Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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Sólo Federico supo hacer frente a la catástrofe con creatividad. Esa misma mañana, después de haber sido azotado por dejar sola a su hermana en la cabaña, el niño (hecho hombre en unas horas), arrodillándose junto al montículo que era la tumba de María, juró que, hasta el último instante, se consagraría a la aniquilación de la especie asesina. Para dar fuerza a su juramento, regó sangre de azotes sobre la tierra que cubría a la niña. Cuarenta años más tarde, constancia de los probos que remueve montañas, don Federico Téllez Unzátegui podía decirse, mientras su Sedán rodaba por las avenidas hacia el frugal almuerzo cotidiano, que había mostrado ser hombre de palabra. Porque en todo ese tiempo era probable que, por sus obras e inspiración, hubieran perecido más roedores que peruanos nacido. Trabajo difícil, abnegado, sin premio, que hizo de él un ser estricto y sin amigos, de costumbres aparte. Al principio, de niño, lo más arduo fue vencer el asco a los parduzcos. Su técnica inicial había sido primitiva: la trampa. Compró con sus propinas, en la Colchonería y Bodega “El Profundo Sueño" de la avenida Raimondi, una que le sirvió de modelo para fabricar muchas otras. Cortaba las maderas, los alambres, los retorcía y dos veces al día las sembraba dentro de los linderos de la chacra. A veces, algunos animalitos atrapados estaban aún vivos. Emocionado, los ultimaba a fuego lento, o hacía sufrir punzándolos, mutilándolos, reventándoles los ojos.

Pero, aunque niño, su inteligencia le hizo comprender que si se abandonaba a esas inclinaciones se frustraría: su obligación era cuantitativa, no cualitativa. No se trataba de inferir el máximo sufrimiento por unidad de enemigo sino de destruir el mayor número de unidades en el mínimo tiempo. Con lucidez y voluntad notables para sus años, extirpó de sí todo sentimentalismo, y procedió en adelante, en su tarea genocida, con criterio glacial, estadístico, científico. Robándole horas al colegio de los Hermanos Canadienses, y al sueño (mas no al recreo, porque desde la tragedia no jugó más), perfeccionó las trampas, añadiéndoles una cuchilla que cercenaba el cuerpo de la víctima de modo que no fueran jamás a quedar vivas (no para ahorrarles dolor sino para no perder tiempo en rematarlas). Construyó luego trampas multifamiliares, de base ancha, en las que un trinche con arabescos podía apachurrar simultáneamente al padre, la madre y cuatro crías. Este quehacer fue pronto conocido en la comarca, e, insensiblemente, pasó de venganza, penitencia personal, a ser un servicio a la comunidad, mínimamente (pero mal que mal) retribuido. Al niño lo llamaban de chacras vecinas y alejadas, apenas había indicios de invasión, y él, diligencia de hormiga que todo lo puede, las limpiaba en pocos días. También de Tingo María empezaron a solicitar sus servicios, cabañas, casas, oficinas, y el niño tuvo su momento de gloria cuando el capitán de la Guardia Civil le encomendó despejar la Comisaría, que había sido ocupada. Todo el dinero que recibía, se lo gastaba fabricando nuevas trampas para extender lo que los ingenieros creían su perversión o su negocio. Cuando el ex-ingeniero se internó en la sexualoide maraña de La Bella Durmiente, Federico, que había abandonado el colegio, empezaba a complementar el arma blanca de la trampa con otra, más sutil: los venenos.

El trabajo le permitió ganarse la vida a una edad en que otros niños hacen bailar trompos. Pero también lo convirtió en un apestado. Lo llamaban para que les matase a los veloces, pero jamás lo sentaban a sus mesas ni le decían palabras afectuosas. Si esto lo hizo sufrir, no permitió que se notara, y, más bien, se hubiera dicho que la repugnancia de sus conciudadanos lo halagaba. Era un adolescente huraño, lacónico, al que nadie pudo ufanarse de haber hecho ni visto reír, y cuya única pasión parecía ser la de matar a los inmundos. Cobraba moderadamente por los trabajos, pero también hacía campañas ad-honorem, en casas de gente pobre, a las que se presentaba con su costal de trampas y sus pomos de venenos, apenas se enteraba de que el enemigo había sentado allí sus reales. A la muerte de los plomizos, técnica que el joven refinaba sin descanso, se sumó el problema de la eliminación de los cadáveres. Era lo que más disgustaba a las familias, amas de casa o sirvientas. Federico ensanchó su empresa, entrenando al idiota del pueblo, un jorobado de ojos estrábicos que vivía donde las Siervas de San José, para que, a cambio del sustento, recogiera en un crudo los restos de los supliciados y fuera a quemarlos detrás del Coliseo Abad o a ofrecerlos como festín a los perros, gatos, chanchos y buitres de Tingo María.

