Mario Llosa - La Tía Julia Y El Escribidor

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El joven de dieciocho años Mario Vargas trabaja en una radio peruana, cuyos jefes han traído desde Bolivia al más exitoso escritor de radioteatros, Pedro Camacho, un individuo excéntrico que aparte de escribir sus libretos, también los interpreta. Al tiempo, Marito se enamora de la tía Julia, una pariente política suya, divorciada y de treinta años. Ese amor prohibido desafía a la amplia familia del aspirante a escritor que inicia toda una odisea para poder consumarlo…

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Esas citas en los cafetines del centro de Lima eran poco pecaminosas, largas conversaciones muy románticas, haciendo empanaditas, mirándonos a los ojos, y, si la topografía del local lo permitía, rozándonos las rodillas. Sólo nos besábamos cuando nadie podía vernos, lo que ocurría rara vez, porque a esas horas los cafés estaban siempre repletos de oficinistas lisurientos. Hablábamos de nosotros, por supuesto, de los peligros que corríamos de ser sorprendidos por algún miembro de la familia, de la manera de conjurar esos peligros, nos contábamos con lujo de detalles todo lo que habíamos hecho desde la última vez (es decir, algunas horas atrás o el día anterior), pero, en cambio, jamás hacíamos ningún plan para el futuro. El porvenir era un asunto tácitamente abolido en nuestros diálogos, sin duda porque, tanto ella como yo, estábamos convencidos que nuestra relación no tendría ninguno. Sin embargo, pienso que eso que había comenzado como un juego, se fue volviendo serio en los castos encuentros de los cafés humosos del centro de Lima. Fue ahí donde, sin darnos cuenta, nos fuimos enamorando.

Hablábamos también mucho de literatura; o, mejor dicho, la tía Julia escuchaba y yo le hablaba, de la buhardilla de París (ingrediente inseparable de mi vocación) y de todas las novelas, los dramas, los ensayos que escribiría cuando fuera escritor. La tarde que nos descubrió Javier, en el Cream Rica del jirón de la Unión, yo estaba leyéndole a la tía Julia mi cuento sobre Doroteo Martí. Se titulaba, medievalescamente, "La humillación de la cruz" y tenía cinco páginas. Era el primer cuento que le leía, y lo hice muy despacio, para disimular mi inquietud por su veredicto. La experiencia fue catastrófica para la susceptibilidad del futuro escritor. A medida que progresaba en la lectura, la tía Julia me iba interrumpiendo:

– Pero si no fue así, pero si lo has puesto todo patas arriba -me decía, sorprendida y hasta enojada-, pero si no fue eso lo que dijo, pero si…

Yo, angustiadísimo, hacía un alto para informarle que lo que escuchaba no era la relación fiel de la anécdota que me había contado, sino un cuento, un cuento , y que todas las cosas añadidas o suprimidas eran recursos para conseguir ciertos efectos:

– Efectos cómicos -subrayé, a ver si entendía y, aunque fuera por conmiseración, sonreía.

– Pero, al contrario -protestó la tía Julia, impertérrita y feroz-, con las cosas que has cambiado le quitaste toda la gracia. Quién se va a creer que pasa tanto rato desde que la cruz comienza a moverse hasta que se cae. ¿Dónde está el chiste ahora?

Yo, aunque había ya decidido, en mi humillada intimidad, enviar el cuento sobre Doroteo Martí al canasto de la basura, estaba enfrascado en una defensa ardorosa, adolorida, de los derechos de la imaginación literaria a transgredir la realidad, cuando sentí que me tocaban el hombro.

– Si interrumpo, me lo dicen y me voy porque odio tocar violín -dijo Javier, jalando una silla, sentándose y pidiendo un café al mozo. Sonrió a la tía Julia:- Encantado, yo soy Javier, el mejor amigo de este prosista. Qué bien guardada te la tenías, compadre.

– Es Julita, la hermana de mi tía Olga -le expliqué.

– ¿Cómo? ¿La famosa boliviana? -se le fueron apagando los bríos a Javier. Nos había encontrado de la mano, no nos habíamos soltado, y ahora miraba fijo, sin la seguridad mundana de antes, nuestros dedos entrelazados-. Vaya, vaya, Varguitas.

– ¿Yo soy la famosa boliviana? -preguntó la tía Julia-. ¿Famosa por qué?

– Por antipática, por esos chistes tan pesados, cuando llegaste -la puse al día-. Javier sólo conoce la primera parte de la historia.

– La mejor me la habías ocultado, mal narrador y peor amigo -dijo Javier, recuperando la soltura y señalando las empanaditas-. Qué me cuentan, qué me cuentan.

