Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

Здесь есть возможность читать онлайн «Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

La Tía Julia Y El Escribidor: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La Tía Julia Y El Escribidor»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

La Tía Julia Y El Escribidor — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La Tía Julia Y El Escribidor», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Pero, claro -y su voz pasó a ser primero furiosa, luego desconsolada-, la incomprensión y la estulticia de la gente todo lo malinterpretaban. Si lo veían en Radio Central escribiendo disfrazado, brotarían las murmuraciones, correría la voz de que era travestista, su oficina se convertiría en un imán para la morbosidad del vulgo. Terminó de guardar las caretas y demás objetos, cerró la maleta y volvió a la ventana. Ahora estaba triste. Murmuró que en Bolivia, donde siempre trabajaba en su propio "atélier", nunca había tenido problema "con los trapos". Aquí, en cambio, sólo los domingos podía escribir de acuerdo a su costumbre.

– ¿Esos disfraces se los consigue en función de los personajes o inventa los personajes a partir de disfraces que ya tiene? -le pregunté, por decir algo, todavía sin salir del asombro.

Me miró como a un recién nacido:

– Se nota que es usted muy joven -me reprendió con suavidad-. ¿No sabe acaso que lo primero es siempre el verbo?

Cuando, después de agradecerle efusivamente la invitación, volvimos a la calle, le dije a la tía Julia que Pedro Camacho nos había dado una prueba de confianza excepcional haciéndonos partícipes de su secreto, y que me había conmovido. Ella estaba contenta: nunca se había imaginado que los intelectuales pudieran ser tipos tan entretenidos.

– Bueno, no todos son así -me burlé-. Pedro Camacho es un intelectual entre comillas. ¿Te fijaste que no hay un solo libro en su cuarto? Me ha explicado que no lee para que no le influyan el estilo.

Regresábamos, por las calles taciturnas del centro, cogidos de la mano, hacia el paradero de los colectivos y yo le decía que algún domingo vendría a Radio Central sólo para ver al escriba transubstanciado mediante antifaces con sus creaturas.

– Vive como un pordiosero, no hay derecho -protestaba la tía Julia-. Siendo sus radioteatros tan famosos, creí que ganaría montones de plata.

Le preocupaba que en la pensión La Tapada no se viera ni una bañera ni una ducha, apenas un excusado y un lavador enmohecidos en el primer rellano de la escalera. ¿Creía yo que Pedro Camacho no se bañaba nunca? Le dije que al escriba esas banalidades le importaban un pito. Me confesó que al ver la suciedad de la pensión le había dado asco, que había hecho un esfuerzo sobrehumano para pasar la salchicha y el huevo. Ya en el colectivo, una vieja carcocha que iba parando en cada esquina de la avenida Arequipa, mientras yo la besaba despacito en la oreja, en el cuello, la oí decir alarmada:

– O sea que los escritores son unos muertos de hambre. Quiere decir que toda la vida vivirás fregado, Varguitas.

Desde que se lo había oído a Javier, ella también me llamaba Varguitas.

VIII

Don Federico Téllez Unzátegui consultó su reloj, comprobó que eran las doce, dijo a la media docena de empleados de "Antirroedores S. A." que podían partir a almorzar, y no les recordó que estuvieran de vuelta a las tres en punto, ni un minuto más tarde, porque todos ellos sabían de sobra que, en esa empresa, la impuntualidad era sacrílega: se pagaba con multa e incluso despido. Una vez partidos, don Federico, según su costumbre, cerró él mismo la oficina con doble llave, enfundó su sombrero gris pericote, y se dirigió, por las atestadas aceras del jirón Huancavelica, hacia la playa de estacionamiento donde guardaba su automóvil (un Sedán marca Dodge).

Era un hombre que inspiraba temor e ideas lúgubres, alguien a quien bastaba cruzar en la calle para advertir que era distinto a sus conciudadanos. Estaba en la flor de la edad, la cincuentena, y sus señas particulares -frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud en el espíritu- podían haber hecho de él un Don Juan si se hubiera interesado en las mujeres. Pero don Federico Téllez Unzátegui había consagrado su existencia a una cruzada y no permitía que nada ni nadie -a no ser las indispensables horas de sueño, alimentación y trato de la familia- lo distrajera de ella. Esa guerra la libraba hacía cuarenta años y tenía como meta el exterminio de todos los roedores del territorio nacional.