¡Cuánto había pasado desde entonces! En el semáforo de Javier Prado, don Federico Téllez Unzátegui se dijo que, indudablemente, había progresado desde que, adolescente, de sol a sol recorría las calles fangosas de Tingo María, seguido por el idiota, librando artesanalmente la guerra contra los homicidas de María. Era entonces un joven que sólo tenía la ropa que llevaba puesta y apenas un ayudante. Treinta y cinco años más tarde, capitaneaba un complejo técnico-comercial, que extendía sus brazos por todas las ciudades del Perú, al que pertenecían quince camionetas y setenta y ocho expertos en fumigación de escondites, mezcla de venenos y siembra de trampas. Éstos operaban en el frente de batalla -las calles, casas y campos del país- dedicados al cateo, cerco y exterminio, y recibían órdenes, asesoramiento y apoyo logístico del Estado Mayor que él presidía (los seis tecnócratas que acababan de partir a almorzar). Pero, además de esa constelación, intervenían en la cruzada dos laboratorios, con los cuales don Federico tenía firmado contratos (que eran prácticamente subvenciones) a fin de que, de manera continua, experimentaran nuevos venenos, ya que el enemigo tenía una prodigiosa capacidad de inmunización: luego de dos o tres campañas, los tóxicos resultaban obsoletos, manjares para aquellos a quienes tenían la obligación de matar. Además, don Federico -que, en este instante, al aparecer la luz verde, ponía primera y proseguía viaje hacia los barrios del mar- había instituido una beca por la que "Antirroedores S. A." enviaba cada año, a un químico recién graduado, a la Universidad de Baton Rouge, a especializarse en raticidas.

Había sido precisamente ese asunto -la ciencia al servicio de su religión- lo que impulsó, veinte años atrás, a don Federico Téllez Unzátegui a casarse. Humano al fin y al cabo, un día había comenzado a germinar en su cerebro la idea de una apretada falange de varones, de su misma sangre y espíritu, a quienes desde la teta inculcaría la furia contra los asquerosos, y quienes, excepcionalmente educados, continuarían, acaso allende las fronteras patrias, su misión. La imagen de seis, siete Téllez doctorados, en encumbradas academias, que repetirían y eternizarían su juramento lo llevó, a él, que era la inapetencia marital encarnada, a recurrir a una agencia de matrimonios, la que, mediante una retribución algo excesiva, le suministró una esposa de veinticinco años, tal vez no de hermosura radiante -le faltaban dientes y, como a esas damitas de la región que irriga el llamado (hiperbólicamente) Río de la Plata, le sobraban rollos de carnes en la cintura y en las pantorrillas-, pero con las tres cualidades que había exigido: salud irreprochable, himen intacto y capacidad reproductora.

Doña Zoila Saravia Durán era una huanuqueña cuya familia, reveses de la vida que se entretiene jugando al subibaja, había sido degradada de la aristocracia provinciana al subproletariado capitalino. Se educó en la escuela gratuita que las Madres Salesianas mantenían -¿razones de conciencia o de publicidad?- junto a la escuela pagante, y había crecido, como todas sus compañeras, con un argentino complejo que, en su caso, se traducía en docilidad, mutismo y apetito. Se había pasado la vida trabajando como celadora donde las Madres Salesianas y el estatuto vago, indeterminado de su función -¿sirvienta, obrera, empleada?- agravaron esa inseguridad servil que la hacía asentir y mover ganaderamente la cabeza ante todo. Al quedar huérfana, a los veinticuatro años, se atrevió a visitar, después de ardientes dudas, la agencia matrimonial que la puso en contacto con el que sería su amo. La inexperiencia erótica de los cónyuges determinó que la consumación del matrimonio fuera lentísima, un serial en la que, entre amagos y fiascos por precocidad, falta de puntería y extravío, los capítulos se sucedían, crecía el suspenso, y el terco himen continuaba sin perforar. Paradójicamente, tratándose de una pareja de virtuosos, doña Zoila perdió primero la virginidad (no por vicio sino por estúpido azar y falta de entrenamiento de los novios), heterodoxa, vale decir sodomíticamente.

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