– Bien, los hechos concretos -lo apremió el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar--. Puntualíceme, sin regodeos morbosos ni jeremiadas cómo fue que la violó.
Pero el Testigo ya había prorrumpido en sollozos, cubriéndose la cara con las manos. El magistrado no se inmutó. Estaba habituado a las bruscas alternancias ciclotímicas de los acusados y sabía aprovecharlas para la averiguación de los hechos. Viendo a Gumercindo Tello así, cabizbajo, su cuerpo agitado, sus manos húmedas de lágrimas, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar se dijo, sobrio orgullo de profesional que comprueba la eficacia de su técnica, que el acusado había llegado a ese climático estado emotivo en el que, inapto ya para disimular, proferiría ansiosa, espontánea, caudalosamente la verdad.
– Datos, datos -insistió-. Hechos, lugares, posiciones, palabras dichas, actos actuados. ¡Vamos, valor!
– Es que no sé mentir, señor juez -balbuceó Gumercindo Tello, entre hipos-. Estoy dispuesto a sufrir lo que sea, insulto, cárcel, deshonor. ¡Pero no puedo mentir! ¡Nunca aprendí, no soy capaz!
– Bien, bien, esa incapacidad lo honra -exclamó, con gesto alentador, el juez-. Demuéstremela. Vamos, ¿cómo fue que la violó?
– Ahí está el problema -se desesperó, tragando babas, el Testigo-. ¡Es que yo no la violé!
– Voy a decirle algo, señor Tello -silabeó, suavidad de serpiente que es todavía más despectiva, el magistrado:- ¡Es usted un falso Testigo de Jehová! ¡Un impostor!
– No la he tocado, jamás le hablé a solas, ayer ni siquiera la vi -decía, corderillo que bala, Gumercindo Tello.
– Un cínico, un farsante, un prevaricador espiritual -sentenciaba, témpano de hielo, el juez-. Si la Justicia y la Moral no le importan, respete al menos a ese Dios que tanto nombra. Piense en que ahora mismo lo ve, en lo asqueado que debe estar al oírlo mentir.
– Ni con la mirada ni con el pensamiento he ofendido a esa niña -repitió, con acento desgarrador, Gumercindo Tello.
– La ha amenazado, golpeado y violado -se destempló la voz del magistrado-. ¡Con su sucia lujuria, señor Tello!
– ¿Con-mi-su-cia-lu-ju-ria? -repitió, hombre que acaba de recibir un martillazo, el Testigo.
– Con su sucia lujuria, sí señor -refrendó el magistrado, y, luego de una pausa creativa:- ¡Con su pene pecador!
– ¿Con-mi-pe-ne-pe-ca-dor? -tartamudeó, voz desfalleciente y expresión de pasmo, el acusado-. ¿Mi-pene-pe-ca-dor-ha-di-cho-us-ted?
Estrambóticos y estrábicos, saltamontes atónitos, sus ojos pasearon del secretario al juez, del suelo al techo, de la silla al escritorio y allí permanecieron, recorriendo papeles, expedientes, secantes. Hasta que se iluminaron sobre el cortapapeles Tiahuanaco que descollaba entre todos los objetos con artístico centelleo prehispánico. Entonces, movimiento tan rápido que no dio tiempo al juez ni al secretario a intentar un gesto para impedirlo, Gumercindo Tello estiró la mano y se apoderó del puñal. No hizo ningún ademán amenazador, todo lo contrario, estrechó, madre que abriga a su pequeño, el plateado cuchillo contra su pecho, y dirigió una tranquilizadora, bondadosa, triste mirada a los dos hombres petrificados de sorpresa.
– Me ofenden creyendo que podría lastimarlos -dijo con voz de penitente.
– No podrá huir jamás, insensato -le advirtió, reponiéndose, el magistrado-. El Palacio de Justicia está lleno de guardias, lo matarán.
– ¿Huir yo? -preguntó con ironía el mecánico-. Qué poco me conoce, señor juez.
– ¿No ve que se está delatando? -insistió el magistrado-. Devuélvame el cortapapeles.
– Lo he cogido prestado para probar mi inocencia -explicó serenamente Gumercindo Tello.