La razón de esta quimera la ignoraban sus conocidos e incluso su esposa y sus cuatro hijos. Don Federico Téllez Unzátegui la ocultaba pero no la olvidaba: día y noche ella volvía a su memoria, pesadilla persistente de la que extraía nuevas fuerzas, odio fresco para perseverar en ese combate que algunos consideraban estrambótico, otros repelente y, los más, comercial. Ahora mismo, mientras entraba a la playa de estacionamiento, verificaba de un vistazo de cóndor que el Dodge había sido lavado, lo ponía en marcha y esperaba dos minutos (tomados por reloj) a que se calentara el motor, sus pensamientos, una vez más, mariposas revoloteando hacia llamas donde arderán sus alas, remontaban el tiempo, el espacio, hacia la población selvática de su niñez y hacia el espanto que fraguó su destino

Había sucedido en la primera década del siglo, cuando Tingo María era apenas una cruz en el mapa, un claro de cabañas rodeado por la jungla abrupta. Hasta allí venían, a veces, después de infinitas penalidades, aventureros que abandonaban la molicie de la capital con la ilusión de conquistar la selva. Así llegó a la región el ingeniero Hildebrando Téllez, con una esposa joven (por cuyas venas, como su nombre Mayte y su apellido Unzátegui voceaban, corría la azulina sangre vasca) y un hijo pequeño: Federico. Alentaba el ingeniero proyectos grandiosos: talar árboles, exportar maderas preciosas para la vivienda y el mueble de los pudientes, cultivar la piña, la palta, la sandía, la guanábana y la lúcuma para los paladares exóticos del mundo, y, con el tiempo, un servicio de vaporcitos por los ríos amazónicos. Pero los dioses y los hombres hicieron ceniza de esos fuegos. Las catástrofes naturales -lluvias, plagas, desbordes- y las limitaciones humanas -falta de mano de obra, pereza y estulticia de la existente, alcohol, escaso crédito- liquidaron uno tras otro los ideales del pionero, quien, a los dos años de su llegada a Tingo María, debía ganarse el sustento, modestamente, con una chacrita de camotes, aguas arriba del río Pendencia. Fue allí, en una cabaña de troncos y palmas, donde una noche cálida las ratas se comieron viva, en su cuna sin mosquitero, a la recién nacida María Téllez Unzátegui.

Lo ocurrido ocurrió de manera simple y atroz. El padre y la madre eran padrinos de un bautizo y pasaban la noche, en los festejos consabidos, en la otra margen del río. Había quedado a cargo de la chacra el capataz, quien, con los dos peones restantes, tenía una enramada lejos de la cabaña del patrón. En ésta dormían Federico y su hermana. Pero el niño acostumbraba, en épocas de calor, sacar su camastro a orillas del Pendencia, donde dormía arrullado por el agua. Es lo que había hecho esa noche (se lo reprocharía mientras tuviera vida). Se bañó a la luz de la luna, se acostó y durmió. Entre sueños, le pareció que oía un llanto de niña. No fue suficiente fuerte o largo para despertarlo. Al amanecer, sintió unos acerados dientecillos en el pie. Abrió los ojos y creyó morir, o, más bien, haber muerto y estar en el infierno: decenas de ratas lo rodeaban, tropezando, empujándose, contoneándose y, sobre todo, masticando lo que se ponía a su alcance. Brincó del camastro, cogió un palo, a gritos consiguió alertar al capataz y a los peones. Entre todos, con antorchas, garrotes, patadas, alejaron a la colonia de invasoras. Pero cuando entraron a la cabaña (plato fuerte del festín de las hambrientas) de la niña quedaba sólo un montoncito de huesos.

Habían pasado los dos minutos y don Federico Téllez Unzátegui partió. Avanzó, en una serpiente de automóviles, por la avenida Tacna, para tomar Wilson y Arequipa, hacia el distrito del Barranco, donde lo esperaba el almuerzo. Al frenar en los semáforos, cerraba los ojos y sentía, como siempre que recordaba aquel amanecer de trementina, una sensación ácida y efervescente. Porque, como dice la sabiduría, "Bien vengas mal si vienes solo". Su madre, la joven de estirpe vasca, por efecto de la tragedia contrajo un hipo crónico, que le causaba arcadas, le impedía comer y despertaba la hilaridad de la gente. No volvió a pronunciar palabra: sólo gorgoritos y ronqueras. Andaba así, con los ojos espantados, hipando, consumiéndose, hasta que unos meses después murió de extenuación. El padre se descivilizó, perdió la ambición, las energías, la costumbre de asearse. Cuando, por desidia, le remataron la chacrita, se ganó un tiempo la vida como balsero, pasando humanos, productos y animales de una banda a otra del Huallaga. Pero un día las aguas de la creciente deshicieron la balsa contra los árboles y él no tuvo ánimos para fabricar otra. Se internó en las laderas sicalípticas de esa montaña de ubres maternales y caderas ávidas que llaman La Bella Durmiente, se construyó un refugio de hojas y tallos, se dejó crecer los pelos y las barbas y allí se quedó años, comiendo hierbas y fumando unas hojas que producían mareos. Cuando Federico, adolescente, abandonó la selva, el ex-ingeniero era llamado el Brujo en Tingo María y vivía cerca de la Cueva de las Pavas, amancebado con tres indígenas huanuqueñas, en las que había procreado algunas criaturas montubias, de vientres esféricos.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «La Tía Julia Y El Escribidor»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La Tía Julia Y El Escribidor» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «La Tía Julia Y El Escribidor»

Обсуждение, отзывы о книге «La Tía Julia Y El Escribidor» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x