reacción de sus hijas no fue la que esperaba. En vez de tornarse lívidas, caer de hinojos balbuceando explicaciones, las precoces, ruborizándose, cambiaron una veloz mirada que sólo podía ser de complicidad, y don Federico, en el fondo de su desolación e ira, se dijo que todavía no había bebido toda la hiel de esa mañana. Laura y Teresa sabían que habían sido fotografiadas, que la fotografía se iba a publicar, e, incluso -¿qué otra cosa podía decir esa chispa en las pupilas?-, el hecho las alegraba. La revelación de que en su hogar, que él creía prístino, hubiera incubado, no sólo el vicio municipal del nudismo playero, sino el exhibicionismo (y, por qué no, la ninfomanía) le aflojó los músculos, le dio un gusto a cal en la boca y lo llevó a considerar si la vida se justificaba. También -todo ello no tomó más de un segundo- a preguntarse si la única penitencia legítima para semejante horror no era la muerte. La idea de convertirse en filicida lo atormentaba menos que saber que miles de humanos habían merodeado (¿sólo con los ojos?) por las intimidades físicas de sus varonas.
Pasó entonces a la acción. Dejó caer la revista para tener más libertad, cogió con la mano izquierda a Laura de la casaquilla del uniforme, la atrajo unos centímetros para ponerla más a tiro de impacto, levantó la mano derecha lo bastante alto para que la potencia del golpe fuera máxima, y la descargó con todo su rencor. Se llevó, entonces -oh día extraordinario- la segunda sorpresa descomunal, quizá más cegadora que la de la sicalíptica carátula. En vez de la suave mejilla de Laurita, su mano encontró el vacío y, ridícula, frustrada, sufrió un estirón. No fue todo: lo grave vino después. Porque la chiquilla no se contentó con esquivar la bofetada -algo que, en su inmensa desazón, don Federico recordó no había hecho jamás ningún miembro de su familia-, sino que, luego de retroceder, la carita de catorce años descompuesta en una mueca de odio, se lanzó contra él -él, él-, y comenzó a golpearlo con sus puños, a rasguñarlo, a empujarlo y a patearlo.
Tuvo la sensación de que su misma sangre, de puro estupefacta, dejaba de correr. Era como si de pronto los astros escaparan de sus órbitas, se precipitaran unos contra otros, chocaran, se rompieran, rodaran histéricos por los espacios. No atinaba a reaccionar, retrocedía, los ojos desmedidamente abiertos, acosado por la chiquilla que, envalentonándose, exasperándose, además de golpear ahora también gritaba: "maldito, abusivo, te odio, muérete, acábate de una vez". Creyó enloquecer cuando -y todo ocurría tan rápido que apenas tomaba conciencia de la situación ésta cambiaba- advirtió que Teresa corría hacia él, pero en vez de sujetar a su hermana la ayudaba. Ahora también su hija mayor lo agredía, rugiendo los más abominables insultos -"tacaño, estúpido, maniático, asqueroso, tirano, loco, ratonero"- y entre ambas furias adolescentes lo iban arrinconando contra la pared. Había comenzado a defenderse, saliendo al fin de su paralizante asombro, y trataba de cubrirse la cara, cuando sintió un aguijón en la espalda. Se volvió: doña Zoila se había incorporado y lo mordía.
Aún pudo maravillarse al notar que su esposa, más todavía que sus hijas, había sufrido una transfiguración. ¿Era doña Zoila, la mujer que jamás había musitado una queja, alzado la voz, tenido un malhumor, el mismo ser de ojos indómitos y manos bravas que descargaba contra él puñetes, coscorrones, lo escupía, le rasgaba la camisa y vociferaba enloquecida: "matémoslo, venguémonos, que se trague sus manías, sáquenle los ojos"? Las tres aullaban y don Federico pensó que el griterío le había reventado los tímpanos. Se defendía con todas sus fuerzas, procuraba devolver los golpes, pero no lo conseguía, porque ellas, ¿poniendo en práctica una técnica vilmente ensayada?, se turnaban de dos en dos para cogerle los brazos mientras la tercera lo destrozaba. Sentía ardores, hinchazones, punzadas, veía estrellas, y, de pronto, unas manchitas en las manos de las agresoras le revelaron que sangraba.
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