El juez y el secretario se miraron. El acusado se había puesto de pie. Tenía una expresión nazarena, en su mano derecha el cuchillo despedía un brillo premonitorio y terrible. Su mano izquierda se deslizó sin prisa hacia la ranura del pantalón que ocultaba el cierre relámpago y, mientras, iba diciendo con voz adolorida:
– Yo soy puro, señor juez, yo no he conocido mujer. A mí, eso que otros usan para pecar, sólo me sirve para hacer pipí…
– Alto ahí -lo interrumpió, con una sospecha atroz, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar--. ¿Qué va usted a hacer?
– Cortarlo y botarlo a la basura para probarle lo poco que me importa -replicó el acusado, mostrando con el mentón el cesto de papeles.
Hablaba sin soberbia, con tranquila determinación. El juez y el secretario, boquiabiertos, no atinaban a gritar. Gumercindo Tello tenía ya en la mano izquierda el cuerpo del delito y elevaba el cuchillo para, verdugo que blande el hacha y mide la trayectoria hacia el cuello del condenado, dejarlo caer y consumar la inconcebible prueba.
¿Lo haría? ¿Se privaría así, de un tajo, de su integridad? ¿Sacrificaría su cuerpo, su juventud, su honor, en pos de una demostración ético-abstracta? ¿Convertiría Gumercindo Tello el más respetable despacho judicial de Lima en ara de sacrificios? ¿Cómo terminaría ese drama forense?
Los amores con la tía Julia continuaban viento en popa, pero la, cosas se iban complicando porque resultaba difícil mantener la clandestinidad. De común acuerdo, para no provocar sospechas en la familia, había reducido drásticamente mis visitas a casa del tío Lucho. Sólo seguía yendo con puntualidad al almuerzo de los jueves. Para el cine de las noches inventábamos diversas tretas. La tía Julia salía temprano, llamaba a la tía Olga para decirle que comería con una amiga y me esperaba en algún lugar acordado. Pero esta operación tenía el inconveniente de que la tía Julia debía pasarse horas en las calles, hasta que yo saliera del trabajo, y de que la mayor parte de las veces ayunaba. Otros días yo iba a buscarla en un taxi, sin bajarme; ella estaba alerta y apenas veía detenerse el automóvil salía corriendo. Pero era una estratagema riesgosa: si me descubrían, inmediatamente sabrían que había algo entre ella y yo; y, de todos modos, ese misterioso invitador, emboscado en el fondo de un taxi, terminaría por despertar curiosidad, malicia, muchas preguntas…
Habíamos optado, por eso, en vernos menos de noche y más de día, aprovechando los huecos de la Radio. La tía Julia tomaba un colectivo al centro y a eso de las once de la mañana, o de las cinco de la tarde, me esperaba en una cafetería de Camaná, o en el Cream Rica del jirón de la Unión. Yo dejaba revisados un par de boletines y podíamos pasar dos horas juntos. Habíamos descartado el Bransa de la Colmena porque allí acudía toda la gente de Panamericana y de Radio Central. De vez en cuando (más exactamente, los días de pago) la invitaba a almorzar y entonces estábamos hasta tres horas juntos. Pero mi magro salario no permitía esos excesos. Había conseguido, luego de un elaborado discurso, una mañana en que lo encontré eufórico por los éxitos de Pedro Camacho, que Genaro-hijo me aumentara el sueldo, con lo que llegué a redondear cinco mil soles. Daba dos mil a mis abuelos para ayudarlos en la casa. Los tres mil restantes me alcanzaban antes de sobra para mis vicios: el cigarrillo, el cine y los libros. Pero, desde mis amores con la tía Julia, se volatizaban velozmente y andaba siempre apurado, recurriendo con frecuencia a préstamos e, incluso, a la Caja Nacional de Pignoración, en la Plaza de Armas. Como, por otra parte, tenía firmes prejuicios hispánicos respecto a las relaciones entre hombres y mujeres y no permitía que la tía Julia pagara ninguna cuenta, mi situación económica llegaba a ser dramática. Para aliviarla, comencé a hacer algo que Javier severamente llamó "prostituir mi pluma". Es decir, a escribir reseñas de libros y reportajes en suplementos culturales y revistas de Lima. Los publicaba con seudónimo, para avergonzarme menos de lo malos que eran. Pero los doscientos o trescientos soles más al mes constituían un tónico para mi presupuesto.
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