Estuvo realmente simpático, hablando hasta por los codos y haciendo toda clase de bromas, y la tía Julia quedó encantada con él. Me alegré de que nos hubiera descubierto; no había planeado contarle mis amores, porque era reacio a confidencias sentimentales (y más todavía en este caso, tan enredado) pero ya que el azar lo había hecho partícipe del secreto, me dio gusto poder comentar con él las peripecias de esta aventura. Esa mañana se despidió besando a la tía Julia en la mejilla y haciendo una reverencia:

– Soy un celestino de primera, cuenten conmigo para cualquier cosa.

¿Por qué no dijiste también que nos tenderías la cama? -lo reñí esa tarde, apenas se presentó en mi gallinero de Radio Panamericana, ávido de detalles.

– ¿Es algo así como tu tía, no? -dijo, palmoteándome--. Está bien, me has impresionado. Una amante vieja, rica y divorciada: ¡veinte puntos!

– No es mi tía, sino la hermana de la mujer de mi tío -le expliqué lo que ya sabía, mientras daba vuelta a una noticia de "La Prensa" sobre la guerra de Corea--. No es mi amante, no es vieja y no tiene medio. Sólo lo de divorciada es verdad.

– Vieja quería decir mayor que tú, y lo de rica no era crítica sino felicitación, yo soy partidario de los braguetazos -se rió Javier-. ¿Así que no es tu amante? ¿Qué, entonces? ¿Tu enamorada?

– Una cosa entre las dos -le dije, sabiendo que lo irritaría.

– Ah, quieres hacerte el misterioso, pues te vas a la mierda ipso facto -me advirtió-. Y, además, eres un miserable: yo te cuento todos mis amores con la flaca Nancy y lo del braguetazo tú me lo habías ocultado.

Le conté la historia desde el principio, las complicaciones que teníamos para vernos y entendió por qué en las últimas semanas le había pedido dos o tres veces plata prestada. Se interesó, me comió a preguntas y acabó jurándome que se convertiría en mi hada madrina. Pero al despedirse se puso grave:

– Supongo que esto es un juego -me sermoneó, mirándome a los ojos como un padre solícito-. No se olvide que a pesar de todo usted y yo somos todavía dos mocosos.

– Si quedo encinta, te juro que me haré abortar -lo tranquilicé.

Una vez que se fue, y mientras Pascual entretenía al Gran Pablito con un choque serial, en Alemania, en el que una veintena de automóviles se habían incrustado uno en el otro por culpa de un distraído turista belga que estacionó su auto en plena carretera, para auxiliar a un perrito, me quedé pensando. ¿Era cierto que esta historia no iba en serio? Sí, cierto. Se trataba de una experiencia distinta, algo más madura y atrevida que todas las que había vivido, pero, para que el recuerdo fuera bueno, no debería durar mucho. Estaba en estas reflexiones cuando entró Genaro-hijo a invitarme a almorzar. Me llevó a Magdalena, a un jardín criollo, me impuso un arroz con pato y unos picarones con miel, y a la hora del café me pasó la factura:

– Eres su único amigo, háblale, nos está metiendo en un lío de los diablos. Yo no puedo, a mí me dice inculto, ignaro, ayer a mi padre lo llamó mesócrata. Quiero evitarme más líos con él. Tendría que botarlo y eso sería una catástrofe para la empresa.

El problema era una carta del embajador argentino dirigida a Radio Central, en lenguaje mefítico, protestando por las alusiones "calumniosas, perversas y psicóticas" contra la patria de Sarmiento y San Martín que aparecían por doquier en las radionovelas (que el diplomático llamaba "historias dramáticas serializadas"). El embajador ofrecía algunos ejemplos, que, aseguraba, no habían sido buscados ex-profeso sino recogidos al azar por el personal de la Legación "afecto a ese género de emisiones". En una se sugería, nada menos, que la proverbial hombría de los porteños era un mito pues casi todos practicaban la homosexualidad (y, de preferencia, la pasiva); en otra, que en las familias bonaerenses, tan gregarias, se sacrificaba por hambre a las bocas inútiles -ancianos y enfermos- para aligerar el presupuesto; en otra, que lo de las vacas era para la exportación porque allá, en casita, el manjar verdaderamente codiciado era el caballo; en otra, que la extendida práctica del fútbol, por culpa sobre todo del cabezazo a la pelota, había lesionado los genes nacionales, lo que explicaba la. abundancia proliferante, en las orillas del río de color leonado, de oligofrénicos, acromegálicos, y otras sub-variedades de cretinos; que en los hogares de Buenos Aires -"semejante cosmópolis", puntualizaba la carta- era corriente hacer las necesidades biológicas, en el mismo recinto donde se comía y dormía, en un simple balde…

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